
Sobre la declinación de la Democracia Cristiana
Pareciera que la lección no fue aprendida. Pese al sólido llamado del presidente del PDC, Alberto Undurraga, respaldado por siete expresidentes del partido, en cuanto a no apoyar a la candidata del PC y la izquierda, la Junta Nacional aprobó por una amplia mayoría del 63% apoyar a Jeannette Jara.
Ha sido frecuente en estos días leer diversos análisis que, básicamente, sostienen que la declinación de la Democracia Cristiana, no solo en términos electorales sino de su propia identidad, tendría su origen en la participación, junto con la Nueva Mayoría y el Partido Comunista, en el segundo Gobierno de Bachelet (2014-2018).
Allí se habría iniciado una fase de descenso del PDC hasta culminar en la reciente Junta Nacional del 26 de julio –es solo una coincidencia que se trate de la misma fecha del asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953–, entendido como un sostenido proceso de izquierdización que amenaza la sobrevivencia misma del partido socialcristiano.
Por de pronto, asumo políticamente la responsabilidad por la participación del PDC en el Gobierno de la Nueva Mayoría en mi calidad de presidente de la DC en el período 2010-2015, y no soy de los que reniegan. Dejo constancia en todo caso de que esa decisión fue unánime al interior del partido, ningún voto en contra, ninguna abstención.
Pero vayamos a lo grueso, porque todo es un poco más complejo, y muy anterior al Gobierno de la Nueva Mayoría, y a la actual coyuntura crítica.
En 1997, en un seminario en la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos, sobre la DC en Europa y América Latina, el diagnóstico de los expertos fue lapidario: la era de la DC ha llegado a su fin. Tal fue el análisis de Martin Conway, José Casanova, Raymond Grew, Paul Sigmund y Carl Strikwerda, reconocidos como algunos de los mayores expertos mundiales en catolicismo, socialcristianismo y democracia cristiana.
Entre los que asistíamos desde Chile (Mariana Aylwin, Claudio Orrego, Sergio Micco y Víctor Maldonado, hasta donde recuerdo), nos quedamos con la impresión de ¡cómo pueden ser tan ignorantes! En Chile gobernaban en los años 90 Patricio Aylwin y Eduardo Frei, aliados con el socialismo democrático, y aún podíamos reconocer amigos y aliados en algunos países de América Latina y Europa. Era como el boom de la Democracia Cristiana, pensábamos.
La tesis de los expertos era muy simple: la caída del Muro de Berlín (1989) y el desplome del comunismo en la Unión Soviética y los países en Europa del Este, constituían, por un lado, el triunfo del ideario democratacristiano. Los conceptos de dignidad de la persona humana, de libertad y derechos humanos, y la síntesis entre cristianismo y democracia que se fraguó desde lo filosófico (Jacques Maritain) hasta lo político (la DC en Europa y América Latina), correspondían a valores y principios que pasaban a ser del dominio común.
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948, en la que cupo un papel destacado a Maritain, hasta la caída del Muro, esos valores, que habían tenido también otras fuentes (como la socialdemocracia, el social liberalismo y las fuerzas humanistas que convergieron en torno al triunfo de la libertad), habían pasado a ser un patrimonio común.
Ya no eran un signo distintivo de la Democracia Cristiana, desde su propia identidad filosófica y política, forjada en una suerte de equidistancia entre el marxismo y el capitalismo, todo lo cual ejercía un gran atractivo político y electoral.
El triunfo de esas ideas, sostuvieron los expertos en el seminario de 1997, particularmente en lo que concierne a la Democracia Cristiana, es que los acontecimientos de fines de los 80 y comienzos de los 90 iban a significar que la postura en torno a una suerte de “tercera vía” entre el socialismo marxista y el capitalismo liberal dejaba progresivamente de tener la fuerza, la apelación y el sustento electoral que habían tenido, especialmente durante el período de la posguerra, en plena Guerra Fría.
Esa “tercera vía”, que primero surgiera desde la doctrina social de la Iglesia (especialmente la encíclica Quadragesimo anno, en 1931, con su inequívoca postura en torno a una alternativa al capitalismo liberal y el socialismo marxista) y, particularmente, en el período de la posguerra, en plena Guerra Fría, frente al advenimiento del mundo de los “socialismos reales”, por un lado, y el capitalismo liberal, por otro, ante el desplome de lo que ocurría al otro lado de la “cortina de hierro”, todo eso creaba para la Democracia Cristiana una situación muy compleja desde el punto de vista de su propia especificidad, con consecuencias en términos de los factores constitutivos de su identidad, y de su propia fuerza electoral.
Como se sabe, en Europa, junto con algunos partidos de raigambre DC en los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo, entre otros, generalmente agrupados en torno al Partido Popular Europeo (PPE), solo en Alemania subsiste (CDU/CSU) un partido de los grandes (por así decirlo). La visión y los aportes señeros de Adenauer, de De Gasperi y Schuman, entre los principales líderes europeos en el período de la posguerra, también habían devenido en un proyecto europeo que pasó a ser del dominio común.
En el caso de Chile, sostuve en mi libro El futuro de la Democracia Cristiana (Zeta ediciones, 1999) que ese futuro dependía básicamente de la capacidad para sintonizar y hacerse cargo de las aspiraciones y demandas de la “sociedad emergente”, principalmente de la emergencia de los nuevos sectores medios que irrumpían con fuerza en medio del proceso de crecimiento, modernización y desarrollo en que se encontraba el país bajo los gobiernos de la Concertación.
En los años 2000, bajo el Gobierno de Lagos y el primer Gobierno de Bachelet, la DC mantuvo una importante fuerza parlamentaria y de gobierno. No obstante, la expulsión de Adolfo Zaldívar, expresidente del partido en 2007, y la formación del PRI, en 2008, significó una primera merma importante de votos (el PRI obtuvo 4% en las elecciones parlamentarias de 2009, con 264.466 votos, eligiendo 3 diputados).
Cuando asumimos la dirección partidaria en torno al “Movimiento Amplio por la Renovación” (2010), con un 60% de los votos y la participación directa de 23 mil militantes, bajo el lema “Identidad sin complejos” (hacia afuera) y una gestión “Con todos y para todos” (hacia adentro), nos propusimos incorporar a todos los sectores y “subir un peldaño” en términos electorales.
Fue así como en las elecciones municipales de octubre de 2012 fuimos en una lista DC/PS y sacamos un 27% de los votos, contra el 22% del PC, PPD y PRSD. Como Democracia Cristiana elegimos 63 alcaldes (incluyendo a los independientes de la lista DC), con un 17,44% de los votos, o el equivalente a 965.105 electores, constituyéndonos en la primera fuerza política nacional, tanto en número de alcaldes como en población gobernada por alcaldes DC (los triunfos en comunas como Maipú, Concepción y Peñalolén, entre otros, contribuyeron fuertemente a ese resultado).
Junto con ello, elegimos a 389 concejales, constituyéndonos en la segunda fuerza política nacional, con un 15,1 por ciento de los votos, o el equivalente a 800.236 votos, y 58 consejeros regionales (llegamos a tener un cuarto de los consejeros en la Región Metropolitana, que era la región más débil de todas, encabezados por Mariana Aylwin).
En las elecciones parlamentarias de 2013 subimos otro peldaño. Considerando que el PDC había bajado desde el 25,99% con 1,7 millones de votos y la elección de 38 diputados en 1989, a un 14,21% con 940 mil votos y la elección de 19 diputados en 2009, pudimos recuperar terreno con un 15,55%, 967 mil votos, y la elección de 21 diputados en 2013 (subimos dos peldaños en materia de diputados).
Pero no fue suficiente.
Lo que quiero destacar es que la declinación electoral de la DC, y lo que algunos expertos planteaban como dudas sobre el futuro del proyecto político socialcristiano, es decir, de su propia identidad, estaban presentes desde mucho antes del advenimiento del Gobierno de la Nueva Mayoría.
Sería absurdo no tratar de aquilatar el efecto que seguramente tuvo el segundo Gobierno de Bachelet, con seis de siete partidos de la izquierda, incluido el PC, en el electorado democratacristiano (y en el país, en general).
Mis reflexiones están contenidas en el libro La Nueva Mayoría (reflexiones sobre una derrota), Ediciones Catalonia, 2018, publicado a solo unos meses de la derrota, tras el segundo triunfo de la derecha (por segunda vez consecutiva la Presidenta Bachelet entregaba el bastón de mando a Sebastián Piñera).
En forma de una reflexión en primera persona singular y plural (fui parte de ese Gobierno, y asumo la responsabilidad que me corresponde), mi tesis en ese libro-reflexión es que la desmesura retórica y de todo tipo (retroexcavadoras, patines, y otros), la improvisación y el trabajo mal hecho del primer tiempo, especialmente en términos técnicos, nos pasó la cuenta en el segundo tiempo. El cambio de gabinete que introdujo la Presidenta Bachelet en mayo de 2015, el más radical de 25 años desde la recuperación de la democracia en 1990, con la salida de todo el equipo político, incluido el ministro de Hacienda, difícilmente puede soslayar los problemas que enfrentábamos como Gobierno.
Si Bachelet había terminado su primer periodo con alrededor de un 80% de aprobación (una de las cifras más elevadas en la historia contemporánea de la democracia), en el segundo Gobierno terminaba con cerca de un 40%.
Dejo planteada la duda en ese libro respecto a si acaso no tendríamos que habernos comportado como una “minoría dirimente” más que como una “minoría subordinada” (la distinción me la hizo ver José Pablo Arellano); seguramente podríamos haber hecho más.
Los resultados para la DC fueron dramáticos en los años siguientes, llegando a un 10,28%, con 616.643 votos y 14 diputados en las elecciones de 2017, y un 3,81%, con 240.815 votos y la elección de 7 diputados en las de 2021.
Pasamos de 28 parlamentarios bajo el Gobierno de la Nueva Mayoría, a 8 bajo el Gobierno del Presidente Gabriel Boric.
La estocada final vino por el lado del “Apruebo” en la Convención Constitucional de 2022, en que el PDC llamó a votar por el proyecto refundacional del Partido Comunista (Marcos Barraza), Frente Amplio (Jaime Bassa y Fernando Atria) y la Lista del Pueblo. No sirvió de mucho la carta, formal, respetuosa, fraterna, que nueve expresidentes del PDC (casi todos) mandamos al presidente del partido, en que proponíamos “libertad de acción” –la Falange nació a la vida pública en 1938 decretando libertad de acción frente al apoyo por parte del Partido Conservador a la candidatura de Gustavo Ross Santa María–, considerando que la mitad de los parlamentarios DC estaban por el Apruebo y la otra mitad por el Rechazo.
La gran mayoría del electorado democratacristiano, de más está decirlo, votó por el Rechazo; ¿de qué otra manera se explica el 62% de los votos aquel 4 de septiembre de 2022? ¿Voto de derecha? Fui parte de la centroizquierda por el Rechazo. Cientos y miles de militantes renunciamos al PDC; en mi caso, al partido de toda mi vida. Fue la gota que rebalsó el vaso.
Pareciera que la lección no fue aprendida. Pese al sólido llamado del presidente del PDC, Alberto Undurraga, respaldado por siete expresidentes del partido, en cuanto a no apoyar a la candidata del PC y la izquierda, la Junta Nacional aprobó por una amplia mayoría del 63% apoyar a Jeannette Jara y la lista parlamentaria oficialista, provocando la renuncia indeclinable de aquél. Su llamado a “no abandonar a nuestro electorado”, como ya ocurrió el 4 de septiembre de 2022, cayó en el vacío.
¿Tiene futuro la DC?
Sí, poniendo sus 80 años de historia y todo su bagaje cultural, político e histórico, sus valores y principios, los que están plenamente vigentes, al servicio de una convergencia que reúna, en una perspectiva de futuro, a las fuerzas de la socialdemocracia, el socialcristianismo y el social liberalismo, un proyecto que trascienda a la propia Democracia Cristiana.
El tema lo desarrollamos in extenso en el libro que hemos escrito con Ernesto Ottone, Cambio sin Ruptura (una conversación sobre el reformismo), Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2023. Se trata de asumir que la reforma es el método de la democracia; no la revolución, no la refundación (como en la Convención Constitucional de 2022), tampoco la involución conservadora (como en el Consejo Constitucional de 2023), y que ese camino se construye con fuerzas políticas reformistas y democráticas, sin complejos derechistas ni izquierdistas.
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