A pesar de ser menos adictivo que el tabaco o el alcohol, el uso recreativo del cannabis es muy peligroso para la salud, especialmente para los jóvenes: ¿existe una forma más eficaz de controlar su uso? Su acceso es muy peligroso para la seguridad: ¿existe una forma de asegurar que su uso no beneficie a los traficantes?
Presentamos aquí la esencia del argumento de los economistas para responder ambas preguntas a través de una serie de gráficos, que esperamos sean de fácil lectura. Aunque son incompletos, ayudan a sopesar los pros y los contras de los tres instrumentos de política pública de que disponen las autoridades para limitar el consumo de cannabis y los daños a la salud: 1) la represión, como lo hace Chile hoy en día, criminalizando la distribución y el consumo, pero con un resultado mediocre, a pesar de ser el país que reprime más fuertemente esta práctica en América Latina, pero donde la prevalencia es la tercera del mundo, antecedido solo por Israel y EE.UU.; 2) la sensibilización, sobre todo de los jóvenes, que es lo que hace la mayoría de los países; y 3) que los poderes públicos tomen el control del mercado de manera similar a lo que se hace con el tabaco y a lo que algunos países, como Canadá, Uruguay o algunos estados de EE.UU., experimentan hoy en día.
En primer lugar, debemos estar convencidos de que, aunque sea ilícita, la distribución y el consumo de cannabis obedecen en gran medida a las reglas habituales de un mercado. En particular, existe una oferta, ahora gestionada por redes mafiosas, que, entre otras muchas cosas, depende del precio: cuanto más alto es el precio, más se paga para convertirse en revendedor y afrontar los altos riesgos que conlleva. Esto puede verse en la curva ascendente azul de la figura 1. Existe igualmente una demanda de cannabis (curva naranja) que depende del precio, de nuevo entre muchas otras cosas. Cuanto más caro sea el cannabis, menos comprará el consumidor. Esta curva de la demanda tiene una fuerte pendiente por el efecto adictivo del cannabis, que hace que su consumo sea menos sensible al precio que el de otros bienes recreativos.
El equilibrio del mercado se logra cuando la demanda se encuentra con la oferta. Aquí, en el punto E1 del gráfico, el precio de equilibrio es de 6 dólares por gramo y la demanda es de 120 toneladas, dos cifras que corresponden aproximadamente a lo que los especialistas estiman que es el precio medio y el volumen consumido en Chile. Así, los ingresos de los traficantes son aproximadamente 6 veces 120 toneladas, es decir, 720 millones de dólares el área amarilla de la figura. Esta cifra es también el presupuesto que gastan en cannabis sus consumidores, especialmente los jóvenes, en toda ilegalidad y sin ningún tipo de impuestos.
Imaginemos entonces una política mucho más represiva de parte de las fuerzas policiales y judiciales que ataquen las redes de tráfico. La figura 2 da una imagen bastante realista de lo que sucedería.
El aumento de la represión supondrá un mayor riesgo para los traficantes. Por la misma cantidad vendida, el traficante querrá recibir un precio más alto. O, por un precio determinado de cannabis, el traficante venderá menos porque vale menos el riesgo. Esto es lo que nos dice la curva azul punteada del gráfico: se mueve hacia la izquierda. Si, por ejemplo, el precio se mantuviera en 6 dólares, muchos traficantes abandonarían el mercado y las ventas caerían hasta digamos 50 toneladas.
La curva de la demanda, en cambio, permanece inalterada si suponemos que la política represiva no se dirige más al acto de consumo. Por tanto, la nueva oferta satisface la demanda al precio del punto E2 del gráfico, lo que (por ejemplo) elevará el precio a 8 dólares para un consumo reducido de 100 toneladas.
¿Qué deberíamos ver? En primer lugar, un descenso del consumo de 120 a 100 toneladas: el objetivo de salud pública se ha alcanzado en parte. Por otro lado, el aumento de los precios es relativamente más fuerte que la caída del consumo, ya que este pasa de 6 a 8 dólares, debido a la relativa insensibilidad de la demanda al aumento de los precios. Por lo tanto, los ingresos de los traficantes aumentan de 720 a 800 millones (8 x 100 toneladas). Una política puramente represiva logra su objetivo de reducir el consumo, pero se topa con la paradoja de que posiblemente no afecta a los ingresos de los traficantes, o incluso los aumenta.
Mientras tanto, esta política es costosa. Por ejemplo, se estima hoy que el coste de la represión en Francia es del orden de €600 millones para la policía, y alcanza los €900 millones si añadimos los costes del sistema judicial y penitenciario para un volumen de consumo 2,5 más importante. El Estado invierte, por cierto virtuosamente desde el punto de vista de la salud pública, pero a un costo muy elevado que enriquece a los traficantes y distrae a la fuerza policial de otras tareas, en particular del consumo de alcohol y tabaco por los jóvenes.
La sensibilización de los jóvenes sobre los daños a la salud y la seguridad es, por supuesto, menos costosa. La última encuesta del Servicio Nacional para la Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol (Senda) indica, por suerte, un alza de la percepción de riesgo del cannabis y, desde luego, una disminución del consumo entre 2016 y 2018.
La figura 3 muestra que idealmente, si los jóvenes fueran sensibles a este esfuerzo educativo, sería por lejos la mejor política. Aquí, el esfuerzo se centra en la curva de la demanda: el objetivo es simplemente disuadir a los jóvenes de consumir. Si se escuchan los argumentos, los jóvenes reducirán su consumo, pero, por supuesto, siguen siendo sensibles al precio. Si el precio se ajusta bruscamente a la baja, es probable que se mantengan en su consumo anterior. Visualmente, la curva de demanda se mueve hacia la izquierda, lo que se muestra por la línea punteada naranja del gráfico. Aquí, en el nuevo equilibrio del E3 en dicho gráfico, vemos tanto una caída de los precios (ya que los consumidores son más reticentes) como una caída de la demanda. La zona azul del gráfico muestra los nuevos ingresos brutos de los traficantes: a un precio de 5 dólares por gramo y para un consumo de 100 toneladas, es de 50 millones de dólares, lo que supone una fuerte caída de los ingresos para ellos. Esto es ideal.
Sin embargo, desde hace años, se han realizado campañas de sensibilización sin que ello haya tenido un efecto significativo en la demanda, según las estadísticas de la policía y de las encuestas. Existe un factor de identificación y distinción en el consumo de los jóvenes y los no tan jóvenes en relación con las normas vigentes que los hace insensibles al discurso de la moderación, o incluso los empuja a la reacción opuesta.
De ahí la sugerencia de los economistas de lo que impropiamente se llama liberalización, cuando en realidad son las autoridades las que toman el control de la oferta del mercado, algo así como lo que se hace para otros consumos nocivos como el alcohol, el tabaco o, en otro orden de cosas, el juego. Los poderes públicos han asumido el monopolio de la oferta de cannabis, eligiendo y controlando su origen; ya no criminalizan el consumo, sin embargo, siguen prohibiéndolo para los jóvenes, como lo hacen para el alcohol. Pueden fijar directamente el precio de venta o, como en el caso del tabaco, establecer un impuesto unitario sobre el gramo de cannabis.
El Estado fijará el precio en, digamos, 9 dólares, mientras que el precio del mercado ilícito es de 6 dólares. ¿Cómo reacciona el consumidor? ¿Seguirá comprando a 6 dólares en un mercado paralelo dudoso y a veces peligroso para un producto de calidad dudosa? ¿O preferirá comprar 9 dólares en un mercado legalizado y seguro, aunque, a este precio, lamentablemente no se excluye que lo haga en mayores cantidades, debido a la incomparable seguridad y comodidad sanitaria?
En nuestro gráfico, la curva de la demanda se desplaza esta vez hacia la derecha y el nuevo equilibrio del mercado, a un precio fijo de 9 dólares, se produce para las ventas de cannabis de 110 toneladas. Algunas encuestas sugieren que este precio de 9 dólares puede muy probablemente desplazar una parte muy grande de las ventas ilícitas. (En Uruguay, el mercado ilícito sigue representando 2/3 del total, pero el precio público es mucho más barato). El Estado también podría comenzar con un precio más bajo para asegurar mejor la salida del grueso de los traficantes. Si el precio es demasiado alto, volveremos a ver algo de contrabando, como podemos ver en el caso del tabaco. Si el precio es demasiado bajo, se pierde el objetivo de reducir el consumo de cannabis.
El gráfico muestra una ligera reducción en el consumo hasta las 110 toneladas, dejando abierta la pregunta de si habrá una disminución o un ligero aumento, debido a la falta de datos de la experiencia. La respuesta probablemente radica en la cantidad de esfuerzo represivo que se mantendrá sobre el tráfico residual. Por lo tanto, sigue habiendo importantes áreas de ajuste en cualquier política de despenalización controlada del consumo. Pero hay un argumento de peso en la sección verde del gráfico: se trata de los ingresos brutos (es decir, antes de los costes relacionados) que entran en las arcas del Estado y escapan a los matones. Según el gráfico, asciende a cerca de $1.000 millones.
También hay un efecto favorable en asfixiar las redes de distribución de los traficantes. De hecho, los traficantes se benefician de las llamadas “sinergias de distribución”: utilizan sus redes bien establecidas para distribuir otros productos que son mucho más peligrosos para la salud. Para ellos, el cannabis suele ser un producto de atracción para las drogas más duras. Esto es tanto más lamentable cuanto que los estudios epidemiológicos demuestran que la adicción al cannabis no es en sí misma un peldaño hacia adicciones más fuertes y peligrosas.
Todavía existe una renuencia genuina y legítima por parte de muchas personas a permitir que el Estado asuma el control de la distribución de cannabis y a confiar el suministro de productos peligrosos a los mecanismos del mercado, aunque estén estrechamente controlados. No todo se puede vender, se podría decir. El Estado no tiene que sustituir a los traficantes.
Hay dos consideraciones aquí. La primera es hacer una distinción absoluta entre un mercado nocivo y un mercado repugnante, como un mercado de derechos de voto, o un tráfico de esclavos o de órganos. Vender tabaco o cannabis de manera controlada no es lo mismo. La segunda es más empírica: nadie –salvo unos pocos perdidos– pensaría que una distribución similar a la del tabaco sería apropiada para una droga como la heroína o ciertos nuevos productos sintéticos, que son mucho más peligrosos. Los chinos sabían algo de esto en el siglo XIX, después de perder la Guerra del Opio a manos de los comerciantes británicos ayudados por el ejército británico. O los estadounidenses, que han experimentado recientemente un mercado de opiáceos casi abierto, debido a un completo colapso del sistema de salud y al comportamiento criminal de ciertos grupos farmacéuticos. El cannabis sigue siendo, si los jóvenes se mantienen alejados de él, poco adictivo y razonablemente poco dañino, no se le puede poner en el mismo saco.