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Me senté en un banco de la Plaza de Armas Opinión

Me senté en un banco de la Plaza de Armas

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Mauricio Electorat
Por : Mauricio Electorat Escritor y académico chileno. Autor de "El paraíso tres veces al día", "La burla del tiempo", "Las islas que van quedando" y "No hay que mirar a los muertos", entre otros textos.
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Había, por ejemplo, unas niñas, o señoritas, o quizás señoras, que parecían provenir de todos los rincones de nuestra vasta América Latina, también llamada América Morena (¿para diferenciarla de la América Rubia?). Dichas niñas, o señoritas, o señoras, conversaban animadamente entre los jubilados (o unos señores y señoras ya mayores que parecían jubilados) y los vendedores de todo tipo de huarifaifas (como escribió Enrique Lihn) y de tanto en tanto se acercaba a alguna de ellas un caballero, o joven, o mozo, y la señorita en cuestión partía junto con dicho espécimen masculino (al menos en apariencia) hacia los portales de los elegantes, o ex elegantes, edificios que circundan la Plaza.


Una de las novelas de Paulo Coelho –que sería algo así como el Alexis Sánchez de la literatura, si la literatura se midiera únicamente por aquello que los esclarecidos sociólogos llaman “la creación de audiencias”– escribió una novela titulada “Me senté al borde del río piedra y lloré”. Confieso que no he leído la novela –ni esa, ni ninguna de Paulo Coelho, pucha, nadie es perfecto ¿no?–, pero el título me parece bonito. Bueno, yo no me senté al borde de ningún río, sino en  un banco de la Plaza de Armas. No sé por qué, sencillamente iba pasando por allí.

Pensándolo bien, a lo mejor fue por eso de la “hermosa plaza liberada” que canta Silvio, donde se detendría a llorar por los ausentes, ¿se acuerda? Ahora, allí había más bien “presentes” que “ausentes”. Había, por ejemplo, unas niñas, o señoritas, o quizás señoras, que parecían provenir de todos los rincones de nuestra vasta América Latina, también llamada América Morena (¿para diferenciarla de la América Rubia?). Dichas niñas, o señoritas, o señoras, conversaban animadamente entre los jubilados (o unos señores y señoras ya mayores que parecían jubilados) y los vendedores de todo tipo de huarifaifas (como escribió Enrique Lihn) y de tanto en tanto se acercaba a alguna de ellas un caballero, o joven, o mozo, y la señorita en cuestión partía junto con dicho espécimen masculino (al menos en apariencia) hacia los portales de los elegantes, o ex elegantes, edificios que circundan la Plaza. Las otras señoras, o señoritas, o mujeres (al menos en apariencia) seguían conversando en sus lenguas líquidas y cantarinas (tan alejadas del castellano monacal de Burgos o Valladolid), con unos acentos que hacen pensar en palmeras y aguas turquesas (y ríos llenos de mosquitos, con palafitos insalubres pero que salen muy bien en las fotografías), un castellano de paraíso tropical y hasta a lo mejor de paraíso fiscal… Y de tanto en tanto la escena se repetía: un ejemplar masculino (al menos en apariencia) se acercaba a una de ellas, y la chica, niña, señora o señorita (y a lo mejor ya abuelita) partía con dicho ejemplar hacia los portales de los edificios ex elegantes en los alrededores de la Plaza. Y junto a esos portales había tipos que freían (y vendían) anticuchos en braseros improvisados en carritos de supermercado y todo tipo de huarifaifas, como peluches, polerones, destornilladores, cargadores y hasta había quienes en unas cajas de cartón ofrecían todo tipo de fármacos (no entiendo por qué la gente se queja de lo caro de los medicamentos, si aquí hasta te puedes conseguir una pastilla de cianuro por menos de una luca).

En otro extremo de la Plaza, un par de grupos de jóvenes, con piercings y tatuajes como de “chicos reality” (de un reality que podría llamarse Surviving in the Square), estaban sencillamente allí, como cualquier grupo de amigos se reúne en la esquina de una plaza a no hacer nada. De tanto en tanto un transeúnte se les acercaba, intercambiaban unas cuantas palabras y el dicho transeúnte se metía la mano al bolsillo, el “chico reality” también y luego se daban la mano. Quizás qué intercambiaban en ese apretón de manos, ¿una estampita de la Virgen del Carmen? ¿el teléfono de algún psicoanalista? ¿el whatsapp de algún maestro budista? Justo a mi lado una ancianita apretaba un rosario entre sus dedos nudosos y rezaba murmurando. Quizás rezaba para encomendarse al Altísimo ante una muerte inminente. Quizás estaba allí desde hace decenas de años, a lo mejor siglos, rezando ese rosario para encomendarnos a la misericordia de Él. Entonces me acordé que mi madre contaba que don Jorge Alessandri, cuando era presidente de la República, vivía en esos edificios en ese entonces elegantes y se iba a pie al palacio de La Moneda. Y no sé por qué me dio por pensar que a lo mejor estábamos todos muertos y eso era la mismísima eternidad. Y don Jorge Alessandri bajaría de su departamento y se abriría paso entre los vendedores de anticuchos y las señoras o señoritas y los “chicos reality” y seguiría caminando afablemente hasta La Moneda, con el paso cansino y el aire ausente de los señores muy conservadores. Que así había sido desde siempre y para siempre. Y que éramos todos felices en esa eternidad. Felices a nuestra manera, claro, porque a lo mejor habíamos dejado de ser una isla remota y nos habíamos convertido en una isla latinoamericana. Y eterna. Cosas que se le ocurren a uno. Después me fui a tomar la micro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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