
La renovación no es un casting de simpatía
Es necesario un golpe de timón, pero no de cosmética, no de estilo, ni de etiquetas. Se necesita una reforma moral y política profunda, se necesita recuperar vocación de mayorías, no el consuelo de las propias filas ideológicas.
En tiempos de confusión, lo fácil gana terreno, disfrazado de autenticidad. Arropado con palabras como cercanía, rostros nuevos, el barrio, versus los cuicos, los fomes. El análisis político se desliza, entonces, hacia un lugar cómodo, epidérmico, sin matices. Un lugar donde la historia estorba, el pensamiento incomoda y la política se reduce a una puesta en escena con jerga coloquial y con estética de meme.
Decir que la crisis del Socialismo Democrático es un problema de “caras” es como decir que la crisis de la literatura es un problema de tipografía. Es una lectura superficial, entretenida quizás, pero vacía. Lo que está en juego no es quién aparece en la foto, sino qué ideas se encarnan, qué tipo de país se sueña y cómo se llega a él.
Desde esa simplificación, todo lo que huela a pasado se vuelve automáticamente sospechoso. La Concertación, por ejemplo, es condenada sin más ni más. No porque se hayan estudiado sus luces y sombras, sino porque es vieja. Y lo viejo, se nos dice, debe dar paso a lo nuevo. Aunque lo nuevo no sepa muy bien qué hacer con el país.
Es cierto que el Socialismo Democrático chileno atraviesa una crisis. Pero no es la crisis de las viejas caras, como se repite con liviandad, ni un simple agotamiento de nombres. Es una crisis de pensamiento, de relato nuevo, de orientación estratégica. El socialismo reformista, que fue central en la reconstrucción democrática, no ha logrado articular una nueva promesa para este tiempo convulso. Pero eso no quiere decir que la respuesta sea volver al puro instinto, a la política de la simpatía, al gesto de cercanía ocurrente como sustituto de la inteligencia.
Los mejores presidentes de las últimas décadas –Aylwin, Lagos– no se ganaron el respeto por su simpatía ni por parecer vecinos de barrio, ni por salir en los matinales. No eran líderes cercanos en el sentido actual de la palabra, esa caricatura de la política como una eterna selfie. Ganaron autoridad porque tuvieron visión de Estado, temple democrático, capacidad de articular mayorías, comprensión de la historia.
Esos elementos, aunque hoy pasen por pitucos o aburridos, son los que sostienen un país. Lo otro –el carisma, la buena onda, el desparpajo de micrófono– puede ganar titulares, pero no buena gobernanza. Se me permita una anécdota personal (rara vez lo hago): hace cuatro años alguien me habló de la simpatía y juventud del candidato Boric, respondí que yo votaría por un Presidente, no por un amigo de cerveza y asado.
Por otra parte, lo que se repite en algunos diagnósticos recientes sobre la izquierda es una curiosa contradicción: por un lado, se pide recambio generacional con urgencia, como si la juventud fuera en sí misma garantía de lucidez o ética; por otro, se exige que la política se parezca al pueblo, que hable como el pueblo, que viva en el pueblo, que vuele bajo.
El resultado de esa mezcla parece ser una exigencia imprescindible en la política de hoy: que los futuros líderes sean jóvenes (o maduros jóvenes), populares, simpáticos, sin historia ni biografía política, pero con capacidad de seducción permanente. Una suerte de influencers, sobre todo electorales
.¿Quién puede estar en contra de la renovación? Nadie.
Pero la renovación real del Socialismo Democrático no es un casting. No se trata de cambiar rostros en la marquesina comunicacional. Se trata de generar nuevas síntesis políticas, de actualizar las ideas fuerza del socialismo, de construir propuestas que respondan a los desafíos actuales sin olvidar las conquistas pasadas.
Porque, curiosamente, muchos de los viejos tan denostados en ciertos discursos, han sido precisamente los que han sostenido la estabilidad del Gobierno actual. Son ellos –con su experiencia, sus redes, su fidelidad a ideas– quienes han actuado como dique ante el extravío o la soberbia de algunas pulsiones adolescentes del poder. Y lo han hecho sin romanticismos, con memoria y realismo.
Así pues, el Socialismo Democrático no tiene por qué pedir perdón por su historia. Fue, con todos sus errores, el articulador de una transición pacífica, el constructor de un modelo de protección social más robusto, el impulsor de políticas culturales, de infraestructura, de inclusión educativa. ¿Hubo deudas? Claro que sí. Pero el juicio sobre la Concertación no puede reducirse a la pose simpática. Hay que hacer un balance con rigor, sin nostalgia, pero también sin disimulado desprecio.
Es necesario un golpe de timón, pero no de cosmética, no de estilo, ni de etiquetas. Se necesita una reforma moral y política profunda, se necesita recuperar vocación de mayorías, no el consuelo de las propias filas ideológicas. Se debe volver a hablar con el país, con todos sus matices, y no con su propio espejo.
El socialismo tiene, por delante, una tarea difícil pero necesaria, evitando mirar el pasado con añoranza estéril y, al mismo tiempo, resistiendo la tentación de subirse al tren del populismo de izquierda. Tiene que volver a ser lo que alguna vez fue: una fuerza capaz de hablar al país entero, no solo a su nicho. Capaz de proponer reformas estructurales con seriedad y sin estridencia. Capaz de formar nuevos liderazgos sin desechar su propia historia. Eso se logra con ideas nuevas, con organización, con voluntad. No hay atajos posibles.
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