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Del estado subsidiario al desarrollo solidario: una alternativa al orden neoliberal Opinión

Del estado subsidiario al desarrollo solidario: una alternativa al orden neoliberal

Nicolás Mena Letelier
Por : Nicolás Mena Letelier Ex Subsecretario de Justicia
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Hace ya dos siglos que Benjamin Constant pronunció su célebre discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, en donde ilustró a sus compatriotas, en pleno periodo de la restauración Borbónica, de la importancia de distinguir entre la concepción de libertad profesada por las civilizaciones antiguas, particularmente Grecia y Roma, en donde la libertad personal debía estar subordinada al cuerpo político, contrarrestándola con la libertad individual moderna, que se abría paso como una marea irresistible entre las sociedades contemporáneas de aquellos años, en donde precisamente a lo que se aspiraba era a desarrollar una existencia lo más independiente posible de cualquier tipo de interferencia estatal; de ese Leviatan descrito por Hobbes en 1651.

Tiempo después, en pleno siglo XX, en un celebre ensayo pronunciado al asumir como catedrático en la Universidad de Oxford, el historiador Britanico, Isaiah Berlin, distingue entre dos clases de libertades, la negativa y la positiva, entendiendo por la primera aquella que se tiene como espacio de autonomía individual, es decir, de no interferencia e injerencia, mediada por el respeto al ejercicio de las libertades de los otros, y por la segunda, como la potencialidad para realizar lo que la voluntad demanda, es decir, como potencia y poder de autorrealización, como la capacidad para perseguir y alcanzar ciertos fines.

Hago mención de estas concepciones históricas para ilustrar como del concepto de libertad se han podido obtener acepciones tan diferentes, dependiendo de los épocas en los cuales se formulen y las diferentes tendencias sociales en las que se inserte la discusión, pudiendo a su vez, significar cuestiones con consecuencias diametralmente distintas e incluso, contraproducentes entre sí.

En nuestro país, la libertad bajo la acepción moderna y negativa, es decir, como sinónimo de individualidad y no interferencia del Estado, cobró relevancia en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado, a propósito del contexto mundial de guerra fría y como reacción frente a los totalitarismos marxistas en boga en parte importante del mundo.

Es así, como el principal y más destacado ideólogo de la derecha chilena durante el siglo XX, Jaime Guzmán, luego del Golpe Militar plasmó en la Constitución de 1980 una concepción del Estado fuertemente influenciado por los miedos y juicios hacia los socialismos reales, tras la experiencia del gobierno de la Unidad Popular, instaurando como valor supremo de la Nación, un orden político y económico sustentado en la libertad entendida como autonomía e intimismo individual y no interferencia estatal.

Guzmán, bajo la noción de Poder Constituyente que toma de Carl Schmitt y la inspiración de intelectuales católicos, dogmáticos y ultramontanos como el Padre Osvaldo Lira, así como de las experiencias del Carlismo y Franquismo español, instaura en la Constitución Política de 1980 un modelo de sociedad en donde entiende el régimen político democrático como meramente instrumental, y bajo el influjo económico de Friedrich Hayek, principalmente al servicio de libre mercado.

Si bien son múltiples los aportes de Guzmán que van en dicho sentido, no es sino que en el inciso tercero del artículo primero de la Constitución del 80 en donde se instituye uno de los pilares doctrinarios fundamentales en base a los cuales se sustenta la estructura jurídica del sistema político imperante en el Chile de hoy: “el Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos.”

Con esta declaración de no interferencia estatal y de preeminencia de los grupos intermedios, Jaime Guzmán instaura un sello ideológico en la Constitución, proclamado el Estado Subsidiario, pero bajo la lógica de la subsidiariedad pasiva, es decir, en donde lo privado se erige como motor del desarrollo social, relegando al Estado hacia un rol secundario, de mero custodio, en directa concordancia con las concepciones de libertad moderna y negativa señaladas por Constant y Berlin.

El principio de subsidiariedad es un concepto que surge de la Doctrina Social de la Iglesia Católica por medio de la Encíclica del Papa León XIII, Rerum Novarum, de 1891. En esta, se señala que «es injusto que el individuo y la familia sean absorbidos por el Estado. Lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien común y sin injuria de nadie.” Tiempo después, el Papa Pío XI reformula lo dicho de manera más técnica, señalando que: «es injusto y al mismo tiempo de grave perjuicio y perturbación del recto orden social, abocar a una sociedad mayor y más elevada, lo que pueden hacer y procurar comunidades menores e inferiores.”

De esta forma, según la Doctrina Social de la Iglesia Católica, sólo es lícito que las sociedades mayores intervengan en las menores cuando éstas no sean capaces de alcanzar sus fines esenciales, para los cuales se entiende que estas últimas están mejor capacitadas.

Este principio tiene una doble dimensión. Por un lado, aquella que da preeminencia al no involucramiento del Estado en los ámbitos de desarrollo del individuo, principalmente en el económico, del cual el neoliberalismo y la escuela de Chicago constituyen su vertiente más radical, y aquella otra que no olvida que es también un deber del Estado proveer ayuda a quienes sean incapaces de hacer frente a sus carencias; iniciativa e intervención pública que viene justificada en el deber de solidaridad.

En este aspecto, nuestra Carta Fundamental no fue neutra, pues en sus catálogos de derechos explícitamente dio preminencia a la interpretación negativa de este principio, realzando la no injerencia estatal y la protección del derecho a la iniciativa individual, por sobre cualquier aspecto solidario o de garantía mínima de derechos.

Ejemplos en dicho sentido abundan. En materia de los derechos a la salud, educación, trabajo y seguridad social, por nombrar tan solo algunos, el énfasis es claro.

Ahora bien, es infundada aquella critica en virtud de la cual se asocia la subsidiariedad del Estado al neoliberalismo, como condición del segundo la existencia de la primera. Pues dicha asociación solo repara en el aspecto negativo de dicho principio, omitiendo la contracara de éste, sin la cual carece del necesario marco conceptual y teórico indispensable para entenderlo en su real y profunda dimensión. Si por subsidiariedad del Estado se entiende tan solo la no injerencia estatal, se estaría cometiendo el mismo error de concebir la libertad del hombre sin su correspondiente responsabilidad.

Cosa distinta es que este principio, en armonía con el resto de las normas constitucionales fundamentales, confiera el marco jurídico necesario para una Constitución que, desde un pensamiento ideológico particular, entiende que el bienestar del individuo descansa en gran medida en la iniciativa individual y en la no injerencia estatal en el orden económico.

Ahora bien, y como muy bien lo señalara Tony Judt, tras el derrumbe de los socialismos reales, a partir de la década de los noventa del siglo pasado, el mundo entero es testigo de una ofensiva neoliberal que mas que política, es económica, materializándose en un orden global consistente en empresas transnacionales y en un mercado sin fronteras, que, sin respetar idiosincrasias ni entidades nacionales, penetra todas las naciones del mundo.

A Chile este proceso le toca en un periodo de transición pacífica y pactada desde una brutal dictadura derechista hacia una incipiente democracia de centro izquierda, pero con el amarre institucional establecido por Jaime Guzmán en la Constitución de 1980, lo cual significó mantener en su aspecto fundamental el orden socio económico predemocrático.

Frente a esto, y tras los fenómenos de movilización social y decaimiento político institucional experimentados con especial intensidad en esta última década, surge la necesidad de buscar alternativas para superar dicho orden predominante, en el entendido de que la sociedad chilena, si bien ha alcanzado niveles importantes de crecimiento, esto ha sido a costa de una desigualdad intolerable para los actuales parámetros de desarrollo, que amenaza seriamente con volver a reventar a través de cauces no institucionales, como en octubre del año 2019.

De esta forma, si bien es común ver en el principio de subsidiariedad un obstáculo insalvable para superar el neoliberalismo impuesto por Pinochet, en estricto rigor, ello es poco riguroso.

¿Quién razonablemente podría sostener a estas alturas del desarrollo civilizatorio, que el Estado no está al servicio de las personas, y que uno de sus fines consiste en reconocer y promover los cuerpos intermedios? Sostener lo contrario sería suponer al Estado como fin último, suponiendo su estabilidad y conservación, e incluso, como señalara Karl Popper, favoreciendo el totalitarismo.

Por otro lado, en una era en que el Estado Nación está en crisis, y en que muy probablemente sea sustituido por un nuevo orden mundial global, no tiene mucho sentido reanimar visiones pasadas que poco tienen que ofrecerle a la sociedad actual.

Pero ello no significa que deba existir una primacía de lo individual por sobre lo colectivo, a contrario sensu, el decaimiento del Estado Nación como organización política no es sinónimo de individualismo, pues existe una sociedad civil que a partir de la segunda mitad del siglo XX ha ido consolidándose con fuerza, adquiriendo un rol preponderante en el desarrollo de los grupos organizados y cuerpos intermedios. Constituye un profundo error entender el decaimiento del Estado en su concepción decimonónica como equivalente a la pérdida del sentido colectivo. Por el contrario, éste ha surgido con mayor énfasis aún, demandando formas de relacionamiento interpersonal en donde las experiencias de vidas comunitarias son entendidas como requisito esencial para la consecución de la felicidad personal.

En dicho sentido, sin desconocer la autonomía de los cuerpos intermedios y su necesaria promoción, lo que se requiere para superar el individualismo es enfatizar el aspecto solidario del principio de subsidiariedad, entendiéndolo no desde una perspectiva caritativa, sino que ontológica, en donde la solidaridad sea concebida como aquel requisito indispensable para el bienestar social general.

De esta forma, el “Desarrollo Solidario” constituye una manera de relacionamiento interpersonal, en que las personas entienden que su mejor condición de vida está vinculada y condicionada con la calidad de vida del entorno, tanto humano como natural. Se está bien cuando todos lo estamos, incluido, y de manera determinante, el ecosistema.

Así entonces, al incorporar un componente solidario al modelo de desarrollo, se erradica esta visión economicista y se rompe con esta cultura de lo individual, lo que, a su vez, permea en lo público e institucional.

Esta visión constituye un cambio total de paradigma frente a lo actualmente imperante, ya que subordina el crecimiento económico y las políticas públicas a que la sociedad en su conjunto esté bien, con ciertos mínimos que se deben garantizar por el Estado. Bajo un Desarrollo Solidario se invierte este axioma liberal que aduce que, en la búsqueda del propio beneficio, las personas son conducidas sin proponérselo por una mano invisible a beneficiar a la sociedad en su globalidad, estableciendo que la prosperidad de cada individuo se logra si es que se garantiza al resto un nivel de vida digno, acorde a sus potencialidades. Es decir, el otro deja de sernos indiferente y ajeno, transitando de la concepción del yo individual, al nosotros colectivo.

En conclusión, constituir una sociedad bajo los dictados de una ética de la solidaridad, brinda un marco conceptual dentro del cual orientarnos, estableciendo una visión distinta a la predominante hasta ahora, bajo una visión que entiende el bienestar personal condicionado al bienestar de la sociedad en su conjunto, y ello es absolutamente concordante con la subsidiariedad del Estado, si se enmarca dentro de una concepción filosófica y política en donde el enemigo a combatir deje de ser el Estado, pasando a ser el individualismo exacerbado que nos consume hoy en día.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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