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Chilenos al borde de la locura Opinión

Chilenos al borde de la locura

Germán Silva Cuadra
Por : Germán Silva Cuadra Psicólogo, académico y consultor
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La fatiga emocional de una ciudadanía sometida a un estrés prolongado por diez largos meses, desde el 18/0, ya tiene suficiente carga personal y familiar. Todos y todas tenemos la sensación de estar algo locos y habernos perdido un pedazo de nuestra libertad e historia, algunos además sufren con el miedo a no encontrar trabajo, otros sienten aún el dolor de no haber acompañado a sus seres amados en la despedida. En estos momentos críticos, se ha agudizado la percepción de que quienes deberían darnos confianza pueden estar psicológicamente tan mal o peor que nosotros. Parlamentarios que creen que a la gente no se le puede “prestar” su propia plata porque la pueden derrochar, autoridades que nos presentan cifras de una forma que pareciera buscar confundirnos, insensibles que piensan que extender el posnatal daña el sistema o, incluso, un Mandatario que insiste en un ver al tío muerto por COVID-19 y luego sale a comprar vinos. Estamos locos.


El Presidente Piñera, hace un par de meses, y como una manera de salir “jugando” –luego de cometer el error de adelantar la “nueva normalidad”– acuñó el concepto de pandemia económica y social para describir lo que vendrá después de esta tragedia, que nos tiene entre los países con más contagios en el mundo. Pero muy poco se ha dicho de la verdadera pandemia que estamos viviendo en paralelo al COVID-19, y que en unos meses más se habrá transformado en una crisis de magnitud insospechada: el deterioro de la salud mental de las personas, familias y organizaciones. El confinamiento prolongado, miedo, incertidumbre, la lejanía con los que amamos, la falta de horizonte, están teniendo consecuencias psicológicas para todos y cada uno de nosotros, de capitán a paje.

A comienzos de junio, el Gobierno anunció el programa SaludableMente, un no muy original nombre. La iniciativa, de acuerdo al propio Presidente, se concentraría en “la acción inmediata y urgente de contención y orientación”, para lo cual convocó a un grupo de expertos, para que elaboraran un diagnóstico… en ¡noventa días! Es decir, un sentido de emergencia no acorde con la tremenda gravedad del problema. Para nuestra desgracia, en el intertanto, se habrán agravado los cuadros psicológicos y psiquiátricos de miles de personas, habrá aumentado la violencia intrafamiliar y, lamentablemente, tendremos más suicidios.

Sin duda, el encierro es una de las experiencias más complejas que podemos experimentar los seres humanos, y más cuando es colectivo –con la familia– e intentamos vivir “como si no”. Es decir, el tratar de mantener la vida cotidiana, aunque esta sea completamente distinta. Cambian las rutinas, los ritmos, las relaciones. Conocemos facetas del otro que desconocíamos. Pero también descubrimos aspectos de nosotros mismos que pueden sorprendernos. Meses en una montaña rusa, con altos y bajos, con días buenos y malos –individuales y colectivos–, pero, sobre todo, la vivencia común de la incertidumbre, estrés, falta de un horizonte que nos permita enfocarnos y poner una perspectiva.

Y por supuesto, con la angustia de los padres por la falta de trabajo, baja de los ingresos, los niños en la casa, hacinamiento en muchos chilenos –ese drama que “sorprendió a Mañalich”–, pago de cuentas, amantes o pololos que no se pueden ver, cumpleaños, matrimonios postergados y miles de situaciones difíciles y únicas. Todo esto ha provocado un aumento significativo de insomnios, síntomas depresivos, fatiga mental, irritabilidad, cuadros ansiosos y, por supuesto, la agudización de Trastornos Obsesivos-Compulsivos (TOC) que se quedarán con nosotros por mucho, mucho tiempo.

Los chilenos, de seguro, nos convertiremos en más hipocondríacos de lo que ya somos, más preocupados de la salud, temerosos de las enfermedades, y obsesivos con la seguridad. La sociedad pospandemia experimentará también la desconfianza social. Si hay algo que hemos desarrollado en estos meses –lamentablemente– es la duda respecto de los otros. “Ellos pueden infectarme”. La distancia física, efectivamente, se convirtió en distancia social. Un miedo al contagio. Terror a los otros. Cuidado con las manos de la persona que nos entrega el delivery, de quien nos entrega los productos en el almacén. Desconfianzas recíprocas, por cierto.

De seguro tendremos que enfrentar crisis familiares y de pareja, aumento de depresiones de tipo reactiva y otras patologías. La experiencia de la cercanía de la muerte –para grandes y chicos– también cambiará la mirada del ciclo de la vida. Pero sin duda, la obligada convivencia con enfermedades “globales” despertará temores muy desestabilizadores. Es decir, todos estaremos atentos a leer, escuchar o ver en TV y la web –plagada de fake news desplegadas por múltiples intereses, partiendo por los políticos y los económicos–, de nuevos virus, plagas, cambios climáticos y lo que sea que ocurra en latitudes que ni siquiera sabíamos que existían, como Wuhan en China.

Una vez que la fase aguda de la crisis del COVID-19 vaya transformándose en crónica, empezaremos a vivir un estrés postraumático largo y prolongado, en que de a poco iremos recuperando las dinámicas sociales, laborales y familiares. Tendremos que ajustar también el “tiempo cronológico” –esa extraña sensación de en algunos momentos de no haber sabido qué día era–. Y habrá que tener mucho cuidado con el efecto eufórico de la salida del encierro y la vuelta a la “normalidad”, que yo prefiero nombrar como “nueva realidad”, porque las cosas serán distintas.  Todo esto provocará ansiedad y temores, sumado a que, después de esa primera reacción, puede venir una fuerte caída y sensación de vacío, dudas y cuestionamiento, porque es probable que muchas de nuestras expectativas del confinamiento estén lejos de cumplirse en la realidad.

La fatiga emocional de una ciudadanía sometida a un estrés prolongado por diez largos meses, desde el 18/0, ya tienen suficiente carga personal y familiar, por lo que exige una clase política e instituciones a la altura para sentirse más protegidos, acogidos. Sin duda, lo que hemos visto en estas últimas semanas, contribuye poco. Parlamentarios a los que “deben” bajarle en 25% el sueldo, dado que ellos no fueron capaces de hacerlo, pese a que lo prometieron. Senadores que dicen que la gente de su partido habla “puras huevadas” cuando está planteando un proyecto que beneficia a miles de personas. Una Iglesia que pareciera haber desaparecido, salvo cuando tres curas van a despedir a un exobispo investigado por abusos sexuales.

Todos y todas tenemos la sensación de estar algo locos y habernos perdido un pedazo de nuestra libertad e historia, algunos además sufren con el miedo a no encontrar trabajo, otros sienten aún el dolor de no haber acompañado a sus seres amados en la despedida. En estos momentos críticos, se ha agudizado la percepción de que quienes deberían darnos confianza pueden estar psicológicamente tan mal o peor que nosotros. Parlamentarios que creen que a la gente no se le puede “prestar” su propia plata porque la pueden derrochar, autoridades que nos presentan cifras de una forma que pareciera buscar confundirnos, insensibles que piensan que extender el posnatal daña el sistema o, incluso, un Mandatario que insiste en un ver al tío muerto por COVID-19 y luego sale a comprar vinos. Estamos locos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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