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Necesidades de la vida urbana: oda a la biblioteca pública

Por: Paz Hernández


Señor Director:

Las necesidades de la vida urbana son múltiples, pero creo necesario distinguir entre dos de ellas cualitativamente diferentes.

Por un lado se encuentra aquella necesidad propiamente humana de dispersión, aquella búsqueda de consumo cultural que permite una especie de des-ensimismamiento. En relación a ésta, durante los últimos decenios, las ciudades han visto crecer de forma exponencial una oferta que pretende su satisfacción. Así, se invierten fondos –tanto públicos como privados – en la producción de conciertos, festivales, obras de teatro, museos, performances, ferias, corridas, maratones, pasacalles, exposiciones, etc. La lista de actividades, que ejemplifica un género de producciones donde se ponen esfuerzos apuntando construir espacios urbanos que vibren, es extensa. Todas ellas tienen un mismo objetivo: la fabricación de estímulos externos que puedan ser consumidos sensorialmente; todo lo imaginablemente posible para ver, escuchar, oler, beber y comer. Una oferta lo suficientemente variada y ecléctica como para satisfacer el omnivorismo cultural de la denominada “Creative Class”.

Sin embargo, por otro lado hay una necesidad de la vida urbana con un carácter opuesto. En paralelo a la multiactividad y a la estimulación sensorial constante se hace perentorio el acceso a un lugar cualitativamente diferente: un espacio des-estimulado, una zona de vacío que incite y conduzca al silencio. Un espacio que permita separarse física y temporalmente de la agitación característica en la adorada urbanidad. Un espacio solo para estar, que permita concentrarse en algo y volver a conectar con ese-algo-ahí.

Normalmente se dice que estos espacios se encuentran ‘escapando’ a la naturaleza. Y si, esa es una opción. Probablemente uno de los elementos constituyentes del amor que muchos tenemos por la naturaleza emerge no solamente por lo que hay en ella, sino también por la experiencia que se tiene al estar en ella: el acceso a un estado de vacío que permite re-energizarse, re-novarse, re-potenciarse. Aquella es una experiencia de quietud y calma mental que emerge solo por estar ahí.
A pesar de esto, mi trabajo, mis estudios y mi tiempo de esparcimiento ocurren, principalmente, en el centro mismo de la vida urbana. Necesito todos los servicios que la ciudad proporciona para desarrollar mis quehaceres, simultáneamente. Por lo que estar ‘escapando’ a la naturaleza constantemente (o separándome de la vida urbana) no es una opción viable quizás ni siquiera una vez a la semana. Y esa necesidad emerge, eventualmente, de forma diaria.

No obstante, los espacios que posibilitan esta experiencia no están únicamente en la naturaleza. Los espacios dónde es posible separarse física y temporalmente del estímulo urbano existen en las ciudades –no son una idealización mía –, se llaman Bibliotecas Públicas.

Los últimos dos años viví en función de una constelación de actividades que comprendía estar estudiando, trabajando y viajando en el extranjero; esa constelación se producía en el centro de la vida urbana. Vivía, pululaba y viajaba por ciudades aprovechando la gigantesca oferta cultural disponible. Pero al mismo tiempo, además de devorar esos estímulos sensoriales, me transformé en una catadora de bibliotecas públicas, o más bien en una catadora de espacios de silencio. A cada lugar nuevo que iba, parte de mi rutina diaria era –además de visitar los lugares clásicos y sacarme una foto de cortesía–, conocer su biblioteca pública. Apenas llegaba las googlueaba, identificaba dónde estaban para ir en cualquier momento del día. Aquellos lugares no solo me permitían seguir trabajando en lo que estaba avanzando, sino que también me re-energizaba, era posible acceder a esa experiencia de vacío que permite recargar las pilas para seguir en movimiento. Todas las ciudades que visité, por más pequeñas que fueran, tenían una biblioteca pública, monumental . En esas urbes no solo existía una descomunal oferta cultural, sino que además era posible acceder a lugares desestimulados. Ahí mismo, al lado del colorido y bullente foodtruck festival, también podía entrar a un espacio de silencio de forma gratis, des-institucionalizada, y con una calidad infraestructural de primer nivel.

Los espacios para acceder a experiencias de vacío no solo están escapando de la vida urbana, se pueden construir al interior de ella. Hay que crearlos. Creo que es del orden de la necesidad –de ningún modo de la contingencia –construir templos del silencio al centro de la algarabía; espacios públicos para estar sin tener que pagar, consumir o pertenecer a ninguna institución. De la misma forma que se ponen enormes esfuerzos en la producción de actividades y en la edificación de centros culturales, deberían invertirse energías y fondos en la construcción de espacios desestimulados, en santuarios del silencio; en donde estén todas las condiciones dadas para separarse de la agitación urbana, para poder concentrarse en algo, o simplemente para estar en mute visual y/o auditivo. La calidad de una biblioteca pública no solo se configura por el material o catálogo disponible, sino que es central la calidad del espacio creada para estar, para sentirse cómodo y poder entrar en un flujo de concentración durante horas, en el centro mismo del ajetreo, justo al lado de donde lo orgiástico de la urbanidad tiene lugar. Dicho de otro modo, la oferta cultural que pretende copar esa necesidad de dispersión en la vida urbana requiere, de forma paralela, espacios dónde la necesidad de vacío se pueda satisfacer; sin ellos, los estímulos sensoriales creados en nombre de la cultura son mero ruido, un exceso.

Quizás lo único que extraño desde mi retorno es seguir experimentando esos espacios de silencio públicos. Santiago tiene un par de bibliotecas públicas buenas, las que me abstengo aquí de nombrar, pero solo estoy de vez en cuando por allá. Me encantaría seguir catando bibliotecas en Chile, en Valparaíso, en Viña, en Puerto Montt, en Talca, en Antofagasta, en la Serena, en Rancagua, que todas las regiones tuvieran un santuario del silencio. En estas ciudades hay bibliotecas públicas, sin embargo no basta con que haya un edificio al que le cuelguen un letrero de Biblioteca Pública para decir que es un espacio de silencio. Existen ciertas características que permiten la emergencia dicho lugar. Aquí nombro solo algunas de ellas:

i) Temperatura perfecta –ni frío ni calor, independiente de la estación–.
ii) Ergonomía de los muebles –perfecto para todos los tamaños, o que personas con estaturas disímiles se sientan igual de cómodas en esa combinación silla-mesa–.
iii) Baños: limpios, –que no constituya una aventura olfativa ni un riesgo sanitario usarlos –y no alejados de la sala de lectura.
iv) Ventilación –oxigenación pertinente para el funcionamiento cerebral–.
v) Máquinas con café a un módico precio.
vi) Pequeño patio o lugar común –para ir a cahuinear con los amigos, o con quien acabas de conocer después de unas miradas de mesa a mesa–.
vii) Conexión a wifi, buena –no tener que pagar, consumir, o pertenecer a ninguna institución para estar conectado a internet–.
viii) Lugar accesible y no aislado, central respecto a donde la vida urbana tiene lugar.
ix) Amplitud y apertura del espacio.
x) Cafetería donde haya una posibilidad de menú barato, como una sopita con pan –para que el olvido o la falta de tiempo para hacer el pote de comida diario no constituya una tortura mental–.

Paz Hernández

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