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Este es tiempo de júbilo y no de acuerdos sin contenido Opinión

Este es tiempo de júbilo y no de acuerdos sin contenido

Fernando Balcells Daniels
Por : Fernando Balcells Daniels Director Ejecutivo Fundación Chile Ciudadano
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El documento firmado por 231 personeros de la ex Concertación favorece a las instituciones fallidas por sobre el pueblo y la reinvención de las instituciones. De eso justamente tratamos de desprendernos. Quisiéramos invertir esa subordinación e instalar al pueblo, tal como los firmantes proponen y niegan, abren y cierran, como es costumbre en el texto constitucional y en la política anterior al 18 de octubre, con la que se identifican tan estrechamente los redactores de este documento. Es importante que este grupo de dirigentes declare explícitamente su apoyo al Apruebo una Nueva Constitución y una Convención Constituyente. Ellos mismos podrán aclarar la separación necesaria entre la labor instituyente y la labor legislativa.


«Chile tiene hoy una nueva oportunidad: dar un salto histórico en su desarrollo como nación democrática: crear una carta constitucional con el pueblo como única fuente de soberanía y legitimidad. Es un momento que convoca y motiva a todas las generaciones, todas las visiones ideológicas, todas las culturas, todos los estratos sociales que componen la sociedad. Todos unidos para construir nuestra casa común». 

Hasta aquí uno no puedo sino suscribir el entusiasmo democrático y popular de la introducción a la propuesta. Demasiado pronto, sin embargo, el texto cae en la descalificación de los que desconfían de las posibilidades de acuerdo con el Gobierno.

«Habrá quienes se resten o se opongan a un Acuerdo Nacional, movidos por la estrategia de la confrontación y de la polarización como vías para sus discutibles proyectos políticos».

Para muchos de nosotros, la aproximación reticente a los acuerdos con esta administración gubernamental y en este momento, no obedece a un ánimo belicoso sino a una sana desconfianza ante este Gobierno. Desde octubre, se ha acentuado la exigencia de altura de miras, de especificidad en las medidas propuestas y de profundidad en los acuerdos. Este Gobierno ha oscilado entre el respeto a las demandas ciudadanas y el ánimo de desecharlas por medio de la violencia o del engaño. Las conversaciones y las marchas deben converger en un objetivo común: que La Moneda sea consistente en el respeto a los movimientos sociales y a la apertura política entreabierta por las movilizaciones y los acuerdos.

El documento insiste, con justa razón, en la necesidad de buscar consensos, de un modo similar a lo que se hizo en el final de la dictadura.

«Esos consensos permitieron los avances históricos que, con sus límites y errores, erradicaron sustancialmente la pobreza y modernizaron el país. Las fuerzas políticas y sociales democráticas deberían partir de nuestra historia reciente y reflexionar sobre la conveniencia y oportunidad de un Acuerdo Nacional, pensar la política como arte de encontrar puntos de entendimiento en pro del bien superior de Chile y su pueblo».

Ellos evalúan bien la necesidad de parlamentar, pero no aprecian suficientemente las dos rupturas que se han producido desde los tiempos de los antiguos consensos.

En primer lugar, la estructura política del país se ha quebrantado por las deficiencias de la representación y por los mecanismos abusivos del llamado Estado Subsidiario. En esa misma línea, muchas de las iniciativas progresistas de la Concertación, han encontrado un límite y deben ser ajustadas o reemplazadas. El modo de proveer servicios básicos, las concesiones viales, los contratos de transporte, los sentidos de la educación, el trato a los trabajadores, a la vejez y a las mujeres, deben ser sometidos a revisión y transformados. El país necesita pasar a otra etapa de su democratización en la política y en la economía.

En segundo lugar y como un catalizador radical, los movimientos sociales desde octubre han puesto la vara de las exigencias más allá de lo que antiguamente era prudente y razonable. Octubre nos permite y nos obliga a pensar a Chile en grande. Ya no basta con una ‘reforma’ al Estado, es necesario cambiar su estructura para hacer un espacio muy mayor a la ciudadanía. En la actualidad estamos invitados a pensar en una economía centrada en la gente y no en la extracción de recursos.

«En democracia, los acuerdos entre adversarios políticos o sociales son legítimos y deseables cuando por sobre las diferencias se yerguen las razones del bien común. Las fuerzas políticas y sociales democráticas deberían partir de nuestra historia reciente y reflexionar sobre la conveniencia y oportunidad de un Acuerdo Nacional, pensar la política como arte de encontrar puntos de entendimiento en pro del bien superior de Chile y su pueblo».

No puede haber verdadera cohesión social sin perfilar las diferencias a través de las cuales nos unimos. Borrar esas diferencias no hace más que construir obstáculos a la unidad para los cambios. Dar por supuesto que el ‘bien común’ es una noción común a todos es subestimar el papel de las instituciones en los abusos de poder que han saturado a los chilenos.

Se nos invita a valorar lo realizado desde la dictadura hasta ahora, tienen razón: hemos llegado lejos, pero no debe subestimarse el hecho de que estamos en medio de encrucijadas de ruptura y de cambio. Entre las dificultades de ese equilibrio está el ánimo de una amistad difusa que no se ha puesto suficientemente en el debate, la profundidad del daño a la sociedad chilena hecho por la dictadura. El abandono de la educación pública, de la salud, de la inversión en obras públicas; el daño a los trabajadores, a los movimientos sociales, a los ancianos y a la economía. Cuán intensamente dañino fue ese régimen y cuántas fueron las innovaciones políticas que hubo que hacer para salir del pantano en que la dictadura dejó al país.

El texto que llama a un acuerdo nacional necesita detenerse en las diferencias para perfilar la necesidad de dar paso a nuevos sentidos comunes. Por años hemos dejado que el país se confunda y que la derecha difunda la especie de que la política económica de la dictadura estaba inspirada en una ciencia ineludible y que tuvo buenos resultados. No hemos sido capaces hasta ahora de definir una alternativa a la política del chorreo. Se ha roto el fatalismo y los acuerdos deben someter a crítica las ataduras que nos mantenían pegados en formas de exclusión política marcadas por el autoritarismo y de ordenamiento económico marcado por un énfasis no-liberal.

En este momento no estamos parados sobre los hombros de la Concertación sino parados a pesar de ellos y de su concepción restrictiva de la democracia. La alabanza de la democracia no reemplaza la necesidad de definir sus ampliaciones y fortalecimientos. ¿Qué participación queremos? ¿Qué controles ejercerá más estrechamente la gente sobre el Estado? ¿Qué capacidad de iniciativa política se establecerá en la Nueva Constitución para la gente?

La delegación política que el pueblo entregó a la Concertación tenía fecha de atenuación y de vencimiento. Algunos dirigentes creyeron que el poder político les pertenecía en propiedad. Ni la democracia ni el pueblo aparecen –sino por ausencia– después del párrafo introductorio de su propuesta. La valoración que hace el texto de los avances en la Agenda Social muestra una mirada bizca que olvida agradecer a las movilizaciones sociales las oportunidades que celebran en el primer párrafo.

«Las medidas de la agenda social que se han ido implementando han sido positivas pero limitadas».

Los avances sociales serían positivos pero limitados dice el texto. El documento parece insinuar que todo se trata de reformas incrementales; más de esto y una poco más de esto otro. Hay una falta de precisión en el sentido de los cambios sociales que nos desafían.

El documento hace gala de una antigua sensibilidad social y menciona las carencias que afectan a la vejez pobre, a los cesantes y a los endeudados. Cercanía y sensibilidad, indefinición y vaguedad, como si nunca hubiéramos discutido estas reformas, como si no tuviéramos encima las trampas del Gobierno, en las cuentas de luz, en la cesantía, el tag, el Transantiago y todas las otras ‘soluciones’ de la ‘agenda social’.

No sabemos si lo que falta en este llamado es imaginación o voluntad. Necesitamos que los firmantes resuelvan las indefiniciones y las generalidades del documento –que pueden ser propias de un comunicado–. Ellos están en buena posición para sugerir una estructura de impuestos y de financiamiento que permita pasar de la «vejez pobre» que mencionan, a una prioridad auténtica en la calidad de vida de nuestras viejas y nuestros viejos.

Acaso ellos no han notado que la iniciativa para paliar la cesantía consiste en imponer una flexibilidad laboral unilateral. Se propone la rebaja de los horarios y las remuneraciones, compensando y financiando el menor salario directamente con los fondos ahorrados por el trabajador en su Seguro de Cesantía. Puede que los firmantes no hayan reparado en que las alzas suspendidas de los servicios solo están postergadas y seguirán vigentes y generando intereses para compañías monopólicas y sórdidas.

Nunca en los proyectos de agendas sociales esgrimidas por el Gobierno y acogidas por la generosidad de este texto, se sale del círculo del bono y del engaño. En ninguna parte se mencionan los cambios radicales que deben hacerse en los contratos con las concesionarias de agua, electricidad, carreteras y transportes. No se menciona la necesidad de desarmar los tratos que se cargan a las espaldas de los usuarios y que se han vuelto abusivos.

Les falta referirse a los impuestos indirectos; a los que son cobrados por el Estado y los que son cobrados directamente por las empresas. Es necesario que se pronuncien sobre los nexos entre abusos privados e instituciones públicas.

«Demandar mayor gasto social es fácil y popular; más complejo (y responsable) es proponer y concordar los medios por los cuales los recursos públicos estarán disponibles para aliviar la economía personal y familiar de las personas que requieran apoyo solidario».

Aquí es donde aflora la desconfianza hacia la gente y la calificación de «populista» para los que intentan escuchar las demandas de la «vejez pobre». Parece ser su propia propuesta la que necesita de mayor «gasto social». El concepto mismo de «gasto social» revela un cierto anacronismo en el lenguaje y en la técnica de la política económica que se anuncia. Hay una rapidez en el texto que deja atrás a los jóvenes, las minorías y las mujeres que son el paradigma de todas las minoridades. Se les olvida pensar en que hay alternativas de desarrollo económico que no pasan por Soquimich. La verdad es que el párrafo sobre economía es desafortunado o está gravemente incompleto.

«¿Cómo evitar la crítica política de la mímesis con el lenguaje de la derecha autoritaria?». Este texto se parece tanto a los comunicados del Gobierno, que se pierde en sus brazos. El documento reconoce la importancia de las movilizaciones en el momento introductorio de las declaraciones de amor democrático, pero las desconoce como parte del proceso instituyente. Se sitúa en el punto de vista de que la violencia viene de la gente y no de la autoridad; es al menos parcial en esa apreciación. Llaman a condenar a los que no condenan la violencia. A los que no condenan en sus mismos términos, en su misma unilateralidad y sus mismos límites. Uno esperaría un análisis más jugado en favor de las manifestaciones que han abierto la historia para nosotros.

«Paz social y orden público. El cuadro actual de persistente violencia debilita la democracia y pone en serio riesgo la prosecución pacífica del itinerario del proceso constituyente y amenaza la realización misma del plebiscito del 26 de abril».

Se recurre aquí a la misma confusión del Gobierno entre paz social y orden público. El orden no antecede a la paz sino al revés; sin cohesión social, sin un respeto ganado y sentido por las instituciones, sin una conformidad con la justicia el orden social, no es más que un artificio. La capacidad del régimen para trampear a los movimientos sociales no ha hecho olvidar que desde hace veinte años se vienen incubando las manifestaciones que culminaron en octubre. Que el Gobierno no sepa dónde situar la seguridad que la gente quiere y necesita, es natural. A la derecha chilena todavía le incomoda la democracia. Parecen no entender que, si la autoridad y la policía no se imponen por presencia, su presencia es inútil.

El manifiesto de los acuerdos confunde todavía a la delincuencia con la manifestación y sus desprendimientos. También deja pasar la responsabilidad de los Gobiernos de la Concertación en la corrupción de Carabineros. El complejo psicológico que se atribuye a la izquierda y que impide asumir la seguridad pública con ‘seriedad’, no es solo el complejo propio de los firmantes que se arrastra en el documento sino también la responsabilidad política de los dirigentes. Treinta años de comprar juguetes inútiles y consentir a las instituciones policiales. Treinta años sin capacidad para hacer un giro en la orientación de la relación entre policía y comunidad, esos no son problemas de los movimientos sociales sino que antiguos hábitos de una economía política que escoge el autoritarismo por ser el camino más corto entre la iluminación política y la realización del crecimiento de las cuentas nacionales y de las empresas inmensas.

«Sin seguridad, tranquilidad y normas de convivencia no sería posible la vida en comunidad ni el Estado de derecho: el arbitrio, la barbarie, la anarquía y el poder del más fuerte… Es hora de decir basta a todo tipo de violencia… a quienes les incomoda la democracia y a quienes les favorece el debilitamiento de la institucionalidad y que justifican la violencia o callan ante ella».

En este discurso, las violencias son equivalentes: la del Estado y la que se defiende del Estado. La de los saqueadores y la de los jóvenes anarcos. Esta declaración no distingue entre delincuencia y manifestación política. Pasa por alto todas las particularidades de la violencia y las mete en un saco fácil de cargar a las espaldas de la oposición. Aquí, el llamado a no afectar las instituciones, olvida que ellas se han derrumbado por mérito propio y que el propósito del cambio constitucional es levantar, sobre esas instituciones fallidas, nuevas estructuras del Estado y de la sociedad que respondan a los tiempos, al pueblo y a la democracia.

¿Qué haremos con la legitimidad de las intervenciones militares y los fusilamientos por ley de fuga o por defensa propia?

Las manifestaciones sociales no son responsables de los actos delictuales que se producen aduciendo una protesta radical o simplemente saqueando en silencio. La amalgama equivale a culpar al Festival de Viña por la violencia en la ciudad. Nada nuevo en un país acostumbrado a vender el sillón cada vez que don Otto encuentra a su mujer atinando con el vecino.

El documento aplaude el acuerdo del 15 de noviembre, pero no menciona su filiación con el 18 y el 25 de octubre o las movilizaciones incesantes de los años anteriores. Cuando se trata de entrar en el área chica, se prefiere ignorar a la gente para establecer un lenguaje de diálogo aceptable para las máquinas de cálculo.

«Es hora de decir basta a todo tipo de violencia».

Ese es sin duda el llamado más potente del proyecto de acuerdo. El resto se lee como fauna de acompañamiento. Es la proposición que cumple con la exigencia del Gobierno de dialogar solo con los que condenan la violencia y los que condenan a los que no condenan la violencia. (Parece un juego de palabras, pero lo que dice es que quien no condena la violencia de la gente es un violentista).

Es necesario segmentar la violencia y la fuerza, la legitimidad de la protesta y la ilegitimidad de la represión. Falta especificar en esta propuesta quiénes forman la alianza de todos y quienes quedan, no excluidos, sino sometidos a la autoridad de todos. Los delincuentes deben someterse a un acuerdo que los incluye como seres humanos y como delincuentes. Lo mismo los abusadores, solo que, en su caso, desarmar el sistema de los abusos está al alcance de la acción política, más inmediatamente que terminar con los círculos de la miseria.    

«Así como el 15 de noviembre se abatieron los muros de la intransigencia ante el peligro inminente que amenazaba a la democracia de nuestro país, hoy las fuerzas genuinamente comprometidas con el sistema democrático y republicano, deben oponer un frente unido».

El texto termina haciéndose eco de la amenaza a la democracia y del chantaje de un Golpe. Los altos funcionarios nunca fueron buenos separando la prudencia del miedo. Podemos reconocerles muchas hazañas, pero no podemos aplaudirlos por esta exigencia de validación de los sujetos políticos tan estrechamente parecida a las maniobras truculentas del Gobierno.

«El nuestro es un esperanzado llamado a dar otro paso de valentía y lucidez política. Lo exige el trance histórico que nos ha tocado vivir».

¿La valentía está en la marcha o en la contramarcha? ¿El trance es un sueño, un trauma o una épica? ¿Lo han sufrido o lo han vivido? Este documento favorece a las instituciones fallidas por sobre el pueblo y la reinvención de las instituciones. De eso justamente tratamos de desprendernos. Quisiéramos invertir esa subordinación e instalar al pueblo, tal como los firmantes proponen y niegan, abren y cierran, como es costumbre en el texto constitucional y en la política anterior al 18 de octubre, con la que se identifican tan estrechamente los redactores de este documento.

Sería un gran aporte que en una declaración siguiente los autores de este documento llamarán a una reconciliación de los funcionarios, los técnicos y los políticos con el pueblo y con la gente. Tal como se deja ver en el inicio del texto que comentamos, este es el momento del pueblo. Este el momento de tomar sus demandas y darles forma institucional.

Es importante que este grupo de dirigentes declare explícitamente su apoyo al Apruebo una Nueva Constitución y una Convención Constituyente. Ellos mismos podrán aclarar la separación necesaria entre la labor instituyente y la labor legislativa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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