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Los actores políticos y los actores sociales Opinión

Los actores políticos y los actores sociales

Rodrigo Larraín
Por : Rodrigo Larraín Sociólogo. Académico de la Universidad Central
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A pesar del bajísimo respaldo que tienen todas las estructuras política, presidencia, parlamento, partidos políticos y otros poderes del Estado, todos sus actores parece entender que nada ocurre fuera de su círculo, como en el caso de los partidos. Se pelean, se acusan y se denuncian, exhiben unas conductas y unas expresiones, entre absurdas y rabiosas. Creen que toda la vida social pasa por sus decisiones, En el espacio que está afuera del de la clase política hay otra realidad: la de los protestatarios, rebeldes, violentos o no, que marchan, pintan, gritan, efectúan toda clase de actos para hacer sentir su demandas y necesidades, y permanecen más o menos fieles a los tres reclamos originales: pensiones, sueldo mínimo y salud con remedios asequibles, en un contexto de dignidad. Pero la clase política cree que esta rebeldía esta digitada desde actores también políticos y con representación parlamentaria, para matizar, suponen que esos políticos avales de la violencia, en connivencia con otros desalmados venidos del extranjero, de países con regímenes “populistas” que, si fuera cierto, se asilarían en nuestro país. Es decir, el grado de aislamiento de nuestra clase política es total, narcisista incluso, autorreferente al extremo y con muy poca conexión con el estallido social.

Son equivalentes ambos bandos políticos, no exactamente, pero ambos tienen culpas, unos por haberse opuesto empecinadamente en avanzar hacia una mejor democracia; los otros por haber traicionado sus ideales y defraudar a sus votantes (que militantes quedan pocos). Por ello es llamativo la fuerza que muestran cuando discuten; uno puede preguntarse si es verdadera tanta pasión.

Bueno, dejemos de lado a la élite política, cuyo gran triunfo fue meter la necesidad de una nueva constitución (que no estuvo en los primeros días de protestas) y mencionemos la gran cantidad de otras organizaciones que trataron de poner liderazgo y conducción a una protesta más o menos anárquica. Hasta el día de hoy vemos sindicatos, grupos estudiantiles, partidos emergentes que se autoatribuyen inocencia política histórica y muchos más, con el pretexto de liderar o poner algún grado de control Todos han fracasado estrepitosamente y, tal vez, la idea de nueva constitución que se institucionalizó y cuyos debates han acaparado la atención de los medios: Claro que esto por una fingida dramatizaci9ón de las opciones. Se trata de un debate de una ramplonería infinita (algunos creyeron que el futuro de Chile dependía de los humoristas del Festival de Viña).

Los actores que protestan son del sector medio bajo, popular, marginal e incluso lumpérico, los une el hecho mismo de protestar porque su rol está basado en la subjetividad. Pero no tienen objetivos de trasformación del sistema y menos una propuesta de reemplazo del que existe. Por eso es que este no es período prerrevolucionario. Cuando no hay un propósito común, sino muchos unidos por que están movidos la misma acción de protestar y así expresar la frustración histórica y la rabia. Pero como se ve el sistema social como ajeno, todo se critica, todo se puede rayar, destruir y deshacer la expresión visible del sistema, como plazas, calles, semáforos, instalaciones, etcétera; extremando, las fuentes laborales, los trabajadores, los pobres, en general. Todo lo que huela a la normalidad anterior es susceptible de destrucción. Si no se puede cambiar el sistema político radicalmente, los demás subsistemas también se cuestionan, se desprecian y, en sus expresiones visibles, se destruyen: Esto se ve en los saqueos e incendios de negocios, desde los pequeños hasta algunas empresas y supermercados. Es decir, las expresiones de las estructuras económica y religiosa; la familia está tan deteriorada y es objeto de tantas formas de entenderla que no es no es necesario meterle llamas.

Pero estos actores de la sociedad civil –porque, evidentemente, no le deben su existencia al Estado– son hijos de estos tiempos individualistas y no se sumarán a acuerdos de las élites de ninguna especie. Por ello el rechazo a los partidos que dicen compartir sus ideales y los han funado inmisericordemente. Así que tienen una cultura diferente a la cultura tradicional de la Izquierda, lo más llamativo es que esperan que un gobierno, que tiene ideas completamente distintas las que tienen los protagonistas del estallido, hagan los cambios. Quizás algunos protestatarios llamen a no participar en el plebiscito sobre la Constitución porque no habrá constituyentes salidos de las bases sociales de la rebelión ciudadana

El tema del lenguaje es otro elemento a considerar en cualquier análisis. Partidarios y adversarios del estallido social, ocupan un lenguaje que remite a la Guerra Fría o a la dicotomía Izquierda-Derecha o al menos gobierno y oposición. No se aprecian nuevos códigos para comprender lo que pasa. Este movimiento desestructurado, es un e-movemenet, anárquico, y sin liderazgos centralizados, ya que descansa en las comunicaciones digitales, como espacio simbólico de contrapoder y como medio de comunicación; incluso como registro histórico. El cambio social es, entre otros, un cambio de poder, por lo que las movilizaciones y protestas tienden a instalar un contrapoder, como las concentraciones y marchas numerosas y también tomas, denuncias, funas y otros actos que demuestren poder ante el poder. Pero un proceso de rebelión social es una lucha entre actores y estructuras sociales en torno al poder; hoy estamos ante una rebeldía comunicacional; en efecto, ahora tenemos redes de comunicación tecnológicas, pero informales y despersonalizadas, sin cultura de militancia en una causa, si no de encuentros más o menos puntuales, con mucho de libre iniciativa, como se en los grafittis. Al revés de la militancia, se aprecian un compromiso intenso, que no incluye toda la vida, pues los lazos son de carácter no político, sino más bien de afinidad de barristas, de barrio, de establecimientos educacionales y, como la autoridad sospecha, de delincuentes vinculados al tráfico de drogas. Pero, por cierto, la mayoría de los partidarios de la revuela no son de ninguno de ellos. Se supone que cada uno de esos actores conserva su lenguaje y su simbología; o sea, pura heterogeneidad. Pareciera que las diferencias clase se extinguieron y fueron diluidas en otras distinciones, las más visibles son las causas feministas o de minorías sexuales. Hay un lenguaje que echa mano a eslóganes de la izquierda más clásica, pero descontextuados por anacrónicos. Además, el rechazo al modelo, al neoliberalismo o al capitalismo, no propone cambiar el sistema actual por otro. Por eso que no les pude pedir que hagan una propuesta razonable, porque el lenguaje muestra muchas emociones negativas y sentimientos, más que ideas lógicas. Este rasgo fundamental de los actores de la sociedad civil que protestan porque se sienten abusados, ninguneados, explotados y despreciados por ser pobres –cualquiera sea su significado- y por lo mismo no pueden vivir con un horizonte de sentido. Las obscenidades, la destrucción o el daño a íconos de los incorporados al sistema son maneras de vejar a la sociedad ajena a ellos. Por lo tanto, hay un proceso de resignificación y desprecio que se fue gestando de mucho antes. Comunicacionalmente, los medios digitales desafían al poder formal a través de un contrapoder basado en información alternativa, opuesta a la oficial. Estos actores son posmodernos, en el sentido que, sin sacrificar su individualidad, tienen posibilidades reales de resistir al orden creando espacios de significados que operan como espacios de resistencia. Así que sociedad se volvió un espacio de lucha simbólica a través de la tecnología para, de este modo, cambiar los significados de los conceptos (los que nadie sabe que contenidos tendrán más adelante las palabras). El ejemplo es la actual disputa por la introducción de nuevas palabras y nuevos contenidos a los conceptos, como el nuevo nombre de Plaza de la Dignidad. Por esos que los actores sociales no tienen cómo comunicarse con los actores políticos.

La contención de la rebelión social no ha ocurrido porque los individuos son ciudadanos que saben sus derechos. Pero son ciudadanos individualistas, educados en una sociedad individualista, como se dice por ahí: “conversamos más”, “ahora conozco a mis vecinos”, entre otras”. Pero el riesgo es llegar a infinitas demandas, como No más AFP, No más PSU, No más TAG, No más CAE, No más femicidio, Aborto libre, Fin al patriarcado, Pensiones dignas, Atención de salud decente, Remedios a precios asequibles, Pasajes rebajados para la tercera edad, etcétera, pues hay muchas más. La élite política terminó discutiendo sobre una nueva constitución que no era una demanda de los primeros días y armó un escenario paralelo en se enfrascaron en sus microdisputas ventiladas en la prensa y con argumentos muy poco sofisticados, básicos, a veces.

El tema de la violencia ha sido muy debatido, saqueos, robos, agresiones a destajo deslegitiman al movimiento, pierden la batalla comunicacional, en el fondo, le dan municiones al enemigo. Sin dirigencia y con un espontaneísmo anómico en su actuar, ajenos a consideraciones de clase, se puede condenar toda violencia que dañe a los pobres, a los viejos y a los débiles de cualquier tipo. El daño a los trabajos, ingresos, salud y calidad de vida, muestran una rebeldía errónea pues afecta a quienes dice defender. Entonces, es válida la pregunta por los parámetros éticos de los protestatarios.

Por otra parte, el régimen político evita su caída, concediendo algunos beneficios muy menores, algunos que requieren mucho tiempo para alcanzarlos y no hubo ninguna ganancia en las principales demandas: El Presidente afirmó que no hay más recursos para beneficios.

¿Pero hasta cuándo se puede mantener la movilización popular ciudadana? El gobierno, en general toda la clase política ha optado por darle largas al movimiento optando por el desgaste y aburrimiento, pero quizás el movimiento se siga nutriendo de la frustración y no se desmoralice prontamente.

El stablishment ha evitado su derrumbe ofreciendo la promesa de cambio de la constitucional, es decir, política a cambio de paz social, manteniendo el régimen político. Sin embargo, el restablecimiento de la alianza multipolítica entre gobierno y oposición, aunque ahora haya arrepentidos, hasta el momento ha resultado exitosa para defender el sistema social, el político sobre todo. Por ello la actual campaña del terror es signo de obcecación y no se entiende.

La apuesta del bloque dominante es producir los menores cambios posibles en la estructura económica del país, integrando algunos “derechos sociales”, sin que estos modifiquen lo sustantivo del patrón de acumulación. Sin cambiar ni modificar la forma de Estado-nación. Impensado será, por ejemplo, el establecimiento de un Estado Plurinacional, ni tampoco instalar, en vez, de la democracia liberal-representativa la democracia social participativa u otra. El proceso de cambio constitucional diseñado entre los partidos de gobierno y la oposición, posee limitaciones que impedirían un cambio político histórico y profundo de las estructuras del poder social actualmente vigente.

Un cambio constitucional no produce una inflexión relevante, pesto que las demandas comprendidas por los actores populares no son de carácter jurídico y menos de derecho constitucional o de filosofía política –piénsese en el debate teórico de Estado solidario ante un Estado subsidiario–. pues se trata de una cuasi rebelión popular por cuestiones urgentes, que para muchos son de supervivencias, como en el caso de los pobres de la tercera y cuarta edades. Pero la crisis de la modernidad nacional, que es lo que muestra la rebelión no será la madre de una carta fundamental ni de una nueva hegemonía para un nuevo pacto social, y no es puro pesimismo; en efecto, las medidas tomadas por el Ejecutivo y aprobadas por el parlamento no tienen ni un ápice transformación estructural o de una nueva hegemonía cultural y política. Nadie cambiará sus lealtades.

La crisis de la modernidad, como siempre lo ha sido, es que ella no ha alcanzado a muchos sectores, la movilidad no ha sido suficiente y para muchos esta ha sido precaria, pues un sobresalto económico que altere el presupuesto familiar termina con el sueño del ascenso social. La acción racional –o racionalidad, como lo sabe cualquier estudiante de sociología de primer año– se expresa en dos clases de ésta: la racionalidad técnica o instrumenta y la racionalidad valórica, la primera es calculadora, pues tiende a maximizar los productos o ganancias, ciegamente y sin consideraciones personales; la segunda se preocupa de alcanzar valores, los que no son transables. Cuando se trata de resolver problemas. Por ejemplo, en la educación, para la mayoría del país esta es un bien no transable, para el Presidente es un bien de mercado. Témenos enfrentadas dos lógicas, dos maneras de percibir la realidad, dos epistemologías excluyentes para alcanzar acuerdos. Por eso se encarajina el debate, que, stricto sensu, no es político, pues no tiene argumentos políticos, además que no tienes atisbos de realidad objetiva, sino puras sensibilidades y emociones. En el caso nacional la protesta popular tiene una característica predominante de subjetividad y emociones, como la rabia y sentimientos negativos que se expresan en daño y violencia a objetos, personas y símbolos de una sociedad injusta, por eso los ataques y un lenguaje desmedido, no se puede pedir moderación o serenidad; pero el sistema no lo hace mejor, una economía moderna es aquella cuyo rasgo predominante es un mercado racional, con competencia garantizada por no existir distorsiones; pero el sistema cuyo eje central es la economía no tenía un mercado moderno ni racional, al contrario, se tenía un mercado premoderno, bucanero, basado en colusiones, monopolios disimulados, acuerdos bajo cuerda, y beneficios semilegales, pagos a políticos, legalidad ad hoc, entre otros; es decir, un sistema a económico de república bananera más tecnologizada, de cuello blanco y en inglés y con reconocimiento internacional en el mundo financiero internacional, pero muchos estudios también internacionales fueron proféticos en predecir una posible protesta, que finalmente ocurrió. Aquí también hay una causa de la exclusión, pues hay dos mundos, el del éxito económico, financiero, sobre todo, y el mundo del Chile cotidiano y de a pie. Ese mundo al que se convenció de que si fracasaba era por su culpa, pues no se gestionaron bien a sí mismos. Eso cambió.

Todo estallido, reventón o protesta tiene una tensión entre la razón política y la pasión política, esta última es, en la Europa de comienzos del siglo XX, una expresión sociopolítica del romanticismo estético cultural. Esa dicotomía también está presente en Chile ahora. El romanticismo es una cultura que no se basa en el cálculo político de la racionalidad instrumental, pero tampoco se basa en la racionalidad sustantiva, de acuerdo a valores, sino que intenta buscar causalidad más allá de la argumentación lógica, por eso es ideológica y en la vivencia de una acción política romántica importa cómo se ve, la estética, y como se justifica para cada uno; o sea, no importa cuán buena y lógica es mi acción, si no cuán bien me parece a mí y si me gusta lo que hago o no. Por eso es que hay conductas autoritarias al tiempo que hay rechazo a la autoridad, hay un cierto fascismo que impone a la fuerza su verdad y no se hace cargo de los efectos no deseados de la destrucción. Una eximición moral a priori. Por ello no se puede llevar a los actores sociales, no sólo a los rebeldes, a encarar con un conjunto de argumentos las demandas y la formas de protestar. Hay una demanda implícita que es de naturaleza simbólica y que requiere de mucha empatía; también de búsqueda de significado. La creación de roles, de una división social de trabajo de protestar (primera, segunda y otras líneas) le dan significado a una autodefinción de heroísmo, de derogación tácita de la sociedad, de la historia y de sus símbolos, de ahí que el feminismo que también deroga la historia como una cadena temporal de opresiones. O la quema de iglesias que son vistas como el pegamento de una sociedad injusta. Así que tenemos una verdadera colusión de dos formas de entender la realidad, dos paradigmas. El romanticismo es un reemplazo de la ausencia de ideología y de los tradicionales y permanentes debates teóricos políticos muy propios de la izquierda política (y no tanto de la cultural, como ahora). Aunque se apele una un relato y a unas consignas de tono izquierdista, no es en rigor una protesta de izquierda; palabras como revolución han perdido su sentido convencional: cambio del sistema.

Entonces, tenemos una revuelta prolongada, heterogénea, multiclasista y con segmentos desincorporados, combinada más que integrada, con precaria organización, sobre todo digital, sin propuesta de objetivos políticos claros, con mucha más importancia en el proceso, la protesta misma, con redefiniciones múltiples de los conceptos usados por las generaciones anteriores; con una rígida moral que busca culpables, para exhibirlos en un patíbulo virtual para funarlos, con un lenguaje maximalista de muchas obscenidades, incluso para analizar la realidad y, lo más importante, en su expresión visible es una protesta nunca vista. Sin embargo, las crisis de modernización han existido siempre y las sociedades las han superado, la Escuela Santa María de Iquique fue una forma de eliminar esa crisis, hoy los tiempos no lo permitirían.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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