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“Que se vayan”: los claroscuros de una política de migración Opinión

“Que se vayan”: los claroscuros de una política de migración

Sergio Martínez Gutiérrez
Por : Sergio Martínez Gutiérrez Lic Trabajo Social, Magister en Ciencias Sociales, Director Corporación Espacio Práxis
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Iquique es una ciudad pequeña, costera, ribereña, que hoy tiene cerca de 200.000 habitantes, arrinconada a un cordón de cerros de la cordillera de la costa. Esta ciudad se levantó como tal durante el siglo XIX, con su mayor impulso desde comienzos del siglo XX, antes solo fue un lugar de paso, un lugar de descanso, para otras rutas, ya sean marítimas o terrestres.

Ese Iquique que se levantó entre luz y penumbra, entre pobreza y prosperidad, lo hizo con personas provenientes de los lugares más recónditos de nuestro planeta, quienes aportaron en la construcción de una identidad que resalta en colorido, con una fisonomía identificable, en los sonidos andinos, en los ritos religiosos e instalaron formas de asociatividad que nos diferencia del resto del País. Hoy existen en la ciudad un número importante de grupos étnicos y nacionalidades, más allá de los pueblos peruanos y bolivianos con quienes cohabitamos esta macro región. Se encuentran; los chinos, los croatas, los ingleses, los italianos y españoles, y más recientemente, los paquistaníes y los hindúes. Es esta fisonomía multicultural la que se vio perturbada por la llegada masiva primero de colombianos y recientemente de venezolanos, en un nuevo y complejo proceso migratorio.

En los acontecimientos recientes en la ciudad, es posible que algo de esa identidad se haya visto perturbada, incluso más allá de lo acertada o no de las políticas y leyes migratorias, fue ese soporte social cultural y comunitario, que precisamente se levanta de esos procesos migratorios horizontales y verticales, el que se vio en riesgo de zozobrar. La supuesta seguridad de lo que somos se enfrentó a un devenir de incerteza, que puede entenderse en la pregunta existencialista, que hoy por hoy muchas personas se hacen, ¿en qué nos vamos a convertir? Es ese temor de deconstrucción, el que se antepone sin argumentos; no se solicitan y no son necesarios, a un nosotros víctimas; locales, nacionales iquiqueños, y un ellos delincuentes; foráneos extranjeros, y por supuesto lo que se justifica, lo que se demanda, es un nosotros primero, los Iquiqueños primero. Un nosotros contra ellos, que ya tiene pasajes en la historia de este norte, ya fue empujado por procesos socio-políticos, uno de ellos conocido como “chilenización”, que entre otras cosas, legitimó el actuar de las “ligas patrióticas”(1). Lo que se introdujo fue una chilenidad que debe ser protegida, debe ser protegida porque corre el riesgo de desintegración, es entendible la emergencia entonces de la figura del extraño, peligroso, migrante, el enemigo, como aquel que atenta contra esta identidad.

El grito que se escucha hoy en las calles de Iquique es, ¡Que se vayan!, que de alguna manera refuerza esta idea nacionalista de cierta chilenidad ontológica, de que chile es para los chilenos. Pero, ¿qué puede representar este enunciado sino la imposibilidad de diálogo y búsqueda de solución?, se manifiesta explícitamente, la imposibilidad de una voluntad de conocer, pero ¿y por qué se manifiesta este apriorismo de expulsión?, las respuestas no están solo del lado de lo que se manifiesta, sobre todo porque hay una idea de ciudad de migrantes que es constitutiva como señalamos anteriormente, al parecer en los actos vandálicos realizados por adherentes de la marcha anti migrantes, esta contradicción los acompañó permanentemente.

Lo que se confronta, es esa figura que no queremos ver, nuestro “Venom”, que para controlarlo requiere de su propio “némesis”. Pero, en definitiva, la pregunta que nos puede ubicar es, ¿cómo somos en realidad?, ¿cómo se resuelven los dilemas éticos que luchan contrapuestos?, lo que se pueda hacer con la migración depende más de estos elementos que de los protocolos y decretos, en otras palabras, la relación de convivencia que podamos tener con este multitudinario proceso migratorio, deberá ser resuelto en esta tensión intersubjetiva, en la relación cotidiana, que podamos tener los y las habitantes de este territorio.

Cuando las personas asistentes a la marcha, ven los medios televisivos y escuchan las radios, donde muestran lo diverso y amplia convocatoria, es cuando recién pueden observar lo grave y lamentable de sus actos, ver en televisión, la quema de pertenencias y el trato vejatorio de la “horda” enardecida pidiendo linchar al migrante, no tiene explicación ni siquiera para los y las asistentes, en eso consiste precisamente la contradicción, reúsan a reconocerse, verse así mismo en esa performance, provoca algo, incluso más ira.

Es una contradicción peligrosa, en el sentido que de no observarse los actos violentos, de alguna manera, todos nos podemos transformar en esos monstruos, o hacer actos monstruosos abominables que decimos perseguir. El límite de estos actos que atentan contra la humanidad, la frontera de las acciones por dar solución al problema, deben ser permanentemente revisados, para precisamente no encender esa llamarada violenta, que la humanidad en su historia ha tenido que reprimir para su propio desarrollo, no es aceptable en pleno siglo XXI, que emerjan gritos en contra de los DDHH, o de las organización pro-migrantes que despliegan ayuda solidaria y de cuidados, algo se está trastocando con el argumento de protegernos de la delincuencia foránea.

La voluntad individual queda atrapada, en el discurso de odio de un otro (el migrante venezolano) que lo representa, y así se suma a justificar tanta beligerancia, pero me atrevo a señalar, que no perciben su posición de violenta o agresiva, y por supuesto es menos probable, que puedan ver los discursos racistas que están escondidos en el rechazo a la delincuencia, y es que sencillamente no lo pueden ver, de alguna u otra forma, se transforman en el instrumento del deseo de un discurso, que introduce un mandato, una ley moral que exige ser defendida, pero se despliega como un mandato alienado y como tal, velado para el propio sujeto.

La razón de esta contradicción pudiera estar en nuestras propias prácticas culturales, sean estas religiosas o carnavalescas, que en las ciudades del norte de chile, son ríos identitarios, purgas que nos protegen de males y demonios, verdaderos antídotos que pueden ser utilizados indistintamente. En ese sentido, la relación del mandato moral, toma una forma ética, “me sacrifico por todos nosotros”, que en lo religioso es la transustanciación que me permite enfrentar al mal que quiere corrompernos, para finalmente, tener su recompensa, que no es otra que la del guardián de nuestra identidad, pero que se acciona travestido, poco claro incluso para el propio sujeto, que claramente, no estima reprochable su conducta, de hecho, el concepto que más controversia y malestar provocó en los partidarios de la expulsión, fue que le dijeran racistas.

Existe una compleja relación entre el decir, el pensar y el actuar, como si se pudiera constatar, que mediante el complejo fenómeno de la migración, se evidencia que al final, siempre emerge la verdad y será la verdad de Ley, quien la legitime. Esa verdad inmanente que emerge como enunciado de sentido común, es también, una mascarada, una careta tiraneña, que oculta lo reprimido. Pero lo real siempre emerge de alguna manera, ya sea como “chiste”, como ironía, como burla, pero también como violencia o como marcha anti migrantes. De alguna manera, nuestro inconsciente hace retornar eso que reprimimos, y decimos la verdad y actuamos en consecuencia. Deslizándose así, una verdad algo insoportable de aceptar, algo que retorna en forma de temor, de temor a lo que no conocemos, apareciendo la hostilidad, que se funde en identificaciones alienadas, de personas que no quieren saber de su hablar, que se esconden en la masa, en el grupo, en la horda, capaces de aterrorizar a niñas y niños, mujeres y hombres desprovistos de lo más mínimo y a la vez esencial, un lugar donde habitar. El temor que moviliza, el temor al otro, incluso niega transitoria o definitivamente, un lugar donde el encuentro con otro siga empujando al lazo, un lazo social que frene al individualismo y de rienda suelta al amor, un amor anticapitalista y antipatriarcal.

Es esta complejidad intersubjetiva, que nos enfrenta a una moral que oculta algo, oculta lo que no es capaz de ser dicho, es una moral constitutiva que se revela permanentemente en una ética social y religiosa, una guerra de pulsiones que se libra mucho más allá de las carpas y campamentos levantados improvisadamente, se libra en los callejones del inconsciente, en la propia constitución de lo moral, pero que sin embargo, siempre debe emerger, ya sea en lo intimo y privado de una relación o en la masa que marcha, ¿no es esta tensión moral una de las principales críticas a las prácticas religiosas actuales?, ¿esas prácticas religiosas que hoy por hoy, repletan las calles de Iquique los días 16 de julio y 10 de agosto?

La llegada masiva de migrantes principalmente venezolanos a Iquique, “gatilló” que salieran, entre miedos y deseos, acciones límites de violencia, los casos son dramáticos. Un exceso represivo que emerge transfigurado.

De alguna manera, constatamos esta contradicción, esta imposibilidad de reprimir la violencia, la que se manifestó a vista y paciencia de todos, sin embargo quiero terminar, señalando que hay fuerzas tanto individuales como colectivas que se resisten a ser absorbidas por esa muchedumbre, hay fuerzas que se sostienen, en ocasiones como antídoto, en forma de canto y danza, de lucha política y de ayuda solidaria.

Lo que ocurra de aquí en adelante, depende mucho, de cómo resolvemos estas contradicciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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