El escenario internacional actual continúa evidenciando la mayor modificación de su estructura y contenidos desde su creación hace 75 años. Los cambios observados son una alerta y presionan a los países a considerar reformas si quieren permanecer relevantes para promover sus intereses nacionales. Resulta interesante destacar que, en el caso de Chile, el nuevo contexto internacional coincide con lo que pareciera ser la renovación de su modelo político y económico. Los cambios a nivel internacional y doméstico, en consecuencia, reclaman la consideración de un nuevo ciclo de política exterior, la cual ha sido implementada, con pocas variaciones, desde el retorno a la democracia en 1990.
Los especialistas señalan que a partir de la Segunda Guerra Mundial se construyó un orden liberal internacional con instituciones, acuerdos globales y regionales, en el cual Naciones Unidas jugó un papel relevante. En un primer momento, este orden asumió como prioridades los temas de paz y seguridad, lo que con el tiempo acotó significativamente el uso de la fuerza en comparación al período anterior. En paralelo, ese orden fomentó la cooperación entre los países como principio rector de las relaciones internacionales, lo que se visualizó en la ascendente evolución del Derecho Internacional, la protección de los DDHH y la expansión del libre comercio.
La primera modificación sustantiva de ese orden internacional tuvo lugar con la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. Este hecho significó el desplome de la confrontación ideológica y el fin de la Guerra Fría, por lo que los temas que la ciencia política llama de “alta política” – seguridad, defensa y política del poder – cedieron a favor de la cooperación, la libre circulación de personas, bienes y servicios, la profundización de las tecnologías de la comunicación e información y el transporte internacional. A esta evolución los analistas llamaron “Globalización”. La creación de la OMC en 1995 y el posterior ingreso de China, en diciembre de 2001, reforzaron la Globalización y la legitimidad de un sistema multilateral comercial de perfil capitalista.
Con el liderazgo de Naciones Unidas, la agenda internacional evolucionó más allá del pilar de paz y seguridad, avanzando hacia el desarrollo sostenible (Agenda 2030 en 2015) y el cambio climático (Acuerdo de París en 2016). Asimismo, si bien el fin de la Guerra Fría otorgó a EE.UU. el perfil de “single operator” en los primeros momentos, con el tiempo permitió lo que Fareed Zakaria llamó “the rise of the rest”, perfilándose un panorama multipolar. Aún más relevante, el escenario internacional a partir de 1990 permitió la promoción de un modelo de desarrollo que combina democracia representativa, un Estado de Derecho a nivel doméstico e internacional protector de los DDHH, mercados abierto e intercambios crecientes. Además, ayudó a la incubación de temas ascendentes como la igualdad de género, el fortalecimiento de la sociedad civil y la preocupación por el fenómeno de las migraciones. Este modelo otorgó estabilidad política y un progreso económico sin precedentes, no sólo en países de Occidente, sino también en otras regiones del mundo, aunque con diversa amplitud y valores.
Chile fue considerado como parte de las experiencias exitosas de ese modelo de desarrollo naciente de la pos-Guerra Fría. Hay que recordar que el primer gobierno democrático, liderado por el presidente Patricio Aylwin, implementó políticas públicas domésticas bajo el lema “crecimiento con igualdad”, en tanto en el plano externo se adoptaron medidas para “la reinserción política, económica, comercial y de cooperación de Chile”, teniendo presente el marcado aislamiento que sufrió nuestro país entre 1973 y 1990. Esta reinserción internacional adoptó diversas facetas, destacándose la creación de una nueva imagen-país, la renovada presencia de Chile en los organismos internacionales y una constante liberalización comercial. En 1994, Chile ingresó a Foro de APEC en donde se encubarían diversos TLCs y en el 2000 adhirió a la OCDE.
A nivel de organismos internacionales, es importante destacar que, liderados por Juan Somavía, Naciones Unidas organizó la Cumbre Social de 1995 y que Chile sería miembro del Consejo de Seguridad en diversas oportunidades. Por casi tres períodos un chileno ocuparía el máximo cargo de la OIT y destacados connacionales ejercerían como Directores Generales Adjuntos en la OMC y la OMPI, entre otros altos cargos desempeñados por chilenos en organismos internacionales. La ex-presidenta Michelle Bachelet ocupó la máxima dirección de ONU-Mujeres y hoy desempeña el cargo más relevante en el sistema internacional de derechos humanos.
Por lo anterior, efectivamente el retorno de Chile a la democracia en 1990 coincidió con un orden internacional de transición, caracterizado por la aceleración de la interdependencia y la globalización. A la vez, ese retorno abrió un ciclo de política exterior chileno particularmente exitoso, estrechamente vinculado y funcional al desarrollo político y económico a nivel interno. Chile tuvo entonces el mérito de “leer bien el contexto y las tendencias” en el orden internacional e implementar una reinserción que maximizó nuestro interés nacional.
Ahora bien, sin desmerecer las realidades ocultas de toda estadística, pero tampoco sin menoscabar el valor de los índices internacionales, hay indicadores que es necesario relevar en todo análisis serio. El índice más significativo de todos fue la pobreza por ingresos que disminuyó del 68,5% en 1990 al 8,6% en 2017. En términos de desarrollo, este indicador es simplemente notable para nuestra historia nacional y en términos comparativos a nivel global.
Hay otros índices interesantes como el ingreso nacional bruto per cápita, que es el que realmente mide desarrollo – y no el PIB per cápita –, el cual aumentó desde US$ 2.350 en 1990 a US$ 15.010 en 2019; también las exportaciones de bienes y servicios alcanzaron US$ 22 mil millones en 1990, ascendiendo a US$ 90 mil millones en 2019; el PIB era US$ 33 mil millones en 1990 y se multiplicó por 9 para alcanzar US$ 282 mil millones en 2019. En todo caso, estos últimos indicadores no han impactado con la velocidad deseada en el coeficiente Gini sobre desigualdad (44.4 en 2017).
En retrospectiva la reflexión está lejos de ser bicolor. Como toda obra humana, los procesos sociales, políticos y económicos carecen de perenne perfección. Portan el germen de sus propios límites. A veces de su propia evolución o de su autodestrucción. Utilizando la frase de Karl Popper, las políticas públicas son siempre “una búsqueda sin término” y aquellas que nos permitieron progresar económica y socialmente en democracia desde 1990, no son necesariamente las más idóneas para responder al reclamo actual por una mayor y mejor democracia, igualdad de ingresos y oportunidades, meritocracia y el reconocimiento de derechos sociales garantizados. Sin embargo, hay que reiterar que Chile logró un desarrollo objetivo en los últimos 30 años, combinando sus políticas domésticas con una política exterior coadyuvante. Lo curioso es observar que hoy Chile se enfrenta a un proceso de recomposición en ambos niveles: nacional e internacional. ¿Es esto una nueva coincidencia? ¿Son cíclicos los procesos históricos? ¿Estamos frente a un nuevo desafío nacional de la misma o similar magnitud que aquel de 1990?
En Chile, a partir de octubre de 2020, se ha puesto en marcha un proceso constituyente dirigido a redefinir el contrato social en la misma ley básica o fundamental. En la versión optimista, Chile se encamina a introducir una modificación sustancial de su régimen democrático en sentido amplio, extendiendo los horizontes de participación no sólo en el proceso político, sino en forma más preponderante en la distribución de los beneficios económicos y sociales del modelo que se adopte. En la versión optimista esto es posible si se procesan en forma apropiada los legítimos anhelos políticos, sociales y económicos con un nivel consistente de ingresos fiscales que permita financiar esos anhelos, sin endeudar a las generaciones futuras ni deteriorar irreversiblemente las finanzas públicas. En la versión optimista este cambio estructural sólo será posible si se acompaña de una reforma de Estado de Chile de igual dimensión y naturaleza, ya que será éste el principal administrador de los ajustes, modificaciones o del nuevo modelo que se acuerde por consenso o por el uso de la regla democrática de la mayoría.
Es igualmente importante subrayar que a nivel internacional también hay vientos de cambio. El proceso de globalización ha sido cuestionado y algunas críticas son muy parecidas a los reclamos a nivel local: favorecer a las élites, facilitar la desigualdad al interior de los países y entre los países, falta de participación, ineficiencia de los organismos internacionales, etc. El sistema democrático también ha sido objeto de una narrativa negacionista a nivel internacional. Además, tal como ocurrió a nivel personal, familiar y colectivo, la pandemia ha alterado significativamente las prioridades del sistema internacional y hoy se han acelerado las tensiones entre el hegemon y el que pareciera ser su principal desafiante, en lo que se avizora como una Guerra Fría revisada desde la lucha por la supremacía geo-tecnológica.
Algunos comentaristas advierten que el reordenamiento a nivel internacional vendrá en la forma de mini-clubes entre países afines. Hay desconfianza en los actores estatales en la economía, en especial como agentes activos, y escepticismo en la posibilidad de administrar las asimetrías objetivas que se traducen en geo-dependencias. Hay que nivelar la cancha. Lo que hace sentido para los economistas no necesariamente hace sentido para la política exterior. Una política exterior anticipa responsablemente el riesgo de las interdependencias y asimetrías que se traducen en presiones y fricciones inapropiadas que no son posibles resistir sin confrontación.
En suma, existen los elementos para determinar la existencia de una coyuntura crítica, a nivel interno y externo, que explican el fin de un ciclo de política exterior y que demandan el diseño de una nueva o renovada aproximación. En la versión optimista, Chile cuenta con profesionales capacitados para “leer bien el contexto y las tendencias” y podrá atender las demandas domésticas, sin descuidar el interés nacional en el escenario internacional.
Las sugerencias que podrían encaminar un nuevo ciclo de política exterior se localizan en distintos niveles de análisis. Se podría explorar la posibilidad de que la nueva Constitución incorpore un capítulo sobre política exterior, con principios y ámbitos de acción, así como un reconocimiento expreso a la carrera diplomática como eje central, profesional, despolitizado e independiente de una política exterior asumida como consenso de Estado. Lo anterior implicaría el desafío de la coherencia y sincronía (formal y sustantiva) entre la nueva Constitución y la forma en que se expresa la política exterior, mediante una legislación derivada que facilite producir nuevos contenidos que guarden la necesaria concordancia y sentido entre el mandato constitucional y las tendencias internacionales ascendentes y prospectivas. En el nuevo escenario internacional que se está configurando hay materias que destacan: uno es el cambio climático; otro es la urgencia de renovar el sistema multilateral; y el tercero es la aceleración tecnológica, sus aplicaciones, incluidos el fenómeno de la ciberseguridad y el impacto de las llamadas FAANGs.
La variable independiente que continuará dominando el panorama internacional es la fricción entre el actual hegemon y su retador. Una primera línea sería promover en la comunidad internacional un clima de acercamiento permanente entre ambos, de manera que todos los canales de diálogo y cooperación se encuentren siempre abiertos. A nadie conviene el distanciamiento entre China y EE.UU. Además, y quizás más relevante, una política exterior independiente debería resguardar la soberanía nacional y evitar ser víctima directa o daño colateral de la trampa de Tucídides.
Se acerca un período de reflexión sobre nuestra política exterior, con miras a reinventar un nuevo ciclo. No es necesario desechar todo lo construido hasta ahora; el ejercicio que viene debería ser de reflexión, reinvención y ajuste. El actual proceso constituyente y las próximas elecciones presidenciales deberían ser un espacio para motivar a seguidores y especialistas, a partidos políticos y centros académicos y de estudios, a los diplomáticos de carrera, en la formulación de un nuevo ciclo o paradigma de política exterior de Chile.