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La violación y la resistencia Opinión

La violación y la resistencia

Rodrigo Álvarez Quevedo
Por : Rodrigo Álvarez Quevedo Abogado de la U. Adolfo Ibáñez. Profesor de Derecho Penal, Universidad Andrés Bello. Abogado Asesor, Ministerio del Interior (2015-2018)
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Fue consentido, dice el defensor.

«No se embriagó con M.P., venía de antes ebria». «Estaba prendida», dice un testimonio. “Sale por sus medios de la disco, nadie la empuja, nadie la obliga, nadie la secuestra”. “Llegan los dos caminando”, “se dan besos”. Sostiene.

Difícil tarea le ha tocado al abogado, muy difícil.

“En el rincón puedo ver una resistencia, pero no una resistencia definitiva, es una resistencia que termina ¿sabe cuándo? Y lo tiene que haber visto el Tribunal, cuando viene uno de los guardias y golpea la puerta. Ellos se sorprenden y se van. Pero consciencia la niña tiene, porque yo la vi, que sube sus pantalones”, “se vuelve a subir, en un acto de finura motora importante, el cierre del pantalón. Es más, se sube su blusa y tapa sus senos y sale caminando”. Comenta sobre el video.

“En algún momento la protege porque se va a caer, la toma, la ayuda, pero es no significa que no tenga consciencia”. “No existe incapacidad alguna”, “no tenía por qué seguir, estaba el guardia”, “podría haber pedido ayuda”.

“Y hay una sonrisa”. Y es que la sonrisa es algo muy importante, con sonrisa no hay violación. “Llegan de la mano, riéndose”. Insiste.

Es difícil elaborar argumentos cuando se tiene todo en contra, pero no por eso vale caer en los estereotipos. Incluso desde un punto de vista instrumental, éstos pueden jugar en contra de la propia defensa.

Son estereotipos frecuentes que todos hemos escuchado y que el feminismo ha logrado imponer como tales: mujer honesta, mujer mendaz, mujer instrumental, mujer co-responsable, mujer fabuladora (citado por Carla Cerliani, Actualización de discusionesy debates en torno al consentimiento en los casos de violencias sexuales, en Feminismos y Política Criminal).

En el caso de La Manada la defensa ofreció como prueba una foto de la víctima, que tenía en su perfil privado de una red social, con una camiseta que decía: “Hagas lo que hagas, quítate las bragas”. ¿Qué tiene que ver eso con haber sido víctima de una violación grupal? Nada. No obstante para algunos, como la defensa, pero no solo para la defensa, una camiseta como esta es algo así como un indicio de consentimiento. La mujer honesta no habla de sus bragas. Para colmo, aunque parezca increíble, en una primera instancia se aceptó la polera como prueba, pero no unos Whatsapp de los acusados, previos a San Fermín, en los que decían “¿Llevamos burundanga? Tengo reinoles tiraditas de precio. Para las violaciones”. Porque claro, lo primero es pertinente; lo segundo sería prejuicioso.

Esta lógica torcida lleva a que en un delito sexual se hagan (y peor aún, se piensen aunque no se hagan) preguntas que nunca se harían, por ejemplo, en un robo. Supone Cerliani:

“―¿Cómo estaba vestida usted? Describa la cartera, ¿era muy llamativa?

―¿Está segura que llevaba una cartera en su brazo? ¿No le regaló la cartera al hombre y ahora se arrepiente? ¿No se la prestó a ese hombre con anterioridad?

―¿Usted tiene seguro por robo de cartera? ¿Conoce a la persona que usted dice que le robó? ¿Tiene algún conflicto previo con ese hombre?

―¿Siempre camina a la hora de la siesta con una cartera en la mano?”.

De ahí que esta perspectiva haya permitido construir la violación desde la violencia física y desde la resistencia tenaz. Una “resistencia definitiva”, como dice la defensa. Los mejores penalistas del mundo la sostuvieron en su momento.

Así, por ejemplo, Francesco Carrara, jurista italiano, señalaba en 1956:

“Existe violencia verdadera siempre que la voluntad contraria de la víctima fue dominada por la fuerza física o fue subyugada por una fuerza moral consistente en la amenaza de un grave mal (…) pero es preciso, sin embargo, que la resistencia de la mujer que se dice violentada se haya manifestado con gritos o con actos de fuerza que realmente demuestren en ella una voluntad contraria a la de su agresor. No basta que la mujer se haya limitado a decir que no quiere, dejando después que el hombre realice sus deseos sin oponer resistencia (…). Bien se sabe, por una antiquísima sentencia, confirmada por la creciente experiencia de todos los siglos, que en tales casos, bajo la apariencia de un exterior reticente, se oculta frecuentemente un vivísimo deseo consentidor” (citado en Cerliani).

A su vez, Sebastián Soler, autor argentino, en 1970 decía:

“Se configura el delito de violación cuando el autor debía vencer una resistencia ‘seria y constante’ y que no debe confundirse con verdadera violencia —que generalmente dejará en las ropas y el cuerpo de la víctima otras señales que la del acto sexual mismo— con la discreta energía con que el varón vence el pudor de la doncella que en realidad, desea y consiente” (citado en Cerliani).

Desde eso ha corrido bastante agua (y sangre) bajo el puente y hoy, no gracias a Dios, sino gracias al feminismo y su lucha por imponer la perspectiva de género, en la doctrina penal prácticamente ya no se defienden posturas así. Sin embargo, desgraciadamente, estos “argumentos” siendo una práctica usual ante Tribunales. Y, peor que peor, siguen siendo todavía más habituales fuera de ellos.

Han pasado 64 años y 50 años desde esos dichos, que hoy casi no podrían estar en libros. Pese a ello, siguen estando vivos en los pensamientos de aquellos que los consideren razonables. El verdadero cambio vendrá cuando este tipo de cuestiones ya no se puedan decir, no porque estén prohibidas, sino porque no se podrán siquiera pensar. Para eso hay que seguir cambiando ese machismo que se disfraza de sentido común o de argumento.

Sin empujón, sin secuestro, sin resistencia “definitiva”, y hasta con sonrisa, también puede ser violación.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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