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Las complejidades de un escenario mundial en “permacrisis” (I) Opinión BBC

Las complejidades de un escenario mundial en “permacrisis” (I)

Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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Aunque no siempre visible o en el top de nuestra conciencia o agenda diaria, estamos en una suerte de “permacrisis” del escenario internacional (parafraseando el concepto de “permafrost” del calentamiento global); es decir, estamos en tiempos de incertidumbres, beligerancias y desastres múltiples, continuos y dinámicos, de efectos en diversos planos, donde no se visualizan respuestas complejas y prospectivas que auguren una pronta y duradera salida.


Este 2023 es el año en que se están poniendo a prueba los límites individuales y colectivos de los diversos actores internacionales y de la misma humanidad. Entramos de lleno a un escenario de guerras y de conflictos de tolerancias, donde se testean los límites del otro directamente o en teatros proxy (delegadamente se enfrentan terceros actores), en medio de una descomposición e ineficiencia de los sistemas de seguridad y gobernanza global (multilateralismo, del derecho internacional, de los mecanismos de solución pacífica de controversias).

Esto va acompañado de graves problemas en la agenda internacional, como los desastres naturales que se viven producto del calentamiento global o “ebullición global”, como lo llamó el secretario general de la ONU, António Guterres; de la crisis energética, con impactos negativos en la implementación de las imprescindibles políticas verdes para enfrentar los efectos del calentamiento; de presiones en las cadenas de suministro y la provisión, con impactos negativos inmediatos; en la inflación y la seguridad alimentaria/hambruna, que ha potenciado la inmigración; de la aceleración de la competencia estratégica global con un fuerte impacto geopolítico, especialmente en el Mar de China y el Indo-Pacífico (más la esfera espacial); de la erosión de las democracias desde adentro, con la securitización y el surgimiento de un populismo de extrema derecha (como ejemplo, ahí están Trump y la gran fractura estadounidense) y, en más de algunos casos, con los viejos golpes de Estado, como los vistos en África con apoyo de mercenarios (Malí, Chad, Guinea, Sudán, Burkina Faso, Níger, Ghana), entre el 2020 y el 2023, etc.

Al final, estamos frente a una realidad compleja y dinámica que pone en serios aprietos la capacidad internacional colectiva para responder a todos estos enormes desafíos y amenazas, como se demuestra en la actual confrontación de Israel y Hamás, donde las víctimas civiles israelíes se suman a la tragedia humanitaria y violación sistemática de los DD.HH. en la vida del pueblo palestino, como lo indicó António Guterres en 2021, en un contexto donde las resoluciones de la ONU son desoídas por Israel.

Aunque no siempre visible o en el top de nuestra conciencia o agenda diaria, estamos en una suerte de “permacrisis” del escenario internacional (parafraseando el concepto de permafrost del calentamiento global); es decir, estamos en tiempos de incertidumbres, beligerancias y desastres múltiples, continuos y dinámicos, de efectos en diversos planos, donde no se visualizan respuestas complejas y prospectivas que auguren una pronta y duradera salida.

La guerra de Ucrania

A estas alturas es claro que la invasión de Ucrania (a la que se suma el conflicto armado entre israelíes y Hamás) y que Putin fundamentó en los objetivos de “desnazificar, desmilitarizar y proteger a la población rusa” (aunque realmente era una nueva anexión territorial), una vez más ha transparentado la obsolescencia de los marcos de seguridad colectiva, particularmente el del Consejo de Seguridad de la ONU, al no poder resolver o al menos limitar conflictos como este.

Ello, además de demostrar la ineficiencia de los mecanismos internacionales en la contención de conflictos y crear más inseguridad y desconfianza, ha inducido a crecientes respuestas negativas que se creían en retirada, como una mayor militarización del escenario internacional y un incentivo al desarrollo del poder duro (fortalecimiento del factor militar y de la carrera armamentista con más presupuesto y nuevas armas). Dos países que habían abandonado el militarismo, como Alemania y Japón, han cruzado esa valla, aumentando su gasto militar en cerca de un 2% para modernizar y desarrollar su poder bélico.

Junto a ello y además del Sky Shield que desarrolla la OTAN para Europa, en vista de un conflicto con Rusia, se han observado testeos cotidianos de la tolerancia de contrapartes con sanciones económicas, ejercicios militares (China, EE.UU. y otros), prueba de armamentos (Irán, Corea del Norte, etc.), ataques cibernéticos (Rusia, China, Corea del Norte, Alemania, Ucrania, Estados Unidos, Rumania, etc.), entre otros.

A este panorama se une la limitación de transiciones y un upgrade de procesos democráticos y, en más de algún caso, de francos retrocesos, especialmente en la ex Europa del Este, como sucedió en el caso de Polonia con el PiS, donde el Poder Judicial perdió autonomía, los medios públicos pasaron al control del gobierno y se ha agitado a la opinión pública en contra de la comunidad LGBTQ, los inmigrantes y el aborto.

Lo mismo acontece en países árabes, africanos, asiáticos e incluso EE.UU., con la enorme grieta política, social e institucional que dejó el expresidente Trump. Estas limitaciones no solo han atentado en contra de mejores estándares democrático-sociales, apuestas verdes con energías alternativas y tecnológicas (5G, robótica, inteligencia artificial), procesos que fortalecían la construcción de un mundo más pacífico, sostenible, cooperativo y humano, sino que han estado favoreciendo el surgimiento de autoritarismos que han impuesto políticas limitantes, como la securitización de la realidad interna y una mayor tribalización internacional a partir de la percepción de una incertidumbre amenazante y de dinámicas cada vez más dicotómicas.

La visión cada vez más distópica y hobbesiana del escenario internacional, particularmente la relativización creciente del derecho internacional por parte de las potencias (marco civilizatorio básico para el entendimiento), ha llevado a la búsqueda del empoderamiento propio, a una mayor independencia a través de la limitación de la cooperación y/o medidas de confianza genéricas y de un cierto desacoplamiento económico a partir de la alteración de los mercados con el uso económico como palanca de poder/sanción/disuasión y/o de consagración de intereses particulares.

Es decir, cada vez es más claro que, después de una época de enorme esperanza y prosperidad de la economía mundial, en la que parecía que todos salían ganando (esa llamada situación “win-win”) y que bajó las tensiones en otros planos a partir de los beneficios/predisposiciones que generaba, se ha ido instalando un escenario de incertidumbres, desconfianzas y equilibrios precarios, con la disminución y/o falta de suministros –primero producto de la pandemia y luego con la guerra ruso-ucraniana– de gas, petróleo y cereales y su uso como palancas económicas (sanciones y embargos).

No es casualidad, entonces, la queja de la UE hacia China de apropiación indebida de propiedad intelectual, impedimento del acceso a sus mercados, infiltración de la comunidad china en Europa a través de comisarías de policía ilegales e intimidación a través de los Institutos Confucio, lo que ha potenciado la inseguridad frente a la enorme dependencia de las exportaciones, suministros y del entrelazamiento de las cadenas productivas con esta potencia (el Parlamento Europeo acaba de aprobar un instrumento comercial de protección en contra del chantaje económico, mirando la disputa de Lituania con este gigante, tras el permiso que le concedió a Taiwán de abrir una representación comercial con su propio nombre y donde las empresas lituanas se quejaron de restricciones comerciales masivas en China).

Es claro que se aceleró la competencia estratégica. El nuevo tono de la política exterior de Xi Jinping, conocido entre algunos expertos occidentales como la “diplomacia del Lobo Guerrero”, está cuestionando muchas de las normas del llamado “Orden Liberal Internacional” impuesto después de la II Guerra, al buscar imponer sus propias reglas y normas envueltas en discursos de cooperación y solidaridad, un nuevo orden internacional partiendo por uno que supere Bretton Woods y sus reglas monetario-financieras injustas también, a partir de su desarrollo económico, tecnológico y militar y su deseo de erigirse como un nuevo hegemón con un sinocentrismo (el Reino del Centro).

China persigue el objetivo de convertirse en el número uno para el 2049, fecha del centenario de la República Popular fundada por Mao. Durante años, y particularmente desde que el presidente Xi consolidó su poder, el discurso oficial ha sido que el Este está en auge y el Occidente en un declive irreversible, y que China está demostrando que su sistema autoritario centralizado y dirigido por el Estado es superior a la hora de generar un alto crecimiento económico y un desarrollo rápido, en contraste con las actuales democracias desordenadas y/o fracturadas.

En el marco de este objetivo hegemónico (hecho que ya no puede ser pensado en términos del auge y caída que nos planeó Paul Kennedy, por la fragmentación del poder y las debilidades internas de China) y de la confrontación con los EE.UU., el gigante asiático ha endurecido no solo su discurso sino también sus instrumentos de presión, allí donde ve amenazados sus intereses. De esto pueden dar testimonio países tan diversos como Australia, Canadá, Suecia, Lituania o la imposición de fuertes sanciones contra miembros del Parlamento Europeo o investigadores académicos y activistas de ONG que protestan contra las violaciones de los DD.HH. y laborales, entre otros. China, por su lado y con ciertos fundamentos, acusa de hipocresía a EE.UU. y a los países occidentales que lo siguen.

La historia de las relaciones internacionales enseña que toda potencia ascendente busca la exclusión de otras, especialmente en su vecindad o de sus objetivos estratégicos, si sus capacidades lo permiten. En este sentido, es claro que China constituye un desafío estratégico no solo para EE.UU. y sus países aliados (y viceversa), como lo demuestra un reciente documento del Ministerio de Defensa de Gran Bretaña, titulado “La respuesta de la defensa a un mundo más disputado y volátil”, donde se señala que “Rusia fue y es la mayor amenaza para la seguridad europea, (y que) la rápida modernización militar de China y su creciente asertividad dentro del Indo-Pacífico plantean un reto cada vez mayor”.

Esto también se demuestra en algo poco discutido en América Latina, que es el creciente descontento de los vecinos de China, por ejemplo, con Japón por las Islas Senkaku o Diaoyu; o Indonesia, Vietnam, Malasia y Filipinas, por otros espacios marítimos, como el atolón de Scarborough (en 2016, la Corte Permanente de Arbitraje le dio la razón a Manila); India por el Himalaya, más la estrategia del Collar de Perlas en el Índico; y otros más lejanos como Australia e incluso Nueva Zelanda, a través de lo que se conoce como el “Quad” (Quadrilateral Security Dialogue), una alianza militar entre EE.UU., la India, Japón y Australia.

Del “offshoring al onshoring, reshoring o nearshoring”

Esta realidad ha hecho que la OTAN –”revivida” con la invasión a Ucrania– y sus aliados Indo-asiáticos estén buscando medidas preventivas para evitar vulnerabilidades futuras que limiten su soberanía, iniciando un proceso de desacoplamiento de China, diversificación de los mercados y/o autoabastecimiento a partir del cambio de rumbo de la política exterior del gigante asiático y del mundo en general.

Aquí no solo se percibe que el ascenso de China es producto de su desarrollo económico acoplado al escenario internacional, sino que se dice que su estatus actual como “la fábrica del mundo” es una de las razones por las que se sintieron las consecuencias económicas negativas en la pandemia del Covid-19, consecuencias que hoy siguen presentes y generando inseguridades. Así, en un documento reciente de la Comisión Europea sobre las dependencias estratégicas de la UE, el término “diversificación” aparece más de 28 veces en función de la reducción de riesgos.

Sin embargo, el quid de la cuestión no es la dependencia, sino la vulnerabilidad que genera con las interrupciones en los intercambios medidos en términos de costos económicos, amplificando el malestar social y, posiblemente, la inestabilidad política en un contexto de impaciencia, fractura y atomización de los movimientos y sus reivindicaciones y su impacto en las capacidades nacionales.

Esta mirada se apoya en que muchas de las marcas de consumo más grandes del mundo dependen de la fabricación china y que todavía están lidiando con las limitaciones de suministro causadas por los bloqueos y/o los cierres de fábricas en todo el país. Un ejemplo de ello son las prohibiciones impuestas por China a las exportaciones a Taiwán de arena, un recurso esencial para la fabricación de semiconductores, y que podrían resultar devastadoras para países como EE.UU., ya que compañías como Apple, Qualcomm y NVIDIA dependen de chips fabricados en las fundiciones de semiconductores a gran escala de Taiwán. Todo de ello además del espionaje que hay detrás de ciertos productos.

Rafael Abuchaibe escribía que, con el desarrollo de la globalización, muchas compañías se dieron cuenta de que podían fabricar sus productos en países como China, Vietnam o India, donde los salarios eran mucho más bajos, al igual que los estándares laborales y ambientales, para luego importarlos y venderlos en los mercados norteamericano o europeo.

Este proceso fue llamado “offshoring”, lo que significó que durante la década de los 2000, por ejemplo, la economía estadounidense perdiera un número alarmante de puestos de trabajo: según un informe del 2014 del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), EE.UU. perdió aproximadamente entre 2 y 2,4 millones de trabajos entre 1999 y 2011, debido al incremento de las importaciones de China. Sin embargo, desde entonces el fenómeno del offshoring ha venido disminuyendo y/o francamente revirtiéndose, incluso, antes de la pandemia o la invasión a Ucrania, particularmente hacia China.

Las razones son relativamente simples y se refieren a que los costos han aumentado con el crecimiento de la economía china: “Los salarios en China han crecido entre 10 y 15% al año durante la mayor parte de los últimos 20 años”, ejemplifica. Frente a ello, hay un mosaico de economías asiáticas que son buenas alternativas. Solo en 2022 y hasta mayo de 2023, más de 130 proyectos de empresas estadounidenses han iniciado su colocación en Vietnam y el porcentaje de productos manufacturados importados a los EE.UU. desde este país ha crecido de 5,8 % a 11,8 % entre 2018 y 2022.

Por otro lado, esta tendencia se ha dinamizado y fortalecido con el aumento de las tensiones geopolíticas y la persistencia de las interrupciones de la cadena de suministro global con las restricciones impuestas mutuamente a través de una fragmentación regulatoria, especialmente en las áreas de la computación cuántica, la inteligencia artificial y los semiconductores. Una encuesta de UBS a altos ejecutivos estadounidenses reflejó que el 90% dijo que su compañía estaba en el proceso o considerando trasladar la producción fuera de China, y alrededor del 80 % afirmó que estaba considerando llevar una parte de su producción a los EE.UU. (onshoring) por las escaseces producidas por esta dependencia. El Index de 2022 de la firma Kearney indica que el 79% de los presidentes de las compañías manufactureras con operaciones en China ya han movido parte de esas operaciones a Estados Unidos o planean hacerlo en los próximos 3 años (desglobalización sectorial).

No es casualidad, entonces, que el Foro Económico Mundial haya publicado hace un tiempo que la distancia promedio del flujo de comercio exterior entre países viene cayendo en los últimos cinco años, alcanzando los niveles más bajos desde la crisis de 2008, destacando a la vez que crece el peso del comercio entre países vecinos, hasta el 18% del total, en lugar de la media del 9% al 10% de las últimas décadas (nearshoring).

El mundo, entonces, parece avanzar hacia una nueva etapa de la globalización, donde la economía mundial se reorienta hacia los aliados estratégicos y/o lo regional (esfera de influencia). En lugar y/o conjuntamente con las complejas cadenas globales de valor, la tendencia ahora es hacia una suerte de regionalización de la economía internacional. Eso significa que la producción y el comercio han empezado con una tendencia a reorganizarse en cada región: las tres más importantes son la Fábrica Asiática, la Fábrica Europea y la Fábrica de América del Norte (América Latina ni se menciona).

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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