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Lecciones sobre el fracaso del consecuencialismo sanitario sueco Opinión

Lecciones sobre el fracaso del consecuencialismo sanitario sueco

Álvaro Muñoz Ferrer
Por : Álvaro Muñoz Ferrer Profesor de Ética, Universidad Adolfo Ibáñez.
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En el siglo XVIII, Kant nos mostró el problema de concluir principios morales a partir de la experiencia: si consideramos que la moralidad de una acción no reside en ella misma, sino en sus consecuencias, podríamos caer en una indeterminación moral, pues lo que hoy es bueno o correcto mañana perfectamente podría no serlo. Para evitar esta ambigüedad, Kant postuló que un principio sólo puede valer como ley en la medida que sea necesario y fundado a priori. Si nos dejamos inducir a convertir en principio moral algo extraído de la experiencia, nos advirtió el filósofo alemán, “corremos el peligro de caer en los errores más groseros y perniciosos”.

En torno al debate entre el apriorismo moral kantiano y el consecuencialismo se han vertido ríos de tinta en diversos contextos históricos y, evidentemente, la pandemia de enfermedad por coronavirus no es la excepción. Hace poco, Axel Kaiser escribió una interesante carta al director en El Mercurio en la que ofrecía datos que, según su opinión, mostraban que las consecuencias de la estrategia para enfrentar al virus serían peores que el virus mismo, por lo que nos invitaba a cuestionar e incluso a abandonar tales medidas. Algunas de las cifras de Kaiser son cuestionables – por ejemplo, menciona “un estudio de la Universidad de Tel Aviv”, pero se trata del análisis de una persona: Isaac Ben-Israel – y, en lugar de mostrar las consecuencias negativas de las medidas de contención, exponen las grietas del orden económico mundial y las debilidades de las sociedades contemporáneas – por ejemplo, las cifras sobre riesgo de muerte infantil, salud mental y violencia sexual son problemas sociales que las cuarentenas no crean, sino que exponen y/o agudizan –; sin embargo, es interesante analizar la argumentación consecuencialista, pues, a la luz de la advertencia kantiana, parece estar exhibiendo sus falencias.

En la misma línea de su carta a El Mercurio, Kaiser había puesto su atención sobre Suecia y llamó a imitar su modelo: “Es hora de aceptar q contagios se producirán si o si. Modelo sueco es ejemplo a seguir. Cuarentenas terminarán produciendo catástrofe peor que lo que se pretende evitar” (sic). La mentada estrategia sueca, liderada por el epidemiólogo Anders Tegnell, se construyó sobre la base de medidas que privilegiaron la conservación del crecimiento económico y el respeto por la libertad individual, es decir, se organizó a partir de un rechazo a las eventuales consecuencias nocivas de un confinamiento estricto. Como es evidente, esta táctica suscitó un intenso debate; debate que la evidencia ha hecho llegar a un abrupto final: hace unos días, Suecia ha debido reconocer que su apuesta fracasó de manera rotunda y, lamentablemente, lo ha pagado con una tasa de mortalidad mucho más elevada que la de sus vecinos. La crudeza con la que se ha manifestado la realidad viral ha llevado a Tegnell y su equipo a re-evaluar y a enmendar su polémica estrategia.

El consecuencialismo sueco nos deja una importante lección: tal como vaticinaba Kant, si construimos estrategias de contención exclusivamente en base a sus potenciales consecuencias, peligramos caer en errores gravísimos. Esto no quiere decir, por supuesto, que los efectos sociales y económicos asociados a las medidas deban ser ignorados. Estos efectos deben ser contemplados, pero no pueden, como lo ha entendido recientemente Suecia, guiar la estrategia central. La inspiración rectora de una estrategia sanitaria debe ser salvar vidas. Esta última afirmación no es una mera abstracción voluntarista. Es una constatación práctica: Nueva Zelanda, el primer país que declaró haber derrotado al virus, se propuso eliminar la curva, no aplanarla; tal pretensión se erigió sobre medidas estrictas y, paradójicamente, este país podrá recuperarse económicamente antes que los países que han apostado por la flexibilidad economicista debido a que priorizó la vida de sus habitantes. El caso neozelandés nos recuerda una importante máxima keynesiana que hoy adquiere la más estricta literalidad: es urgente que los gobiernos actúen hoy para frenar la pandemia, porque, en el largo plazo, todos estamos muertos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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