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Agredir al psicólogo: el síntoma que no queremos ver

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Por: Pablo Castro Carrasco


Señor director: 

Una vez más, la violencia escolar salta a los titulares. Esta vez, en Taltal, un estudiante de 12 años atacó con un cuchillo carnicero a un psicólogo escolar durante una sesión de acompañamiento. El hecho, por su gravedad y por el lugar en que ocurre —una sesión de apoyo—, nos obliga a detenernos. No solo por la violencia en sí, sino por lo que revela: el desborde de un sistema que no está dando abasto, ni siquiera para proteger a quienes están allí para contener.

Cuando los hechos se repiten, pero las explicaciones siguen siendo las mismas, algo no está funcionando. La reacción inmediata suele girar en torno a protocolos, medidas disciplinarias y sanciones. Pero este caso, como otros recientes, no se resuelve con respuestas administrativas. Porque si un psicólogo, figura clave en los equipos de apoyo psicosocial, es agredido durante el ejercicio de su labor, entonces el problema es más profundo que un “quiebre de convivencia”. Es una señal de alerta sobre las condiciones reales que viven los establecimientos y sobre la fragilidad de los espacios que supuestamente están destinados al cuidado.

No conocemos los detalles del contexto personal del estudiante ni las circunstancias exactas del hecho. Pero eso no puede convertirse en una excusa para cerrar el caso rápido, ni para individualizar la responsabilidad. Hacerlo es seguir leyendo la violencia desde una lógica fragmentada: como un problema de conducta, de salud mental o de falta de autoridad. Nos negamos a mirar lo evidente: que algo está fallando cuando las escuelas no solo no logran contener el malestar, sino que terminan amplificándolo.

El rol del psicólogo escolar suele ser invisibilizado. Su trabajo se mueve entre diagnósticos, informes y contención emocional, todo con poco tiempo, pocos recursos y alta demanda. Y ahora también, con riesgo. Que esta agresión se haya producido en una instancia de apoyo psicosocial no es solo un dato, es una metáfora dolorosa de cómo en ocasiones tratamos la convivencia escolar: como un trámite que hay que cumplir, más que como una apuesta formativa.

Este hecho no puede servir para endurecer normativas ni para reforzar discursos de control. Tampoco puede ser instrumentalizado para cuestionar la inclusión o alimentar estigmas hacia estudiantes con necesidades educativas especiales, si ese fuera el caso. Lo que debería preocuparnos es por qué, cada vez más, las escuelas parecen estar solas, cargando con responsabilidades que exceden su marco de acción.

Insistimos: la violencia escolar no es un problema que se resuelva con castigos ejemplares. Es un síntoma. Y como todo síntoma, si no se escucha, se repite. Esta vez fue un psicólogo. Mañana puede ser cualquiera. Seguir ignorando esta señal sería, otra vez, elegir no ver.

Pablo Castro Carrasco

Dr  en psicología

Centro de investigación en teorías subjetivas

Universidad de La Serena

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