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El que baila pasa y el Chile pendular Opinión

El que baila pasa y el Chile pendular

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Marisol Águila
Por : Marisol Águila @aguilatop Periodista. Magíster(c) en Ciencia Política y Magister(c) en Gobierno y Gerencia Pública.
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En “El que baila pasa”, en cambio, el material de celulares (que se convirtió en un patrimonio colectivo del excepcional momento político que vivimos) se constituye en un archivo que da cuenta del movimiento pendular en el que se mueve el Chile reciente: de la rabia y la esperanza, al miedo…


Pronto a cumplirse cinco años de la revuelta popular, la disputa por el relato de lo que nos ocurrió como sociedad durante el 2019 adiciona un nuevo y cuestionable capítulo desde la derecha, que además de tratar de imponer la sesgada idea de “octubrismo”, ahora busca instalar noticias falsas y cuestionar la libertad de expresión y artística en relación con una película chilena. 

Diputados de Renovación Nacional han acusado al documental con tintes de ficción El que baila pasa (2023) del director y escritor Carlos Araya Díaz –ganador en 2023 del Festival Internacional de Cine de Valdivia y del Festival de Cine de Viña del Mar– de uso indebido de recursos públicos y de “promover ideologías y hacer apología a la violencia”. 

Como si no fuera suficiente el desconocimiento sobre la película caracterizada por el humor y la ironía que se hace la pregunta por la chilenidad, acusan a la productora y directora María Paz González (Lina de Lima, 2019; Hija, 2012) de haber sido subsecretaria de las Culturas y haber estado involucrada en el caso Convenios. Nada más alejado de la realidad, dado que González nunca ha sido autoridad ni, menos, ha estado implicada en alguna situación irregular. 

La acusación no pasaría de ser una anécdota de algún asesor mal informado que confundió algún nombre y no googleó, si no fuera porque responde a un modus operandi del avance de la extrema derecha, el conservadurismo y negacionismo en el mundo que, por un lado, buscan instalar fake news y, por otro, restringir derechos y libertades, en este caso en la cultura. 

La batalla cultural encuentra en lo audiovisual un lugar de disputa por la representación del sentido y los valores de una sociedad. El cine es una disciplina que el conservadurismo y autoritarismo históricamente han buscado restringir, dado su impacto en las audiencias, su capacidad de generar diálogo y debate de ideas, así como el desarrollo de pensamiento crítico y la representación de diversas miradas y realidades en la pantalla grande. 

Así está sucediendo actualmente en Perú, por ejemplo, donde el Congreso, con parlamentarios fujimoristas a la cabeza, ha aprobado una nueva ley de cine que para el financiamiento estatal a las películas exige “respeto a las buenas costumbres y la defensa de los intereses del Estado peruano”, articulado que puede prestarse para las más reaccionarias interpretaciones. La legislación introduce artículos con un sesgo discriminatorio a las películas regionales y censura hacia temas históricos como el conflicto armado interno.

Lo mismo ha ocurrido con el Gobierno autoritario de Milei en Argentina, que además de conseguir la aprobación de la fatídica Ley de Bases (a costa de ofrecer cargos a los parlamentarios), que permite la peligrosa delegación de facultades de los poderes del Estado en el Ejecutivo, ha vaciado la línea de fomento del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), poniendo en riesgo la propia existencia del cine argentino al restringir gravemente su financiamiento. 

Atacar al cine nacional de nuestros países latinoamericanos (principalmente a los proyectos independientes), finalmente es un ataque a la identidad de los pueblos que cada vez se ven más representados en la pantalla grande (como las mujeres en roles protagónicos y con discurso propio, la comunidad LGBTI o los pueblos indígenas) y a los derechos culturales, como parte de los derechos humanos que refieren a la diversidad cultural y el derecho de las personas a participar de la cultura. Finalmente, la democracia también se alimenta de expresiones artísticas y culturales libres para contar diversas historias, de aquellos grupos que no son los que habitualmente están vinculados al poder.

En ese sentido, El que baila pasa de Carlos Araya Díaz, lejos de hacer “apología a la violencia”, como ha sido injustamente señalado por sectores reaccionarios, es una invitación a debatir con la historia reciente de este Chile que demuestra sus preferencias políticas de manera pendular –de un lado a otro–, pero desde la insatisfacción y la oposición a quien esté en el poder (del signo que sea). 

La chilenidad y sus contradicciones

A contramano de la urgencia de registrar lo que estaba pasando en Chile durante la revuelta popular de 2019 (que los medios no estaban mostrando), el director y escritor Carlos Araya Díaz guardó en un disco duro videos viralizados en redes sociales sobre ese momento histórico, y esperó. Después del triunfo del Rechazo quedó paralizado (como tantos chilenos y chilenas), hasta que escuchó el llamado del mítico director Raúl Ruiz (1941-2011) y su pregunta por la chilenidad y sus contradicciones. 

Casi cinco años más tarde, como si el tiempo y los avatares de la historia lograran el punto de maceración adecuado, el documental El que baila pasa (2023) consigue retratar la bipolaridad del ser chileno con ironía, a través de una figura fantasmal inspirada en la serie Cofralandes (2002) de Ruiz, que reencarna en un conserje de edificio en pleno estallido social.

Cuando pensábamos que el cine sobre el estallido estaba prácticamente agotado por el paso del tiempo y la frustración posterior, la tercera película de Carlos Araya Díaz, tras El hijo pródigo (2013) y El viaje espacial (2019), usa el humor como un recurso que permite mirar el pasado y, a la vez, preguntarse por el presente, con dos procesos constitucionales fallidos y una movilización ciudadana que no logró los cambios exigidos y terminó resignándose.

Lamentablemente, buena parte de los documentales sobre el estallido social rápidamente quedaron obsoletos a la luz de la decepcionante realidad, en que los muertos a manos de los agentes del Estado y los ojos arrebatados, no fueron en nombre del cambio de un modelo impuesto en dictadura, porque finalmente nada cambió.

Ni siquiera obtuvieron la justicia y reparación por las violaciones a los derechos humanos graves y masivas ocurridas en plena democracia, que fueron ampliamente documentadas y condenadas en informes de organismos internacionales.

En El que baila pasa, en cambio, el material de celulares (que se convirtió en un patrimonio colectivo del excepcional momento político que vivimos) se constituye en un archivo que da cuenta del movimiento pendular en el que se mueve el Chile reciente: de la rabia, la algarabía y la esperanza, al miedo y el desencanto.

Además de incluir archivos de 2019, Araya incorporó algunos históricos como escenas en Plaza Italia y sus micros amarillas de Cofralandes (2002) de Raúl Ruiz –que, como ya dijimos, fue la película que lo inspiró– o Venceremos (1971) del recientemente fallecido Pedro Chaskel (1932-2024), dando cuenta de una suerte de continuo histórico de las manifestaciones sociales en diferentes momentos. ¿Es el mismo pueblo el que se levanta una y otra vez frente a la desigualdad e injusticia en épocas distintas, para hacer frente a la misma oligarquía que persistentemente ha impedido los cambios? 

Como señala el director, la ciudadanía podría ser el fantasma que busca un nuevo cuerpo político, tal vez en un intento por recuperar la esencia democrática de la soberanía popular. Es un ejercicio de memoria el que nos propone Carlos Araya Díaz, que innova usando el formato vertical de los celulares, los hashtags y el ritmo de las redes sociales para preguntarse por el ser chileno(a) en tiempos de desmemoria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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