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Sobre la cuenta a la nación y otros cuentos Opinión AgenciaUno

Sobre la cuenta a la nación y otros cuentos

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Rodrigo Baño
Por : Rodrigo Baño Laboratorio de Análisis de Coyuntura Social (LACOS). Departamento de Sociología Universidad de Chile.
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No me interesa mayormente el discurso presidencial en que se da cuenta a la nación, sino que me interesa por qué no interesa esa cuenta a la nación. Es un signo más del desinterés por la política que tantos signos tiene.


A veces solo queda eso: los residuos. Por cierto, no los residuos de Pareto, que son más divertidos, sino los residuos-residuos, lo que queda después que algo desaparece o termina, los restos, los saldos y retazos, “esas pequeñas cosas”; residuos. Como “tirar la cadena” cuando ya no existe cadena que tirar para limpiar el retrete, como “poner la carreta delante de los bueyes”, dicho en una ciudad donde nadie ha visto una carreta ni sabe dónde van los bueyes. Algo así es la cuenta a la nación, cuando ya no hay que dar cuenta de nada.

Con todo respeto, sin ánimo de ofender, pero eso que era antiguamente dar cuenta a la nación mediante un Mensaje Presidencial, tenía sentido en el siglo XIX y parte del XX, cuando no existía otro medio de comunicación que la prensa y casi nadie sabía leer. De manera que era conveniente que en un discurso se le diera cuenta de lo que había pasado en el año. Actualmente todo el mundo puede estar enterado del estado de la nación cada día… si es que le interesa. Y si no le interesa, tampoco va a estar interesado en escuchar el Mensaje Presidencial.

No es raro, entonces, que, en vez de dar cuenta del estado de la nación, el correspondiente orador se dedique más bien a proclamar lo bien que lo hará en el futuro, aunque tampoco deja de vanagloriarse de lo bien que lo ha hecho en el pasado. Periodistas, columnistas y políticos profesionales se harán cargo del material por algunos días para ganarse honestamente la vida.

Se cumple un ritual (imagino que ahora se llama protocolo) del que actualmente podría encargarse la inteligencia artificial, indicándosele simplemente los objetivos de la comunicación: tanto de referencias a las bondades del momento económico y de proyectos de crecimiento, tanto del trabajo legislativo, tanto de combate a la delincuencia y a todo lo que las encuestas señalen como problemas que preocupan, tanto para mantener fieles a los fieles y tanto para calmar a los infieles, tantos números como sea posible, pues se supone que las matemáticas son imparciales e irrefutables.

Es lo normal, ni más ni menos, desde 1836 ya son casi doscientos los mensajes presidenciales dando cuenta a la nación. Alguien se los ha leído todos. Como siempre, habrá los que denuncien la pobreza y los que proclamen la riqueza de las palabras del mensaje. Cada vez es menos un ritual y más una rutina.

Ignoro qué expectativas tiene el lector, si es que acaso existe, pero no me interesa mayormente el discurso presidencial en que se da cuenta a la nación, sino que me interesa por qué no interesa esa cuenta a la nación. Es un signo más del desinterés por la política que tantos signos tiene.

Debiera ser lo más importante en una democracia que la máxima autoridad dé cuenta a la nación que representa de la situación del país y de lo que se proyecta al futuro. Pero no.

Se supone que en una democracia representativa las autoridades políticas representan al demos, al pueblo. Pero no.

Se supone que en una democracia representativa la ciudadanía tiene un interés directo en la conducción de la sociedad, en los proyectos que se presentan, en los líderes que pretenden dirigirla. Pero no.

Es extraño, porque los supuestos son lógicos si la democracia es democracia. Pero esto de la democracia es más complicado de lo que parece, porque lo que parece es que las personas concurren a elegir representantes y a tomar decisiones cuando se las convoca. El problema es que la democracia no ha sido nunca una suma de individuos, sino que de sujetos sociales. La democracia, pensada en términos de individuos, es un absurdo, un imposible. Cada individuo, orgullosamente único e irrepetible, es absolutamente incapaz de hacer funcionar algo parecido a la democracia.

En realidad, la democracia funciona sobre la base de colectivos: partidos políticos, movimientos sociales, adherentes a un líder. Ellos son los que pueden generalizar y organizar intereses, sumar y coordinar ideas, elegir representantes, apoyar una ley, tener un proyecto. En la medida que los individuos se sienten parte de un colectivo que propone un candidato o alternativa pueden participar en política, en caso contrario tendrán que entretenerse con su vida interior, si es que acaso la tienen.

Si se examina la historia de la participación política en Chile, se pueden distinguir dos procesos. Un proceso es el que se inicia con la emergencia de partidos de masas a partir de los años 20 del siglo pasado, culminando en 1973, y otro es el que parte en 1989, desde lo que puede denominarse Segunda República, y que dura hasta la actualidad. El primer proceso es de creciente incorporación a la política, mientras que el segundo es de creciente desafección de la política. Esto no parece ser la simple inercia del movimiento del péndulo.

En el primer momento, más allá de las modificaciones formales que incrementaron la participación electoral, ampliando el reconocimiento de racionalidad y capacidad política a sectores antes excluidos, como es el caso de las mujeres, de jóvenes y analfabetos, es posible observar cómo esa participación fue incrementándose progresivamente, hasta llegar en marzo de 1973 a la mayor participación electoral desde que se inició el juego.

Posteriormente, en el segundo momento, la muy elevada participación que consagra el triunfo del No en el plebiscito de 1988 irá descendiendo progresivamente, independientemente de las maniobras de ingeniería electoral para incentivar o al menos ocultar el poco entusiasmo por las votaciones. El panorama actual es desolador, el desinterés por la política y el rechazo a los políticos es aplastante.

La relación que tiene el interés por la política y la participación con la existencia de organizaciones políticas y sociales es muy directo. La Primera República, que concluye en 1973, muestra una creciente construcción de sujetos colectivos y una creciente participación política. La Segunda República, a la inversa, muestra un creciente proceso de individualización y una fuerte declinación de la participación política.

La importación desde el gran país del norte del sistema de primarias para seleccionar candidatos no ha significado tampoco un aumento de interés en la política. Las recientes primarias para elecciones locales y regionales tuvieron solo un 6,2 % de participación de potenciales votantes, aunque en realidad solamente decidió en estas primarias un 5,9%, pues resulta que un 4,5 % de estos participantes insólitamente votó nulo o blanco, lo que es absurdo para una votación voluntaria en un día lluvioso. La explicación más probable para que haya ocurrido esto es que ni siquiera se enteraron de que la votación era voluntaria.

En esto, como en tantas otras cosas, no somos muy originales. El proceso de creciente individualización está bastante extendido en el ancho mundo y la crisis de los partidos políticos también. Donde existieron partidos robustos y sistemas estables, florecen en la actualidad efímeras formaciones que desafían la imaginación para inventar nuevos nombres de fantasía. Las adhesiones a los nuevos inventos duran menos que la última moda. Mientras que tampoco las nuevas tribus sociales, ya sea que rayen las murallas o que enreden las redes, parecieran interesarse en eso de la democracia política.

El problema es que, si la democracia de partidos no funciona, menos puede funcionar una democracia de individuos, de manera que tendría que surgir alguna otra forma de producir agrupaciones o sujetos colectivos. La tendencia pareciera ser la conformación de agrupaciones en torno de liderazgos personales, pero los ídolos suelen tener pies de barro y a veces solo patas tienen. Algunos le temen por su fácil deriva al populismo. ¿Qué es eso? Puede ser.

La deriva de la democracia pareciera ser difícil de prever, aunque algunos proclamen: “¡Si no quieren ser democráticos, los haremos democráticos a la fuerza!”. Pero se podrá seguir dando cuenta a la nación, aunque no haya cuenta que dar y la nación se desvanezca en el aire.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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