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Políticas de la memoria: ni tan lejos ni tan cerca Opinión

Políticas de la memoria: ni tan lejos ni tan cerca

Alex Ibarra Peña
Por : Alex Ibarra Peña Doctor en Estudios Americanos.
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Cincuenta años no son tan lejanos. Hay testimonios vivos de esa época y sin duda este trauma es parte de la vida cotidiana de varios de nuestros ciudadanos, que sufrieron la brutal violencia. La sangre derramada apagando la utopía encendida constituye nuestra memoria colectiva.


En el pensamiento crítico la memoria es un acto político. Filósofos como Paul Ricoeur han estado cerca de esta comprensión y mucho más (y con mayor compromiso) la Escuela de Frankfurt. Sólo estas dos menciones pueden ser una vía suficiente para fundamentar filosóficamente la importancia de la memoria, que no es sólo una capacidad cognitiva humana, sino que es parte de la acción colectiva. La memoria ha sido tema significativo en la filosofía contemporánea que adquiere una función práctica involucrada con la ética que debe regir en lo político.

Los 50 años de la traición a la democracia, que varios políticos siguen defendiendo desde sus ideologías retóricamente engañosas, retorcidas y peligrosas, vienen a ser una oportunidad para la reflexión en torno a este Chile que desde la violencia maltrata a la clase popular. La violencia abusiva atenta contra la dignidad humana, dado que provoca víctimas y nos muestra la brutalidad del victimario. Esta situación que arrastramos como enfermedad, desde el Golpe de Estado apoyado por civiles que hasta hoy no se enfrentan con el mal radical que los corrompe. Es necesario establecer un relato que condene la barbarie del abuso instalada desde este episodio negro que vulneró gravemente los derechos humanos, causando un daño hasta irreparable en nuestra convivencia.

La historia, cuando es honesta, hace bien a los pueblos y puede ser el germen para la liberación de sometimientos que parecen naturales y no lo son. Así, la comprensión histórica es un acto de conciencia que posibilita la transformación social a favor del ser humano, especialmente del oprimido. El apagado sueño de la Unidad Popular era una muestra cargada de valor ejemplar, propio de los distintos movimientos liberacionistas conformados con esa sensibilidad de los años sesenta.

Cincuenta años no son tan lejanos. Hay testimonios vivos de esa época y sin duda este trauma es parte de la vida cotidiana de varios de nuestros ciudadanos, que sufrieron la brutal violencia. La sangre derramada apagando la utopía encendida constituye nuestra memoria colectiva. La traición política aún mantiene el nefasto neoliberalismo, joyita de los golpistas que se acostumbraron al dinero obtenido de las corrupciones. Por cierto, no todos quieren recordar el horror, cuesta mirarse al espejo cuando la conciencia está sucia, se puede vivir engañado en la superficie sin afrontar la realidad desde el espejismo. Sin embargo “no hay aire tras los espejos”, cantaba el poeta Mauricio Redolés.

Es válido que no todos quieran recordar, pues las culpas son cargas pesadas y también lo ideológico es una traba en quienes no se acercan al pensamiento crítico. Es el momento de ponernos a escuchar a las víctimas. Esos son los relatos que nos permitirán una comprensión más auténtica, que contribuya a un pacto social quebrado hace unas décadas y que institucionalizó la violencia política en contra de la clase popular. Creo que las instituciones políticas que pretenden acercarse a ese espíritu cívico y democrático de la U.P, que no están en el ámbito de las luchas sociales, tienen que tomar palco. La dignidad es algo que siempre se puede recuperar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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