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¿Ingreso básico universal o bienes básicos universales? MERCADOS|OPINIÓN

¿Ingreso básico universal o bienes básicos universales?

François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
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Un hecho importante parece ausente del reavivado debate en Chile sobre el ingreso básico universal (IBU): cualquiera que sea su forma, los proyectos discutidos siempre prevén un pago en forma de renta pecuniaria, es decir, en efectivo. Sin embargo, se podría imaginar que se pagará de otra manera, por ejemplo, en forma de una canasta de bienes básicos, es decir, en especie. ¿Por qué no sería un consumo básico universal (CBU), manteniendo la propiedad central del IBU de no poner ninguna condición previa a la persona que lo recibe?

La sorpresa, cuando se hace esta pregunta, es darse cuenta de inmediato de que esa canasta ya existe, y que representa una proporción muy significativa del ingreso nacional en la mayoría de los países grandes. En varios países europeos, tanto los ricos como los pobres tienen acceso a la escolarización pública gratuita para sus hijos, y el acceso a la salud es más o menos «universal». De hecho, las cuentas nacionales incluyen este consumo en los ingresos de los hogares. En cierto modo, el IBU ya existe, pero se paga en especie.

Lo que llama la atención en Chile es que el acceso a los bienes básicos está lejos de ser universal. La discriminación es fuerte. ¡Sí!, las personas de bajos ingresos tienen acceso a la escuela pública que es gratuita cuando los altos ingresos suelen acudir al costoso sistema privado; también los pobres tienen Fonasa, y los ricos Isapres. Pero los servicios entregados son muy diferentes y son la fuente de resentimiento. Cada uno de nosotros acepta menos una distribución desigual en la salud o la educación que en los viajes aéreos u óperas. ¿Por qué, en un esquema universalista, no habría un consumo (casi) gratuito de algunos servicios para todos, financiado por impuestos progresivos? ¿Por qué, antes de repetir IBU, IBU con una curiosa unanimidad tanto a la derecha como a la izquierda, no nos fijamos más en la coherencia global del Estado Providencia, cuyo papel es también garantizar esos servicios básicos a la población?

¿Una redistribución por bienes o por ingresos?

Esta pregunta atormenta hace mucho tiempo a los economistas y filósofos. El acceso a la educación superior, gratuita o no, ilustra el dilema. Chile ha tomado la decisión política de favorecer una apertura muy amplia. Los opositores a las universidades gratuitas utilizan un argumento que parece de sentido común: la medida es injusta porque, en su universalidad, subvenciona la educación de los hijos de los ricos, los cuales además son los más numerosos en proporción. Se trata de un sistema regresivo de redistribución y, por tanto, condenable.

El argumento es hipócrita. Curiosamente, a veces viene de la misma gente que está a favor del IBU en su forma extrema sin notar la contradicción. Cualquier redistribución, en efectivo o en especie, es financiada por el sistema tributario: con un impuesto progresivo, los ricos implícitamente «pagan» más por el acceso a la universidad de la misma manera que pagarían más por el IBU. La cuestión aquí es pragmática: si las clases trabajadoras envían a sus hijos a la universidad muy poco, entonces el sistema de becas funciona bastante bien; en el caso contrario, el sistema de gratuidad es una modalidad razonable. (Tal vez, habría sido más juicioso aspirar a una educación primaria o secundaria gratuita en primer lugar, ¡pero los alumnos menores no votan!). Si los niveles de ingresos fueran menos desiguales en la población, entonces sería concebible cobrar solo a los que decidan ir a la educación superior. Pero esto es lo que haría que el IBU y el CBU fueran innecesarios. En cualquier caso, el paralelismo, tanto económico como ético, entre IBU y CBU, es evidente.

La mayoría de los economistas dicen que es mejor distribuir en forma de ingresos que en forma de consumo gratuito o subvencionado: dejar el sistema de precios intacto permite tener mejor en cuenta el coste económico de los bienes. Además, la gente puede preferir tener el dinero y gastarlo como quiera. Sería paternalista dirigir a la gente hacia ese consumo cambiando el sistema de precios.

Este argumento es frágil. Ya la distribución de ingresos sin compensación interfiere con uno de los precios más importantes de una economía, a saber, el precio del trabajo en relación con el ocio (o los bienes permitidos por el ocio). Este punto está en línea con una crítica común del IBU, que tiene un efecto disuasivo en el trabajo, un punto que no ha sido hasta hoy verificado empíricamente.

James Tobin y James Meade, dos grandes economistas, tenían la vista más amplia. Cuestionaron este dogma de una redistribución únicamente a través de los ingresos. Tobin vio los casos donde hay beneficios en un consumo subvencionado (lo que llamó igualitarismo específico). En primer lugar, la ventaja es un menor costo de información y de vigilancia. Además, la ayuda llega a los que la necesitan de manera menos estigmatizante y mejor tolerada por la sociedad que la ayuda monetaria específica, porque todos se benefician de ella.

John Rawls está en línea con esta perspectiva y muestra une cierta desconfianza en el IBU. Da prioridad al principio de libertad, es decir, al acceso de todos a los derechos fundamentales. Expresa desconfianza en un Estado que solo llevaría a cabo su política de redistribución para evitar tener que plantearse la cuestión más difícil de los derechos políticos. Pero pone en segundo lugar el principio de reciprocidad, que expresa en forma de igualdad de acceso a los bienes primarios, noción amplia que también incluye los servicios básicos asignados gratuitamente por el Estado.

El filósofo Thomas Nagel y el economista Liam Murphy han reflexionado juntos sobre las propiedades del sistema fiscal desde el punto de vista de la justicia. Señalan las ventajas éticas y económicas de la imposición (progresiva) del consumo sobre la imposición de la renta. Porque aquí hay un segundo paralelismo: el IBU es consistente con un impuesto sobre la renta; el CBU, con impuestos sobre el consumo o sobre los gastos. Por lo tanto, si hay impuestos diferenciados según la naturaleza de los ingresos, ¿por qué no habría tasas diferenciadas sobre los gastos, o incluso subsidios o gratuidad en algunos casos? ¿Por qué el IVA, un impuesto muy regresivo, no se modula en función de los bienes adquiridos con un objetivo redistributivo? Esto tiene los méritos de la universalidad que satisface al filósofo, y un enfoque más estrecho de la solidaridad social.

No estoy abogando aquí para que la redistribución se limite al suministro gratuito por parte del Estado de ciertos bienes básicos. La ayuda en forma de ingresos es indispensable. Pero introduzco este punto en el debate político: junto a la ayuda monetaria, el Estado chileno puede hacer un mayor uso del sistema de precios e impuestos sobre bienes y servicios para alcanzar sus objetivos de bienestar social. Esta es una prioridad para un desarrollo más justo y democrático.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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