La metáfora que propongo es una laguna de aguas calmas. Muy calmas. Y en el centro de ella, alguien arroja un objeto pesado. Y sobre la laguna, hasta el momento calma, muy calma, comienzan a dibujarse ondas concéntricas que se desplazan, lenta pero entusiastamente, hasta desaparecer o alcanzar las orillas.
Ahora, vamos al rodeo que propongo para explicar la metáfora.
La franja electoral ha mostrado que los partidos han apreciado un cambio en el electorado.
No recuerdo (aunque es probable que esto haya pasado antes) una franja en que el centro de la campaña lo ocupara la diversidad. Los hijos e hijas de migrantes europeos, y los mestizos y las mestizas de clase media acomodada y letrada, casi no aparecen. Sí, tienen presencia. Lo que está en disputa es su protagonismo, no su presencia.
Homosexuales, indígenas nativos, pastores evangélicos (para advertir sobre el demonio del Rechazo o anunciar la paz del Apruebo), ecologistas, mestizos de clase baja no letrada, toman protagonismo, como una suerte de demostración de que los partidos (los verdaderos consignatarios del tiempo que la ley destina a la propaganda electoral televisivo) entienden lo que está pasando.
Es cierto. Esta vez la franja no busca posicionar a un candidato o una candidata, como ocurre en las parlamentarias o presidenciales. Pero lo que me llama la atención es que para posicionar una idea (aprobar o rechazar, especialmente si se quiere rechazar para transformar) los líderes de los partidos cedan su protagonismo, para así apelar a la diversidad.
Hay un dato que suele estar ausente de nuestros análisis. Entre la caída del Muro de Berlín y la Presidencial del 89 en Chile, hubo poco más de un mes de diferencia: del 9 de noviembre al 11 de diciembre de 1989. En esa presidencial, votamos (¿recuerdan la esperanza que nos movilizó para votar?) más de siete millones de personas (7.158.727). Casi un 98% (es decir, 6.979.859) lo hicieron válidamente. Es decir, entre nulos y blancos, apenas llegaron al 2,5 por ciento (algo así como 180 mil personas). Todo esto, en un padrón electoral compuesto por 7.557.537 personas: la abstención llegó a 300 mil personas (poco más del 5% de los inscritos).
Estos guarismos no se han vuelto a repetir. En la primera vuelta de la última presidencial (¿recuerdan el temor que nos movilizó a votar?) votamos poco menos de siete millones de personas (6.703.327). Casi un 98% (es decir, 6.600.280) lo hicieron válidamente. Es decir, entre nulos y blancos, apenas llegaron al 1,5 por ciento (algo así como 103 mil personas). Todo esto, en un padrón electoral compuesto por 14.347.288 personas: la abstención llegó a 7.643.961 personas (poco más del 53% de los inscritos).
¿Para qué traigo a colación estas cifras?
Tengo la impresión que quienes lideraron el retorno a la democracia en Chile lo hicieron (y ojo: no veo dolo en esto) sin percatarse que había caído el Muro, y con él, como dijo Luis Guastavino, las catedrales, esas que nos enseñaron a ver todo en blancos y negros, despreciando los grises, esos que no son ni chicha ni limoná.
Y, por lo tanto, estimaron que la política de los blancos y negros era la que permitiría repolitizar a los ciudadanos y ciudadanas. Aún recuerdo a un no-electo-candidato a senador por Chiloé, quien, en plena parlamentaria del 89, prometía a los electores rescatar los proyectos que tenía pendiente antes del Golpe para poder concretar esa obra.
La creación de la Agci fue la evidencia más clara del proyecto que se venía para repolitizar al país. Los dineros de la cooperación internacional, claves para recomponer el tejido social que destrozó la Dictadura (¿recuerdan el “disuélvanse” con que los militares nos impedían caminar en grupos de cinco, siete personas por las grandes y pequeñas alamedas de la ciudad?), dejan así de llegar directamente a las ONG, pues ahora el Estado sabe cómo conducir la sociedad.
Y esa noción de política sirvió para convocar a los ciudadanos durante unos cuantos años. ¿O hay alguna otra explicación para la victoria en primera vuelta de Eduardo Frei (Ruiz-Tagle, por favor, no Montalva)? Un candidato que prácticamente no hablaba. ¿Y quién fue su principal rival? Alessandri (Arturo, no Jorge). En esa presidencial, Max Neef, el de los mosquitos, llegó al 5,5% de los votos.
Pero su capacidad de convocatoria se fue deteriorando. ¿O hay alguna otra explicación para que Ricardo Lagos, el más republicano de los presidentes posdictadura, tuviera que sudar la gota gorda para imponerse apenas en segunda vuelta a Joaquín Lavín, un candidato al que le sobraban cinco minutos para responder en los debates televisivos? Un Lagos que cambió su “Crecer por igualdad” (claro, categórico) por un “Chile mucho mejor”, lo más parecido que pudo encontrar al “Viva el cambio” que lo tenía contra las cuerdas.
Deteriorada, pero aún con vida. Porque vino Michelle Bachelet a su rescate, y los partidos, aún ignorantes de la caída del muro y escépticos de la caída de sus catedrales, aceptaron de mala gana un remedio que podía ser peor que la enfermedad. ¿O hay alguna otra explicación para que los republicanos partidos de la Concertación aceptaran una candidata que ni siquiera sabía cómo se fija el tipo de cambio en el país? Con su liderazgo, pareció que la Patria por fin se transformaba en Matria. Pero el enfermo aún goza de algo de salud.
Aunque hoy ya no parece haber antídoto eficiente. Y la franja es la mejor confesión de partes.
La propuesta de la democracia como una laguna calma en la que arrojamos una piedra al centro, para que ondas concéntricas se dibujen y comiencen a expandirse hasta llegar a las orillas, hasta alcanzar toda la extensión de la laguna, ya no satisface, ya no convoca. Ese ideal de democracia, de cumplirse, a la larga haría que todos nos parezcamos a quien inicialmente estaba al centro: allí donde cayó la piedra y se inició todo. Y hoy (por favor, vean la franja) ni siquiera los partidos ofrecen esto como un ideal: parecerse a aquel varón que, gracias a la institucionalidad aún vigente, logró quedar en el centro de la laguna de aguas calmas.
Hoy, en Chile el muro –también las catedrales– tambalea, más que nunca. Un movimiento ciudadano sísmico es el causante. Movimiento que ni la violencia de unos pocos ni la incapacidad del Estado por cercarla, hacen olvidar.
Por eso, no necesitamos una nueva Constitución.
Necesitamos un proceso constituyente, que es distinto. Porque aquel Estado que nos fue impuesto mediante procesos de conquista y colonización ya no nos sirve.
Porque la laguna ya no está calma, pues sobre sobre ella han caído, están cayendo, muchos objetos. Y hoy el desafío consiste en cómo le damos institucionalidad a una laguna en que las ondas comienzan a impactarse, para que podamos pasar del choque a la intersección. Del con-vencer al con-mover.
En eso podemos transformar el 25 de octubre de 2020.