Extraña fue la pregunta sobre los abusos sexuales que le dirigió el fiscal al cardenal Errázuriz: ¿son pecados o delitos? Pero todavía más extraña fue la respuesta del cardenal: “Al principio se consideró pecado, luego una deformación psicológica y luego un delito”.
Con tan rudimentaria teología moral, el obispo, cuyas funciones canónicas son las de enseñar, gobernar y santificar la Iglesia, revelaba que el negligente gobierno de la Iglesia católica en cada uno de los casos de abuso sexual era también consecuencia de la falta de diligencia en el cumplimiento de su obligación episcopal de conocer para luego enseñar la doctrina que profesa.
El cardenal Errázuriz estaba obligado a saber lo que el fiscal no era culpable de ignorar: que los abusos sexuales no solo mostraban la lujuria clerical sino también su injusticia.
Por oposición al enfermizo celo victoriano que centró toda la moral en la moral sexual, hoy se experimenta rechazo por un término como este de “lujuria” que, al parecer, solo sirve en contextos pornográficos, humorísticos o sarcásticos. El antiguo acento puritano en las detalladas prohibiciones del tálamo oscureció el reconocimiento de la bondad originaria del deseo sexual, sin el cual perdía sustento toda sensata proscripción ofrecida libremente a la conciencia.
Pero, llámesele como se quiera, para la doctrina católica es un dato que el ejercicio razonable de la propia sexualidad en este mundo es una de las condiciones para esa realización humana integral que solo en el otro mundo, en ese cielo que es objeto de la peculiar esperanza cristiana, tendrá su consumación definitiva. La lujuria, es decir, la disposición al desorden sexual, es un vicio que inclina a la ejecución de actos sexuales que son más pecaminosos cuanto más se alejan de lo que los Evangelios entienden por amor verdadero, como los abusos sexuales, que se hallan en las antípodas de la manifestación sexual de ese amor.
Mientras sean actos libres, mientras no sean una enfermedad que deba ser médicamente tratada, para este tipo de pecados existen los antiguos remedios ascéticos de la vigilancia, la oración y la penitencia. En lo que tienen de estrictamente íntimos, quedan excluidos del fuero estatal, pues a la ley no le concierne andar buscando la castidad total de la población.
Pero autoridades eclesiásticas en todo el mundo olvidaron que los abusos sexuales, que son pecados íntimos de lujuria, son también pecados públicos de injusticia. Tanta concentración suya en el carácter sexual de los abusos sexuales, les dejó en la periferia su carácter abusivo y, de tanto pensar en los necesarios remedios contra la lujuria, se olvidaron los necesarios remedios contra la injusticia.
La justicia reclama dar a cada uno el trato que le corresponde y eso que a cada uno corresponde se encuentra normalmente determinado en las leyes seculares exigidas por el bien común. Si toda autoridad legítima ha sido puesta por Dios, la infracción de la ley secular es un pecaminoso acto de injusticia: porque los abusos sexuales son delitos tipificados por una ley secular justa, son, por eso mismo, pecados graves cuyo perdón exige el arrepentimiento, el propósito de enmienda y la reparación.
Las autoridades de la Iglesia olvidaron que el remedio contra la injusticia reclama el restablecimiento del orden quebrantado. Como, además del orden canónico, dicho orden era también el de la ley secular, entonces la justicia demandaba igualmente remedios seculares: la pena y la indemnización fijadas en un debido proceso.
Cuando razones estrictamente religiosas remitían, por consiguiente, al respeto de la ley secular, ciertas autoridades canónicas, por contraste, sumaban su propio pecado de encubridora injusticia a la injusticia de sus lujuriosos clérigos contra las víctimas y contra el cuerpo social.
Así, mientras los conservadores no veían en los abusos sexuales sino lujuria y los progresistas no veían injusticia sino en la de las estructuras socioeconómicas, ni unos ni otros eran capaces de advertir que también en materia sexual la justicia requería dar a cada uno, niños y adultos, hombres y mujeres, laicos y clérigos, el trato que a su sola dignidad humana correspondía.