La historia de las últimas tres décadas, la del mundo de la postguerra fría, la mundialización de los mercados, la globalización de las tecnologías y las crecientes migraciones, contrariamente a lo que presagiaron los tecnócratas neoliberales de los 80s y los 90s, no lograron ser una época “más humana”, de mayor cooperación entre las naciones y de solidaridad entre quienes viven dentro de sus fronteras.
Las primeras tres décadas del siglo XXI representan una época de hegemonía de las grandes potencias capitalistas, casi sin contrapesos, con crecientes desigualdades sociales, indiscriminada destrucción del ecosistema, deslegitimación de los poderes públicos y unos reactivos particularismos en sus más variadas expresiones. Pacíficos, como lo han sido las esplendorosas protestas de los llamados grupos vulnerables, pero también violentos, como son los nacionalismos y los fanatismos de la identidad.
Un claro reflejo de esta crisis mundial actual ha sido el fracaso de los acuerdos de paz entre Israel y Palestina firmados en Oslo en 1993. La feroz escalada de violencia entre ambos pueblos ya no tiene voluntad política para ser resuelta por los “expertos” de la “comunidad” internacional, sino para ser perpetuada por los mezquinos intereses de aquellas potencias, tanto occidentales como orientales, que apuestan al ganador que mejor satisfaga sus intereses.
Sin embargo, en la medida en que los seres humanos hemos estado más conectados tecnológicamente, mayor ha sido la conciencia de nuestras legítimas diferencias. Pero también de nuestras ignominiosas desigualdades, no sólo de trato sino sobre todo en nuestras condiciones básicas de vida, fruto de una mezquindad legitimada por la violencia del poder estatal y económico.
A partir de 2011, con ocasión de masivas revueltas callejeras en los más diversos rincones del mundo, se adquirió una conciencia global del profundo malestar que sufren las nuevas generaciones ante ese régimen del egoísmo llamado capitalismo neoliberal, cuyos incandescentes efectos desigualitarios han sido imposibles de paliar por parte de la acción de los gobiernos.
Estas movilizaciones dejan en evidencia que la institucionalidad política ya no sirve para satisfacer las expectativas de quienes se han visto privados de participar en los beneficios del sistema económico, ya sea por discriminación y desigualdad de trato, o por no contar con suficientes medios de subsistencia tales como alimentación, salud, educación, vivienda o vestuario.
Fue así como en Chile las protestas estudiantiles y medioambientales en 2011, pero sobre todo el denominado “estallido social” en 2019, representaron un profundo repudio no sólo a la herencia desigualitaria impuesta por la dictadura en los 70s y los 80s, sino también una abominación al circunspecto reformismo de los gobiernos democráticos elegidos a partir de 1989. Época en la que el pueblo soberano aceptó dejar en manos de los expertos el camino de las reformas políticas y sociales dentro del marco de una constitución impuesta por la dictadura en 1980.
Sin embargo, a partir de la década de 2000, se aprecia en la sociedad chilena una transformación cultural sin precedentes, producto del acelerado avance de las nuevas tecnologías y el ostensible crecimiento macroeconómico. Se consolida una ciudadanía mucho más educada e inconmensurablemente más diversa y crítica, que se atreve a imaginar un país todavía mejor que el que lograron mejorar, a tranco lento, los anteriores gobiernos democráticos.
En una sociedad de consumo y de crecientes demandas de autonomía, donde es la propia institucionalidad la que está sufriendo una crisis de legitimidad, la generación actual ya no les encomienda a los expertos el diseño de unas reglas más justas y racionales que garanticen un mejor ejercicio de los derechos. Lo que emerge es una voluntad de crear una nueva institucionalidad, donde sea la soberanía popular la que dote de sentido al ejercicio de los derechos.
Porque si bien los derechos fundamentales pertenecen a los individuos de la especie humana y constituyen una limitación al ejercicio del poder soberano, que detentan las mayorías, ¿quién decide el contenido y el campo de acción de tales derechos sino es la propia mayoría ciudadana en el marco de una democracia deliberativa y pluralista?
De ahí la presión del malestar porque sean los propios ciudadanos los llamados a crear y aprobar una Nueva Constitución. Ello explica el arrasador triunfo electoral de la opción “Apruebo” y del mecanismo de la Convención Constitucional en el plebiscito de 25 de octubre de 2020.
Se trata de una nueva institucionalidad que se legitima no por la justicia promovida por la racionalidad del consenso de la clase política, sino por el imaginario social proveniente de una voluntad popular que ha logrado gobernarse a sí misma.
Y las pasadas elecciones de convencionalistas constitucionales, donde fue precisamente la clase política del consenso racional la que fue reducida a su mínima expresión y en las que triunfaron los representantes del malestar ciudadano, no fueron sino la encarnación de la imaginación al poder.
“Imaginación al poder” fue una vieja consigna de los jóvenes rebeldes en el mayo francés de 1968, que invitó a las juventudes del mundo no sólo a “atreverse a pensar”, como pregonaba el credo ilustrado, sino a imaginar la posibilidad de construir, a través del ejercicio del poder soberano, una sociedad mejor.