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Las paradojas de la inclusión Opinión

Las paradojas de la inclusión

Si bien en general la educación inclusiva ha demostrado tener efectos positivos en el aprendizaje, sigue habiendo debates en la literatura sobre su impacto negativo en ciertas áreas del desarrollo e incluso la percepción de los estudiantes sin necesidades especiales de sus compañeros. Todo esto, sin considerar que, más allá de los principios pedagógicos del aula, la educación en Chile tiene una carencia estructural: la enorme segregación socioeconómica de los colegios que, en la práctica, implica una exclusión tanto o más dramática que la de estudiantes con discapacidades.


El movimiento de la educación inclusiva ha sido una de las transformaciones claves en el sistema educativo desde la Declaración de Salamanca (1994), buscando desmantelar la Educación Especial y transitando desde la noción de diferencia a la de diversidad. Si imaginamos estos conceptos de manera gráfica, el concepto de diversidad evoca varios puntos iguales sobre un fondo blanco; el de diferencia, solo dos. La inclusión implica entonces, en teoría, una cierta igualdad entre todos los estudiantes. El problema reside, sin embargo, en que la práctica que permite implementar una educación de calidad para personas distintas requiere, precisamente, que se atiendan las diferencias.

Esta tensión entre el principio de la inclusión y las medidas necesarias para implementarla se refleja en múltiples paradojas. Una de las primeras de la realidad chilena es el hecho de que, incluso cuando los niños con necesidades especiales asisten a colegios regulares, a menudo se les enseña de forma separada, sin incluirlos en las actividades de sus compañeros. Otra contradicción se encuentra en el mismo concepto de la inclusión, puesto que, incluso si este debiera considerar a todos los estudiantes, en la práctica, y especialmente en el sistema medicalizado chileno, siempre refiere a un grupo de estudiantes que se diagnostica y señala como diferente, reduciéndolos a su condición y perpetuando la estigmatización.

También se hace presente, sin embargo, el problema contrario: la mirada inclusiva puede llegar a ser homogeneizante y privar a los estudiantes con necesidades especiales de la posibilidad de enorgullecerse y generar comunidad y cultura a partir de su identidad, como es el caso de la cultura sorda, que busca preservarse y evitar la asimilación de las personas no oyentes. En este sentido, la mirada inclusiva puede, y suele, en casos como la discapacidad intelectual, pecar de paternalista, pues impone un juicio de valor sobre lo deseable que no siempre considera las miradas de las personas a quienes afecta.

A esto se suma que las estrategias prácticas que se adoptan para implementar la educación inclusiva pueden tener consecuencias inesperadas. La acción afirmativa, por ejemplo, se ha criticado por considerarse “injusta”, no solo al perjudicar a los estudiantes más privilegiados, sino que incluso también para grupos marginados, como ha ocurrido recientemente con la comunidad asiática en Estados Unidos. Asimismo, si bien en general la educación inclusiva ha demostrado tener efectos positivos en el aprendizaje, sigue habiendo debates en la literatura sobre su impacto negativo en ciertas áreas del desarrollo e incluso la percepción de los estudiantes sin necesidades especiales de sus compañeros. Todo esto, sin considerar que, más allá de los principios pedagógicos del aula, la educación en Chile tiene una carencia estructural: la enorme segregación socioeconómica de los colegios que, en la práctica, implica una exclusión tanto o más dramática que la de estudiantes con discapacidades.

Todas estas problemáticas no se destacan con la intención de oponerse a la educación inclusiva. Por el contrario, es posible encontrar soluciones, parciales o totales, a cada una de ellas. Se pueden desarrollar estrategias, como el juego, que permitan el aprendizaje conjunto de los estudiantes, promover el biculturalismo de la comunidad sorda, fomentar la autonomía con las políticas que se implementen y buscar estrategias para la integración socioeconómica, entre otras. Sin embargo, es clave no defender irreflexivamente la inclusión como principio, sino también pensar sobre cómo ponerla en práctica, incluso si esto a veces supone preguntas incómodas. Si creemos realmente en el principio de la inclusión, nuestro deber no es solo defenderlo, sino cuestionarlo, tanto para plantearlo como un argumento sólido como para lograr nuestro verdadero objetivo: implementarlo de una forma efectiva, que garantice la educación de calidad para todas y todos los estudiantes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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