Publicidad

Destitución o impunidad

Por: Juan Pablo Barros


Señor Director:

Para leer y escribir este texto es necesario que lector y escritor juguemos un juego. Se requiere que, al jugar, como cuando niños, pensemos que ese juego es de verdad.

Es una dinámica de roles antigua y pasada de moda, como la gallinita ciega. Muchos lectores no conocerán el viejo pasatiempo, necesario para saltar de palabra en palabra, sorteando estos párrafos. Aún así les pediré que jueguen, porque no es difícil. Es tan sencillo que el juego se llama igual que su única regla. Es el juego de creer que la República de Chile vale la pena.

Que la idea de la existencia de ese estado nacional no es una completa entelequia que se invoca sólo con el fin de usar la desvencijada estructura estatal como tenaza y escudo para poder estafar a transeúntes y televidentes incautos.

Me voy a entregar a ese juego con toda mi alma en las próximas líneas, así que les voy a pedir que no sean malos. Que no me dejen solo, delirando en medio de ese hostil laberinto hecho de códigos, oficinas, cartapacios y membretes institucionales. No me pidan que me detenga a explicar por qué jugar a algo tan excéntrico. Solo diré que quizá cambiar de tablero es muy difícil sin botar todas las piezas al suelo. Y entre las piezas hay niños y ancianos, que
no quiero que se pierdan debajo de un mueble, o que alguien con pala y escoba bote a la basura.

Finalmente, dar todas estas explicaciones refleja el punto en que se encuentra la partida.

Cuesta mucho jugar al juego. La República, se sabe, se ha transformado en una pantomima que los principales apostadores ejecutan, pero no respetan. Se entorchan bandas y visten dignidades, pero se tientan de la risa cuando les muestran una cifra de muertos. Ya sabemos, mandan a las personas a madrugar si sube el metro; a comprar flores, cuando sube el precio del resto de los artículos; a utilizar el tiempo de espera en los hospitales para socializar. Y hasta el cansancio nos enteramos que, por todos los caminos posibles, han roto la única regla. La de hacer como que la República era algo importante. Que tenía futuro. Que era un barco que iba a alguna parte. Han rematado las fichas, usado de papel higiénico el tablero, puesto en venta legislaciones y convertido la política en un sicariato blando, apto para miedosos y petimetres de edificio corporativo. Allí se mata lento, por encargo del mejor postor. Nuestra institucionalidad más alta es una ganzúa para dejar sin peces a pescadores, sin agua a campesinos y sedientos, sin salud a enfermos, a niños sin educación y a viejos sin vejez. Un sicariato blando que se transforma en duro, que balea, tortura y escenifica la inculpación, cuando se pierde la manija de las cosas. Siempre con el sicario de juguete saliendo limpio, peinado y con el traje planchado después de cada una de sus aventuras.

Cuesta jugar a la República de Chile, y sin embargo la enorme multitud que sale a protestar es la única que parece querer tomarse el juego en serio. Suponen que ellos y sus hijos llegarán a viejos. Que hay un mañana más allá de la rapiña. Aún así, necesitan algo grande, algo en realidad muy refundacional para seguir jugando.

¿Qué es eso tan necesario? ¿Cuál es la jugada que va justo antes de escribir constituciones y abolir los verdaderos saqueos y evasiones? La respuesta la dicta la propias razón de la crisis. La falta de legitimidad que, como serpiente que se autogenera, se enrosca y se muerde su propia cola, que se llama impunidad para abusar. Ese círculo debe ser roto.

En este panorama, el acto simbólico más refundacional posible es que la elite pague los platos que rompió. Asombraría, porque sería algo inedito. Y resulta difícil creer que esa clase política entregada por décadas, en su mayoría, al sicariato blando, se encargue de que suceda. Pero la única forma de volver a creer en el juego es que caiga un gobierno que creó el caos y llevó al país al borde de la zozobra a base de basurear a la gente.

Hay responsabilidades que deben ser aclaradas en largos juicios. Una comisión oficial e independiente de investigación debe, tarde o temprano, explicar a la República detalles de lo que pasó. Debe revisarse el abundante material que da señas de montaje, de incendios difíciles de explicar, de cuerpos calcinados de personas que no murieron por el fuego, de torturas, abusos policiales e ilegalidad en la implementación del estado de emergencia. Pero hay otras acciones personales del Presidente que ocurrieron a la luz del día, delante de cámaras y ante los ojos de todos. Sebastián Piñera difundió, en medio de la crisis, información falsa. Y la reiteró con la ayuda de su esposa en un audio que se filtró sospechosamente. Habló de hospitales siendo atacados.

Difundió la versión de un asalto al aeropuerto. Cosas de las que no hay ningún indicio, pero que sembraban el pánico que justificaría un shock represivo. Informó al país que se encontraba en guerra con un “poderoso” enemigo, que no identificó pero decía conocer. Un enemigo y una guerra misteriosa que en 24 horas había olvidado por completo.

Es parte de la democracia la salida abrupta de presidentes que comenten errores tan profundos. Y parece innecesario tener que aclararlo, pero el argumento de la clase política será que eso rompería cierto orden democrático. Claro, la democracia entendida como un contrato de procedimientos de rutina se ve fuertemente remecida por el uso de procedimientos límites, pero institucionales, como la acusación constitucional. Es parte de esa idiosincrasia, que muere hoy en la calle, atribuir al modelo democrático el carácter de un contrato oleado y fatal. Ese “come y calla” que es expresión del presidencialismo cuasi monárquico chileno. Basta. Las democracias de verdad son las que destituyen gobiernos repudiados. ¿Acaso queremos entender la democracia como el simple transcurrir sordo de los procedimientos de costumbre? ¿O más bien como una herramienta puesta al servicio de valorar y resguardar la soberanía y voluntad de la gente? ¿Sin hablar de un sistema puesto sobre todo en defensa de sus derechos humanos?

Depende de la clase política entenderlo. Porque Piñera puede ser acusado judicialmente y procesado por ministro de fuero. O sea, el rumbo puede volverse tortuoso y lleno de contiendas de competencias si el apego al poder de la bancada derechista y las carencias psicológicas del presidente, ese narcisismo que le impediría renunciar aunque fuera el último habitante del país, son las que dominan el panorama. Los dueños de Chile y la clase política debieran dejarlo caer por instinto de conservación. Porque su permanencia, junto con consagrar la impunidad política que es la base de la crisis, condenará al país a agonizar a fuego lento durante dos años en manos de una persona que da muestras de no estar del todo en sus cabales, y que no es querida ni por capitanes ni por pajes.

¿Qué es incierto el futuro tras la acusación? Me cuesta pensar en un presente más incierto que el día a día que transcurre sin ella.

Juan Pablo Barros

Publicidad

Tendencias