“¿Está usted a favor o en contra de la PSU?” parece ser la pregunta de moda estas semanas. Ha ocurrido de todo, incluyendo violencia, querellas, filtración de pruebas y hasta una declaración de la UNICEF. Incluso el origen de la Prueba de Selección Universitaria es polémico. Hasta el año 2002 existió la famosa PAA (Prueba de Aptitud Académica), la que estaba centrada en medir la habilidad de comprender y resolver problemas más que en medir contenidos. En buen chileno, la PAA trataba de medir la “cachativa” o “chispeza” del estudiante y no sólo si “había visto la materia”. La prueba fue acusada de discriminatoria, pues quienes egresaban del sistema público tenían resultados tan malos que en la práctica se les hacía casi imposible llegar a las universidades. Por eso, se abolió la PAA y se propuso cambiarla, por una prueba que midiera contenidos (lo que de alguna forma sería más igualitario). La prueba que iba a conseguir tan noble objetivo (el SIES) se diseñó tan mal que nunca se implementó. La PSU fue el parche provisional que con promesas de mayor igualdad reemplazó a la PAA hasta ahora.
La situación era claramente absurda. La PAA era sólo un termómetro indicando en forma precisa que nuestra sociedad tiene una fiebre maligna: La educación chilena es mala, y la pública es pésima. La genial lógica concertacionista de la época fue que en lugar de tratar la enfermedad y curar la fiebre, debíamos
¡Echar a perder el termómetro!
El panorama es peor que lo que uno sospecha. Cuando echas a perder lo bueno para adaptarlo a lo malo, sólo acabas teniendo dos problemas en donde antes tenías uno. Los problemas se corrigen, no se compensan. La consecuencia de décadas de “facilismo compensatorio” de nuestros gobiernos es multiplicar errores y enquistarlos. Cada nueva capa de burocracia se adapta a los desastres previos, haciendo cada vez más difícil corregirlos.
Por eso no debería sorprender que la PSU haya empeorado con el tiempo. Su precisión para medir lo que debería medir y su capacidad de predecir el desempeño académico de alguien son cada vez más nebulosas. Sin embargo, pese a todas sus deficiencias es un termómetro que sigue indicando el mismo diagnóstico que la PAA hace dos décadas: La educación pública chilena es pésima.
La PSU, la PAA o cualquier otra prueba son sólo instrumentos de medida. Podemos discutir sobre cuán precisa es una prueba, pero echarle la culpa al termómetro de la discriminación no funciona. La discriminación ocurre desde la más tierna infancia. La educación pública daña a nuestros niños a tal grado que cuando llegan a adultos muchos de ellos no tienen las habilidades básicas necesarias para incorporarse a la educación superior, ni las habilidades para desarrollarse ellos mismos y menos al país.
No hay ninguna prueba, por buena que sea, que pueda borrar esa triste realidad.
En vista de todo lo anterior, es natural que muchos exijan el fin de cualquier tipo de prueba de admisión universitaria. Sin embargo, eso es caer en el mismo facilísimo compensatorio y multiplicador de problemas que nos trajo hasta aquí. En nuestro ejemplo del termómetro, es equivalente a ver a nuestro paciente ardiendo en fiebre y decidir que la gran solución es ¡romper el termómetro y dar de alta al enfermo como si no pasara nada! Obviamente, una pésima idea. Si no le parece tan claro, déjeme contarle un poco sobre las “universidades” privadas y las consecuencias de no tener una prueba de admisión.
El año 1980 nos dejó, además de nuestra polémica Constitución, el DFL 1 que dio origen a lo que ahora conocemos como “las privadas”. Como conjunto, son tan criticables que cuesta saber por donde empezar, pero en el contexto de la PSU el problema radica en una verdad incómoda: el significado de “carrera de X años de duración”. Esa frase significa que un joven bien preparado, que maneja en forma óptima un conjunto de habilidades lingüísticas, matemáticas y lógicas fundamentales, al esforzarse al máximo durante X años se transformará en el profesional en cuestión. Lo bueno cuesta, y llegar a ser un profesional en algo es difícil por definición.
Las privadas saben que la mayor parte de los jóvenes que reciben no cumplen esos requisitos ni remotamente, y saben que ellos casi no tienen oportunidades de llegar a ser verdaderos profesionales de las carreras ofertadas. El engaño funciona porque muchos se dejan ilusionar en la desesperación por encontrar una salida a la precariedad que está en la raíz de nuestra crisis social, y no porque les guste la carrera en sí. Frente a pensiones paupérrimas y un sistema salud en mal estado, volver a la pobreza es un espectro siempre presente. La promesa de un supuesto título-ticket para salir de la zona de riesgo se vuelve demasiado irresistible como para ignorarla.
Sin embargo, no hay que meter todo en un mismo saco: algunas privadas trabajan con empeño por mejorar su calidad, y algunos estudiantes afortunados a punta de esfuerzo logran sobreponerse a todas las dificultades y llegan a ser buenos profesionales. Pero en general la estafa de dejar ingresar jóvenes sin la preparación necesaria al sistema universitario tiene pocos finales felices. Muchas veces la privada actúa como supermercado que vende títulos y el estudiante como cliente ansioso de comprarlos. El profesor queda atrapado entre ambos como un simple estorbo incómodo en medio de una transacción comercial. Es presionado para diluir cursos y evaluaciones más allá de lo ético, llegándose a veces incluso al punto de exigir tasas de aprobación. El resultado es esperable: un mercado laboral saturado, de sueldos bajos y lleno de “profesionales” endeudados incapaces de realizar las tareas que deberían poder hacer. Y para guinda de la torta, muchas veces las privadas justifican esta venta de humo y mercadeo de títulos diciendo que están dando una oportunidad a un joven desdichado. Al engaño añaden infamia.
Eso es sólo el comienzo: Nuestros gobiernos siempre son creativos multiplicando problemas. Por ejemplo, pese a tener una PSU de dudosa calidad, un esquema de gratuidad mezquino para estudiantes y universidades, y una educación pública pésima, el gobierno tiene el descaro de exigir que se repruebe la menor cantidad de estudiantes posible como parámetro de acreditación universitaria. Reprobar un estudiante que no ha desarrollado las capacidades necesarias es un deber moral. Es en beneficio del propio estudiante, para que no siga desperdiciando tiempo valioso y el dinero duramente ganado por su familia.
Además, las vidas, la salud y el bienestar de enormes cantidades de personas dependen de tener profesionales bien preparados. Pero al Estado eso poco le importa: sólo quiere que las universidades hagan mal su trabajo para disimular la vergonzosa situación de la educación pública.
Las universidades más serias tratan de enfrentar este dilema con las más variadas estrategias: atraer mejores puntajes, crear remediales, tutorías y propedeúticos, usar nuevas técnicas de enseñanza y un sinfín de otras ideas para intentar transformar las víctimas de nuestro sistema escolar en estudiantes universitarios. Es un trabajo duro y muy noble, del cual muchos nos enorgullecemos de haber participado. Pero pese a todo, queda un gusto amargo. Ojalá esté equivocado, pero pienso que por mucho que nos esforcemos con todo el corazón y la mejor de las intenciones, siempre será imposible curar con sólo un par de semestres remediales en la universidad doce años de discriminación escolar. Además, al hacer este tipo de esfuerzos bien intencionados caemos de nuevo en el juego del “facilismo compensatorio”. El rol de las universidades no es compensar los errores que comete el Estado para que él pueda seguir maltratando nuevas generaciones de niños impunemente. Quizás deberíamos dejar de ser sus cómplices y negarnos en forma tajante a recibir estudiantes mal preparados en las universidades, y denunciar y enfrentar al Estado hasta que el escozor lo obligue a crear un sistema de educación público decente para nuestros niños.
Estamos en una situación difícil. Debido a nuestro sistema educativo escolar discriminador necesitamos una prueba de admisión. Ilusionar a jóvenes que no cuentan con la preparación necesaria es cruel. Sin una prueba de admisión acabaríamos a corto plazo con una generación frustrada quemando las universidades porque el 99% reprobó Cálculo I, y al largo plazo con un mercado laboral saturado de títulos profesionales sin valor porque quienes los ostentan no logran hacer lo que deberían. Lo que sí sería positivo es reemplazar la PSU con un mejor instrumento de medida, probablemente similar a la antigua PAA. Sin embargo, cualquier prueba honesta reflejará la triste realidad de nuestro sistema escolar, y dejará fuera los jóvenes que han tenido una peor educación, los cuales en su mayoría estarán en los estratos más pobres. La única forma de resolver el problema (y no compensarlo) es mejorar la calidad de la educación pública en forma sustancial. Ése es un proceso que incluso en el mejor de los escenarios nos tomará al menos un par de décadas.
Sé que esta opinión personal amarga pero honesta probablemente ha sido incómoda por igual para personas de derecha e izquierda, de arriba y de abajo. Déjeme contarle algo agradable: mi sueño para el Chile del futuro.
Si trabajáramos duro ahora, quizás en dos décadas tendríamos un buen sistema educativo público, que prepare bien a nuestros niños para los desafíos de la vida adulta. Yo sueño con un Chile más próspero, que haya dejado el extractivismo y que tenga la ciencia y la tecnología como pilares centrales de su economía. En donde los jóvenes que ingresen a la universidad lo hagan por vocación y no porque estén tratando de escapar de la precariedad. Los que no quieran seguir el camino universitario ejercerían otros oficios y comercios en forma digna, sin temor a que ello, los arrastre a una pensión mezquina o un sistema de salud deficiente. Muchos irían a la universidad para aprender en forma libre por pura curiosidad y no por la desesperación de conseguir un título. Quiero un Chile en donde un zapatero en las tardes tome un semestre de astrofísica en forma gratuita, sólo porque quiere comprender mejor las estrellas. En un Chile así, las pruebas de admisión universitaria serían sólo un recuerdo. Cuando la fiebre no existe, los termómetros son innecesarios.