Publicidad
Mi 5 de octubre: reporteando entre bombazos el comando de Pinochet Opinión

Mi 5 de octubre: reporteando entre bombazos el comando de Pinochet

Yo estaba tenso. Sabía lo fundamental de ese día, se jugaba todo y podía pasar cualquier cosa. Había preparado un escenario para entrar en la clandestinidad, no estaba dispuesto a un segundo exilio. Yo había vuelto a Chile desde mi destierro en Berlín Occidental a combatir la dictadura, desde donde fuera posible. Fue mi sueño en el destierro y lo fue en el periodismo. Fortín Mapocho era un hervidero, carreras por todos lados, abrazos, se respiraba emoción. El Gato Gamboa me dijo «anda a votar y no olvides ir después, por la tarde, al comando del Sí».


Esa madrugada dormí poco. Pasadas las cinco me despertaron los bombazos. Alcancé a contar –creo– diez o más. Se interrumpió la energía eléctrica, tomé una linterna y salí a la selva, que era la más de media hectárea del refugio de Neruda y Delia: la casona de Michoacán en Lynch Norte 164 en La Reina. Selva. La naturaleza trastornada con los años. Nadie la intervenía. Delia, La Hormiga, tenía entonces 103 años. Estaba ahí, la cuidaba Rosita, y yo, vivía en una pequeña casita detrás.

Salí a la calle. Oscuridad absoluta. Otros bombazos. Pinochet quería de nuevo imponer el terror para manejar el voto. Volví a entrar y preparé café. Debía salir muy temprano a cumplir mi deber de periodista para Fortín Mapocho. Su director, Alberto «Gato» Gamboa, me había dicho:

Gato, muy temprano mañana. Votas, cubres el local de votación y vuelves para escribir. Por la tarde te quiero en el comando de los pinochetistas. Tú lo vas a cubrir hasta la noche, hasta que las velas no ardan. 

El Gato me tiraba a los leones. Yo feliz. Ahí quería estar justamente.

Amaneció. Antes de salir miré la selva, las rosas blancas estaban fragantes, las uvas todavía no se divisaban en los álamos, las parras desbocadas. Rosita me despidió con la mano desde la ventana. Delia dormía, me dijo, y me deseó mucha suerte.

Poco transporte. Hice seña a un auto. Se detuvo y subí.

–¿Dónde va? –me preguntó el conductor.

–Soy periodista, voy a trabajar, trabajo en Fortín.

–Ah… oiga, cuídese… Uhm… Fortín

–¿Va a votar hoy? –me preguntó.

–Por supuesto… y voto No… ¿Y usted?

–Ah… somos dos… yo también voy a votar No…

Me dejó frente a Fortín en Agustinas 1849. Nos estrechamos las manos.

–Vamos a ganar –me dijo sonriente.

Le devolví la sonrisa. Yo estaba tenso. Sabía lo fundamental de ese día, se jugaba todo y podía pasar cualquier cosa. Había preparado un escenario para entrar en la clandestinidad, no estaba dispuesto a un segundo exilio. Yo había vuelto a Chile desde mi destierro en Berlín Occidental a combatir la dictadura, desde donde fuera posible. Fue mi sueño en el destierro y lo fue en el periodismo.

El Fortín Mapocho era un hervidero, carreras por todos lados, abrazos, se respiraba emoción. El Gato Gamboa me dijo «anda a votar y no olvides, después por la tarde al comando del «.

Me fui caminando al Liceo de Aplicación a la entrada de Cumming. Ahí debía votar, porque desde Fortín habíamos ido en masa a inscribirnos en los nuevos registros electorales. A las ocho de la mañana estaban todas las mesas constituidas, mucha gente en las filas para votar. Pinochet y sus cómplices civiles perdían la primera batalla.

[cita tipo=»destaque»]Me instalé en una mesa. Había algunas dispuestas para la prensa. Mucha prensa internacional. Yo escuchaba por un oído con un audífono Radio Cooperativa. Comenzaban a conocerse resultados de grupos aleatorios de mesas, el No ganaba, estrecho, casi siempre. Yo anotaba resultados en un papel, sumaba varios resultados y sacaba porcentajes. Ganaba el No, estaba claro, se había empezado a marcar tendencia como ocurre en las elecciones. Pero el maestro de ceremonia contradecía. «Vamos ganando… vamos ganando… gana nuestro general Pinochet», gritaba  arriba del escenario. Y se escuchaba el estruendo: «¡Pinochet… Pinochet… Pinochet…!».[/cita]

Me tocó el turno. Recibí el voto y entré a la caseta. Me temblaba la mano de emoción. Revisé unas cinco veces que efectivamente había marcado el No. Doblé el voto nervioso y me murmuré: ¡Hoy te cortamos la bolas, cabrón de mierda…! Salí, metí el voto en la urna y me aseguré de que entró bien. Di un palmazo encima de la caja.

Me quedé dando vueltas por el local. Verificando que todo marchaba bien. Que no hubiese movimientos raros. Los milicos estaban tranquilos cuidando el recinto, me acerqué al jefe del local.

–¿Todo tranquilo, oficial?

–¿Y usted quién es? –me preguntó.

Saqué orgulloso mi credencial y se la mostré: «Soy periodista de Fortín Mapocho«.

–Ah… oiga, ustedes… Sí.. .está todo tranquilo…

Por dentro yo sonreía y pensaba… los obligamos al plebiscito… carajos…

Volví caminando al diario. Recuerdo que me hizo bien caminar, estirar las piernas, quemar un poco de energía, botar un poco de nervios. Pasé a la San Camilo y me compré un pastel y un jugo que me lo fui comiendo por la calle.

Estaba todo tranquilo, una tranquilidad inquieta, vibrante. Nadie sabía qué pasaría cuando llegara la noche, cuando las cartas estuvieran jugadas.

En el diario mucho movimiento. Los teléfonos no paraban de sonar, casi todos ya estaban afuera reporteando, quedaba el equipo de mesa, los que recibían información. El Gato –en su oficina– ensayando en su máquina de escribir posibles titulares según los resultados.

Me puse a escribir lo reporteado en el local se votación. Se me borra un poco lo que hice en el tiempo que transcurrió. Hasta que llegó la hora. «Gato, ándate ya al local de Pinochet. No te muevas de ahí», me dijo el Gato Gamboa.

El voto materno

Era temprano aún. No me fui directo al comando del Sí, volví caminando al local donde voté, quería ser testigo de la apertura de las mesas. En la número 20 se abrió la urna, parece que fue la primera, nunca olvidé el número de esa mesa por lo que ocurrió. Comenzó el conteo, vocales y apoderados en sus puestos.

Sí… Sí… Sí… No… Sí… No… No… ¡Sí, conchetumadre…! –trifulca.

–¡Ese voto es nulo! –dijo el apoderado del No.

–¡Cómo va a ser nulo… ese voto es válido… ¿no ve que dice Sí?

–Sí, pero dice conchetumadre… es nulo… y por último es voto del No, porque le está sacando la madre a Pinochet… ese no votó por el Sí…

Gritos. Pelotera. Se había agolpado gente que esperaba en el local el cierre de las mesas.

–¡Nulo… Nulo… Nulo…! –empezó a gritar un grupo.

–¡Llamen a la guardia! –gritó el presidente de la mesa.

Pero la guardia ya venía en camino al escuchar el griterío. Llegó más gente a la mesa.

–¡Nulo… Nulo… Nulo…! –los gritos subieron de tono.

La guardia militar intervino, ordenó silencio. Recuerdo que el oficial dijo que el voto era para Pinochet porque lo que mandaba era la preferencia… el Sí. «La grosería no importa», dijo el oficial.

La gente alrededor reclamó. Se volvió a escuchar el «¡nulo… nulo…!».

Al final, el presidente de la mesa se vio obligado a declarar que el voto era nulo. Los que se agrupaban alrededor celebraron. Siguió el conteo.

En esa mesa ganó el No por pocos votos. Entonces se desató la fiesta. La gente comenzó a gritar en contra de Pinochet, la guardia militar ya no pudo impedir los gritos. Desde otras mesas se escucharon más gritos. También ganaba el No, siempre estrecho, pero ganaba. Se me salieron las lágrimas. A eso había regresado. A aportar mi humilde grano de arena para botar la dictadura.

Y se apagaron las luces

Mi fui caminando, creo que eran pasadas las seis de la tarde. Paradoja. El local del a Pinochet estaba justo frente a Londres 38, donde la DINA había torturado y asesinado, desde donde salieron los camiones tres cuartos de la Pesquera Arauco para tirar prisioneros al mar en San Antonio a bordo del remolcador Kiwi.

Ya no era Londres 38, sino 40. Le habían cambiado la numeración.

Era una casona. Saqué mi credencial y me la colgué al cuello.

–No, usted no entra –me dijo un mastodonte–, Fortín Mapocho no entra.

–Vengo a trabajar, soy periodista y tengo que entrar.

–Ustedes son odiosos y han mentido mucho –recuerdo que me dijo el mastodonte.

Preferí buscarle por la buena. Le sobé un poco el lomazo que tenía.

–Oiga, pero si toda la prensa está adentro. Déjeme entrar, no ve que después me retan… si está todo tranquilo…

El mastodonte me miró.

–Voy a preguntar –dijo.

Volvió y me dejó entrar.

Un inmenso lugar. Primer piso, una especie de galpón, unas doscientas personas invitadas. Varias mesas dispuestas, bebidas, jugos, sandwiches. Me parece que también algunos globos y serpentina. Un escenario, un maestro de ceremonia, micrófono, muchas luces. Ambiente festivo. Gritos. ¡Pinochet… Pinochet… Pinochet…! ¡Viva Pinochet nuestro salvador…Viva…! 

Me instalé en una mesa. Había algunas dispuestas para la prensa. Mucha prensa internacional. Yo escuchaba por un oído con un audífono Radio Cooperativa. Comenzaban a conocerse resultados de grupos aleatorios de mesas, el No ganaba, estrecho, casi siempre. Yo anotaba resultados en un papel, sumaba varios resultados y sacaba porcentajes. Ganaba el No, estaba claro, se había empezado a marcar tendencia como ocurre en las elecciones. Pero el maestro de ceremonia contradecía. «Vamos ganando… vamos ganando… gana nuestro general Pinochet», gritaba  arriba del escenario. Y se escuchaba el estruendo: «¡Pinochet…Pinochet…Pinochet…!».

El maestro lo repitió varias veces más: ¡Vamos ganando…vamos ganando…!

De pronto sentí una mano en el hombro.

–Oiga, vi lo que está anotando… ¿de dónde saca que gana el No si va ganando Pinochet?

–Estoy escuchando la radio… la información de resultados parciales dice que va ganando el No…

–¿Qué radio? –dijo el hombre con enojo.

–La Cooperativa

–Ah, pero esa es comunista… están mintiendo… ¿acaso no escucha que están diciendo que gana Pinochet?

–Pero yo le creo a la radio. Son resultados de muchas mesas juntas…

El hombre quiso echarme del lugar. Otros le dijeron ¡déjalo… déjalo…!

Yo seguí anotando, sumando, sacando porcentajes. La tendencia era irreversible.

De pronto junto a otros periodistas nos dimos cuenta de que pasaba algo. Desapareció el maestro de ceremonia, desaparecieron del lugar los dirigentes del comando. Pasaban los minutos y nada. No aparecían.

Me paré y salí a un gran patio interior. Recuerdo que fuimos dos o tres periodistas que iniciamos la búsqueda. Abrimos una puerta. Nadie, pero sí había muchas botellas de champaña en el piso para celebrar.

Abrimos otra puerta. Ahí estaba el maestro y los dirigentes reunidos. Nos echaron. Pasaron otros veinte o treinta minutos y en el salón apareció el maestro de ceremonia, se encendieron las luces. Le temblaba la barbilla. Lo recuerdo nítido.

–Compatriotas, ya está claro, nuestro general ha ganado, pero el No se ha acercado… pero ganamos… seguro… les pedimos que se vayan a la casa y vuelvan mañana en la mañana aquí mismo para celebrar el triunfo… ¡Vamos a celebrar…!

«¡Pinochet… Pinochet… Pinochet… vamos a hundir a todos esos comunistas hediondos… upelientos», gritó una señora encaramada en una silla.

El maestro volvió a desaparecer y se apagaron las luces del lugar. Ya oscurecía en Santiago. Los invitados estaban confundidos, comenzaron a salir.

–¡Vamos a celebrar ahora! –gritó la misma pinochetista arriba de la silla. –¡Viva Pinochet, mierda!

Pero ya el ambiente había decaído. Me levanté de la mesa y salí. Para mí el mensaje era claro. Habían perdido y estaban manejando los resultados.

Salí solo. Ya estaba oscuro. Caminé por calle Londres para salir a la Alameda, que estada desolada, habían cortado el tráfico en el sector. La crucé, quería llegar al hotel Galerías en la esquina con San Antonio, porque ahí estaba reunida la oposición.

En medio de la Alameda había un oficial de Carabineros. Me llamó con la mano. Vio mi credencial de prensa colgada al cuello.

–Oiga, ¿quién ganó, se sabe ya…?

–Ganó el Nooficial… ya está claro…

Su reacción tampoco la olvidé jamás.

–Al fin va a terminar está huevá… Oiga, pero veo su credencial… usted es periodista de Fortín Mapocho… tiene que cuidarse, mire que no sabemos qué va a pasar ahora… algunos leemos su diario escondidos.

Me emocionó la reacción del oficial. Habíamos cumplido una misión como diario opositor.

El oficial se acercó y me dio un abrazo. Nos abrazamos fuerte. Nunca supe su nombre. La noche estaba desatada. A lo lejos escuché sirenas. Entré al salón del hotel. La oposición celebraba. En La Moneda Pinochet reunió a la Junta. Años después el general Matthei me confidenció, en una entrevista para La Nación, que esa noche Pinochet quiso sacar los tanques a la calle, revertir la derrota. No se le aceptaron.

Salí del hotel y me fui al diario. En el camino me sumé al carnaval. La Alameda poblada. ¡Ganó el No… Ganó el No…!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias