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Constitución del 80: el alma hispánica contra el espíritu de la revolución francesa Opinión

Constitución del 80: el alma hispánica contra el espíritu de la revolución francesa

Mauro Basaure
Por : Mauro Basaure Universidad Andrés Bello. Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social
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La constitución del 80 responde a una tradición anómala en el contexto internacional; a la tradición hispánica. Entre otras cosas esto significa que no responde a la tradición de la revolución francesa, como sí lo hacen la mayoría de las constituciones del mundo occidental moderno.

Con tradición no me refiero aquí tanto a la dimensión jurídico instrumental como sí a lo que podemos llamar el alma de la constitución. Quien se dé la trabajosa tarea de estudiar las Actas Oficiales de la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, o Comisión Ortúzar, instaurada en 1973 por la junta militar y cuya finalidad era el anteproyecto de la Constitución de 1980, podrá ver que esta tiene un alma hispánica. Por cierto, en esas actas también se discute y afirma la tradición peninsular en relación con cuestiones jurídico-administrativas e instrumentales, como cuando se trata del rol de los municipios o del espacio que se le debería dar a la jurisprudencia, entre otros aspectos. Pero ello es secundario.

Lo esencial es que el alma hispánica de una Constitución concebida como restauradora, debía exorcizar el espíritu de la revolución francesa. Así como a esta (del mismo modo que a la “revolución americana”) se le reconoce en tanto que una influencia clave en la independencia, asimismo se busca ahora borrar sus rastros de la institucionalidad democrática de Chile. Efectivamente, el núcleo del asunto es reemplazar un concepto de democracia anclado a la noción de soberanía del pueblo (propio a la tradición de la revolución francesa) por uno que, en esas Actas se llama “democracia clásica”, y que responde básicamente a la tradición católico medieval del derecho natural, que remonta a la tradición aristotélico-tomista y a San Isidoro de Sevilla, entre otros padres del derecho canónico.

Según esta tradición, los derechos de las personas, sustentados en una concepción cristiana del hombre, son anteriores al ordenamiento jurídico, anteriores al Estado y a la democracia, y como tales deben ser protegidos incluso contra el Estado y la democracia, cuando estos no son instrumentos para su realización. La tarea más fundamental de una Constitución es precisamente poner límites al Estado y a los resultados posibles del juego democrático cuando estos atentan contra los derechos individuales pre-políticos.

Esta fórmula del derecho contra la política y la soberanía del pueblo podría haberse anclado perfectamente a una formula liberal del derecho natural, como la que deriva de Locke, por ejemplo. Pero es precisamente ahí donde, de manera contraria a concepciones liberales y neutrales del Estado, la Constitución del 80 se nutre de lo que se denomina la tradición hispánica para defender una concepción cristiana y católica del individuo y la sociedad. En las Actas de la Comisión Ortúzar, se rechaza tajantemente el concepto de “soberanía popular”, pero no el de “bien común”, en la medida que este se asimila a una “forma de vida” que expresa tal concepción. Todo esto al punto de que, en tales Actas, se discutió si hacer o no una referencia explícita a la Encíclica Pacem im Terris de Juan XXIII, precisamente por su exaltación de los valores humanos en este sentido pre-político. Es sobre este trasfondo hispano teológico de derecho natural que debe ser entendido cómo se engarzan nociones seculares como la de la subsidiariedad del Estado. Von Hayek calzará bien, pero no está en el origen; no es el alma de la Constitución.

Pero este discurso hispanista en dichas Actas pretende algo más: en vez de ser concebida como otra importación de idearios extranjeros (como sí sería la revolución francesa y sobre todo el marxismo) se afirma que el hispanismo expresa la verdadera esencia de la chilenidad. La tradición nacional, se dice en esas Actas, no deriva de la Revolución Francesa sino de la tradición hispánica, cuya mejor expresión en la historia nacional de Chile sería el pensamiento político de Portales. Aunque no se los mencione en las Actas, se huele aquí el hispanismo de Jaime Eyzaguirre, y sus herederos, Mario Góngora y Bernardino Bravo. La Constitución nacionalista (como se le quiso llamar, según se cuenta en las primeras Actas, en 1973) no deja de reconocer tradiciones e influencias extranjeras, como la alemana en las FFAA, la inglesa en la institucionalidad política y la francesa en cuestiones culturales. Pero es, sin duda, la “esencia hispánica” (así llamada en un Memorandum de 1974 de la Comisión) la influencia más importante.

Esto fue a tal punto relevante que se llegó a discutir si en los Memorandum constitucionales debía consagrase un reconocimiento explícito “a la tradición hispánica”. Esta propuesta, hecha por Alejandro Silva, fue contrariada por Jorge Ovalle, no porque estuviese en desacuerdo con dicho reconocimiento sino por temor a que se la interpretara como un guiño al “régimen vigente en la Madre Patria”; el gobierno de Franco, aún vigente al momento de estas discusiones y con cuyas instituciones la Comisión Ortúzar tenía fuertes relaciones de intercambio. Ovalle responde “La tradición chilena… recoge a la hispánica y la enriquece con nuestra propia vivencia, de modo que … bastaría con referirse estrictamente a nuestra propia tradición”. Y así se hizo, como consta aún en el artículo 22 de la Constitución del 80.

Con todo ello la tradición constitucional que emana de la revolución francesa es puesta en el lugar de lo no nacional, cuando no de lo antinacional. Aunque no se le haga mención, se respira aquí el conservadurismo antirevolucionario de Edmund Burke. Todo esto impregna el alma de la Constitución del 80, la que no puede ser deslavada mediante reformas, por muchas que se hagan. Contra esa alma, el espíritu de una nueva Constitución debiese reanclarse a la tradición de la revolución francesa, como lo hacen la gran mayoría de las constituciones del mundo moderno, en que se conjugan, en una sola fórmula republicana, los derechos humanos y la soberanía del pueblo, como cuestiones que van de la mano y nutren mutuamente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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