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La importancia de las pesquerías antárticas chilenas Opinión

La importancia de las pesquerías antárticas chilenas

Jorge G. Guzmán
Por : Jorge G. Guzmán Profesor-investigador, U. Autónoma.
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Los pesqueros antárticos chilenos son productores netos de información científica y, además, insistentemente han hecho ver a los servicios responsables su disposición para –ellos mismos– costear los inspectores que deben certificar el cumplimiento de cuotas, tiempos, áreas y artes de pesca autorizadas. Aun así, esta industria debe lidiar con la deficiente atención de algunos servicios públicos. Un caso notable es aquel del Servicio Nacional de Aduanas, que ha puesto en duda que un barco de bandera y permisos chilenos pueda realizar capturas que considera “extranjeras”, que luego deben internarse para su comercialización. Si la Aduana estuviera en lo correcto, no solo habría que derogar el Estatuto Antártico de 2020 y el Decreto Antártico de 1940, sino que habría denunciar la normativa de Convención de Naciones sobre el Derecho del Mar.


Iniciadas en la primavera de 1820 por los foqueros “Dragón de Valparaíso” y “Livonia”, las pesquerías polares son las más antiguas de las actividades antárticas chilenas.

Esas y otras naves de bandera nacional participaron del “primer ciclo lobero antártico”, iniciado luego que en Valparaíso se conociera la primicia de la existencia de ciertas “islas al sur del cabo de Hornos” (enero 1819). Se trataba de las islas Shetland del Sur, las primeras de una geografía extrema conocida a partir de las noticias de los primeros pescadores antárticos que operaron desde puertos chilenos.

Desde el inicio de la historia antártica, esas pesquerías convirtieron a Chile en un actor de primera magnitud en las actividades que tienen lugar en el Mar Austral Circumpolar, hasta y más allá del Círculo Antártico.

El caso de las pesquerías del “Dragón de Valparaíso” es trascendente, pues documentos oficiales británicos y chilenos afirman que en noviembre de 1820 esa nave chilena efectuó el primer desembarco sobre la costa occidental de Península Antártica: esto es, en términos legales, realizó “el descubrimiento del continente antártico”. Este es uno de los “títulos duros de soberanía” que Chile puede exhibir.

Un segundo “título de dominio” deriva de la presencia de larga data de los pescadores antárticos chilenos (ocupación, uso y control del espacio), primero los mencionados foqueros, luego los balleneros magallánicos y chilotes y, en época más reciente, los pescadores de merluza, bacalao y krill, que por décadas operan desde Punta Arenas.

Desde antes de la “Era Heroica de la exploración antártica” (1897-1916), dichas pesquerías aseguraron la presencia permanente del pabellón nacional mucho más allá que las islas Shetland del Sur. En la práctica, consolidaron los derechos del país en “el sur más lejano de la tierra” mucho antes que el Congreso Mundial de Geografía de Londres de 1895 lo singularizara como el sector menos conocido del planeta, convirtiéndolo en un área atractiva para la ciencia y para el interés geopolítico de países del hemisferio norte.

Nuestras pesquerías antárticas sustentaron la lógica fundamental del Decreto Antártico de 1940, que entre los meridianos 53º Oeste y 90º Oeste no “reclamó” parte de la Antártica, sino que, simplemente, fijó los límites de un espacio marítimo asociado al país desde incluso antes del descubrimiento de las Shetland del Sur.

Desde la época colonial “el paso” o “ruta del cabo Hornos” fue una región marítima esencial para el comercio y la seguridad del país y, por lo mismo, en términos marineros y comerciales, en el imaginario geográfico de la época refería al sector americano del Mar Austral hasta la latitud 62º sur, a lo menos.

La tradición de las pesquerías antárticas estuvo también presente en el diseño de la Declaración de Santiago sobre Zona Marítima de 1952, a partir de la cual el Derecho Internacional desarrolló la institución de Zona Económica Exclusiva de 200 millas. Con el peso de la tradición de país pesquero, con esa acción afirmativa el Estado chileno logró que se reconociera el derecho exclusivo del Estado costero sobre los recursos naturales de la columna de agua, ergo, los recursos pesqueros. Entre estos se incluían especies de ballenas de valor comercial que, entre las regiones subtropicales y la Antártica y al occidente de la Corriente de Humboldt, anualmente migraban en sentido longitudinal circa 200 millas de la costa chilena.

Una tradición amenazada

Hoy resulta preocupante que nuestras pesquerías antárticas estén enfrentadas a dificultades que no resultan ni de la declinación de los caladeros, ni de razones medioambientales o de conservación, sino de la confusión y/o desinterés de ciertos servicios públicos que, conforme a la ley, deberían protegerlas.

Esto es sorprendente, pues, a nivel internacional, esas actividades están estrictamente reguladas por la Convención sobre la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos (CCRAMRA, 1980), uno de los pilares del Sistema del Tratado Antártico (del cual Chile es coautor). Ese tratado fue pionero en imponer el “enfoque ecosistémico”, que obliga al regulador a considerar todos los factores biológicos para determinar cuotas por sectores y subsectores geográficos, conforme a una división articulada en el marco de la FAO.

Aun así, en los últimos años la participación y la contribución científica chilena a los trabajos a partir de los que se determinan las cuotas de pesca se ha debilitado, mientras que el esfuerzo nacional se focaliza en el dogma de las áreas marinas protegidas. Toda vez que en el marco de CCRMVRA el consenso político está lejos de alcanzarse (esencialmente por las agendas geopolíticas separadas de China y Rusia), la importancia de la pesca antártica chilena se desdibuja, mientras otros países aprovechan recursos que, en estricto sentido, en gran parte se hayan en nuestra Zona Económica Exclusiva antártica.

A diferencia de lo que ocurre con los pescadores noruegos, japoneses, surcoreanos y de otros países que faenan en la Antártica, en la actualidad los pescadores nacionales acceden a un porcentaje menor de las cuotas disponibles, no obstante que, para evitar incidir con los períodos de reproducción de aves y mamíferos marinos, sus actividades tienen lugar en invierno polar.

No solo eso, los pesqueros antárticos chilenos son productores netos de información científica y, además, insistentemente han hecho ver a los servicios responsables su disposición para ellos mismoscostear los inspectores que deben certificar el cumplimiento de cuotas, tiempos, áreas y artes de pesca autorizadas.

Aun así, esta industria debe lidiar con la deficiente atención de algunos servicios públicos. Un caso notable es aquel del Servicio Nacional de Aduanas, que ha puesto en duda que un barco de bandera y permisos chilenos pueda realizar capturas que considera “extranjeras”, que luego deben internarse para su comercialización. Si la Aduana estuviera en lo correcto, no solo habría que derogar el Estatuto Antártico de 2020 y el Decreto Antártico de 1940, sino que habría denunciar la normativa de Convención de Naciones sobre el Derecho del Mar.

Sentando un precedente que raya en el absurdo, en los hechos ese servicio se niega a dar facilidades para la internación de capturas realizadas conforme a la normativa CCRVMA y la Ley General de Pesca. Sus autoridades no entienden (o no quieren entender) que las regulaciones CCRVMA son parte de la normativa del Sistema del Tratado Antártico y, por lo mismo, parte de nuestro ordenamiento jurídico interno.

A la vez, ignoran que la industria pesquera magallánica opera según la normativa de la Subsecretaría de Pesca, y regulada por la Autoridad Marítima y el Servicio Nacional de Pesca. Tampoco comprenden que, conforme a nuestra interpretación del Tratado Antártico (Art. IV), independientemente de si proceden de aguas chilenas o internacionales, la internación y despacho de todas formas se realizará en un puerto chileno regulado por el Estatuto Antártico de 2020.

La coadministración de facto del estrecho de Magallanes por parte de Argentina

Estas complicaciones se suman a la “tolerancia chilena” con las restricciones impuestas por Argentina al libre acceso al estrecho de Magallanes para naves de pabellón nacional provenientes de los archipiélagos de las Falkland/Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur. Esto, no obstante que, conforme a los Tratados de 1881 (Art. 5) y 1984 (Art. 10), Argentina está jurídicamente obligada a –“en cualquier tiempo o circunstancias” respetar el libre acceso de naves de todas las banderas a las aguas del estrecho de Magallanes.

Estamos en presencia de una coadministración del estrecho, no obstante que este pasaje es íntegramente chileno. Esto es más grave, pues, al momento de ratificar la Convención del Mar (1997), Chile depositó una reserva ante el secretario general de Naciones Unidas recordando, precisamente, la obligación argentina de respetar el libre acceso al estrecho.

Por razones políticas incomprensibles, las autoridades chilenas parecen estar dispuestas a aplicar la “ley provincial” argentina “Gaucho Rivero”, que prohíbe el acceso a aguas de la Patagonia y la Tierra del Fuego argentinas a naves provenientes de archipiélagos bajo administración británica. En el caso de las aguas que enfrentan el estrecho de Magallanes, esta prohibición es contraria a la ley internacional y a los tratados vigentes con nuestro país.

La “solidaridad chilena” con la ley provincial “Gaucho Rivero” obliga a naves de bandera nacional a rodear el archipiélago fueguino para ingresar al estrecho desde el occidente, con la subsecuente carga de días de navegación y gastos de combustible. Increíble.

¿Qué hacer?

Todo esto resulta perjudicial para el interés de Chile y de la Región de Magallanes y Antártica Chilena.

Por lo mismo, incluso antes que entre en aplicación una norma constitucional dedicada al Territorio Chileno Antártico, lo lógica y la tradición indican que el Estado debe solucionar las dificultades impuestas a las pesquerías antárticas chilenas.

No hacerlo (o demorarlo) importaría una contradicción legal, política y geopolítica, una inconsistencia con nuestra tradición de país polar, y un perjuicio para una actividad económica regulada, que por más de dos siglos contribuyó a nuestra posesión efectiva sobre cientos de miles de km2 de geografía antártica y subantártica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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