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Por una educación en la ética de la traición Opinión

Por una educación en la ética de la traición

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Tomás Díaz B.
Por : Tomás Díaz B. Psicólogo. Magíster en medición y evaluación de programas educacionales. Director de Docencia CFT ENAC
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El factor clave en la llegada de las políticas y los programas a las personas es la calidad de la técnica con que otras personas los materializan.


Las revelaciones en curso del denominado caso Audios parecen confirmar las conclusiones del recientemente publicado informe del PNUD (“¿Por qué nos cuesta cambiar? Conducir los cambios para un desarrollo humano sostenible”, 2024). Las debilidades en las capacidades de conducción de los cambios de nuestra sociedad, parecen estar influidas por una relación disfuncional entre la ciudadanía y sus representantes, teñido por una emoción de desconfianza y una percepción de “villanización”.

Más allá de lo sorprendente que resulta el capital de redes de influencia que puede llegar a tener un particular, la inspección radiográfica al entramado oculto de cómo distintos actores negocian, intercambian y distribuyen el poder, a espaldas de la ciudadanía, ha traído una condena que tiende a confirmar la idea de que allí en la elite, ocurren conductas inmorales, disociales y/o derechamente ilegales, que nada tienen que ver con la representación.

La emergencia de la “arista Corte Suprema” sube la apuesta, y erosiona las bases de la justicia chilena. En este perturbador escenario, pareciera configurarse un cierre perfecto que termina de socavar la esperanza.

Pero quizás la atemorizante constatación de que no hay institucionalidad posible que pueda contradecir el refrán “hecha la ley, hecha la trampa”, permite la identificación de una segunda constatación de mayor potencialidad en el análisis. Al final del día, después de los sistemas, de los tejidos sociales, todo esto se trata de personas relacionándose en última instancia con su propia subjetividad.

Personas que enfrentadas a desafíos que contradicen sus esquemas previos y que superan sus recursos disponibles, se aprestan a tomar decisiones y actuar o, a veces, a actuar y luego justificar esas acciones con decisiones, o viceversa. Personas que, en la soledad de la reflexividad, tienen una o más oportunidades de demostrarse solo a sí mismos la fortaleza de sus valores.

Pues bien, este ámbito de las personas es sin lugar a dudas, el foco principal de las instituciones de educación. Miradas estrictamente desde sus fines, ya sea el de universidades complejas cuyo fin es la generación de conocimiento y búsqueda de la verdad, como el de instituciones técnicas cuyos fines son la transferencia del conocimiento tecnológico y la formación para el desarrollo de trayectorias laborales, todo pasa finalmente por la enseñanza de personas.

Los fines educacionales de la última parte del siglo XX y la primera parte del siglo XXI tuvieron un énfasis en el fortalecimiento de los conocimientos, habilidades y destrezas que permitirían a los estudiantes lograr inserción en el mundo global, el mundo de una economía pujante, un esplendoroso futuro que, retrasos más, retrasos menos, desde Fukuyama en adelante, solo tendría una dirección hacia el desarrollo.

Discursos de política pública y expertos se alinearon con prácticas que permearon el dominio de la educación superior; la búsqueda de respuestas sobre los resultados de la formación superó con creces la pregunta de la justificación por esos resultados.

Con beneficios y costos conocidos, el sistema de educación superior chileno cuenta con una amplia cobertura, prácticamente universal y la gran mayoría de los estudiantes se encuentra formándose en instituciones de buena calidad que presentan programas de formación para alcanzar dichos fines. Algunos estudios recientes han mostrado evidencias respecto de cómo el retorno o el premio por el paso por la educación superior sigue siendo importante en Chile.

Pero llegado a este momento, vale la pena interrogarnos respecto de si estos propósitos están a la altura del nivel de desafíos que la sociedad actual plantea o si requieren una reflexión profunda. Mi particular y acotado aporte lo traeré de dos historias presentadas por un autor que no pertenece al campo de la educación, pero sí al de la literatura. Me perdonarán los lectores la digresión y les pediré paciencia, pero una forma de obtener nuevas ideas es ir allá donde la norma nos dice que no deberíamos buscar esas ideas.

En el año 1939, en los momentos finales de la guerra civil española, Rafael Sánchez Mazas, segunda cabeza falangista, preso en un campo de detención cerca de Girona, es condenado a ser fusilado por un grupo de republicanos que ya iba en retirada. Milagrosamente salva de la ráfaga de balas y huye por el bosque. Escondido en una suerte de cueva, es sorprendido por un soldado republicano que lo apunta con su arma. Cierra los ojos para esperar la muerte, pero escucha que su futuro asesino grita: ¡Acá no hay nadie! Acto seguido se va y Sánchez Mazas puede escapar para luego formar parte de la dictadura de Franco.

Muchos años después, también en España, el teniente coronel Antonio Tejero ingresa al Congreso de los Diputados español para realizar un golpe de Estado en 1981. La escena, que se puede revisar de forma íntegra en YouTube, muestra que, durante la ejecución de ráfagas de tiros dentro del edificio, solo tres diputados se mantienen heroicamente de pie: un colaborador de Franco, un exmilitar y el secretario general del Partido Comunista.

Quien conoce estas historias sabe que han sido escritas notablemente por Javier Cercas en sus libros Soldados de Salamina y Anatomía de un instante, respectivamente.

¿Qué relación existe entre estas historias y los desafíos de las instituciones de educación en la formación de personas? Me parece que es la idea de la ética de la traición. Historias como estas nos muestran que, puestos en situaciones de desafíos límite que erosionan las capas de aquellos significados que damos por supuestos, hay algunas personas que son capaces de obrar traicionando sus antiguas lealtades, en pos de virtudes de orden superior, más abstractas, más integrales.

Es el extremo superior del desarrollo moral de Kohlberg, individuos cuyo razonamiento no se sujeta a cuestiones de lealtad instrumental de fines concretos, sino a principios éticos universales, de los cuales el mismo puede dar cuenta y luego responsabilizarse por ellos.

Curiosamente esto implica, como en el caso del soldado nacionalista que desobedece una orden, o el de políticos heroicos de distintas sensibilidades políticas que desoyen no solo las directrices partidistas sino sus propios impulsos de sobrevivencia, no adherir a una lealtad ciega utilitaria sino a la atención a principios de orden superior, la vida humana y la democracia, respectivamente. Nada menos.

Pareciera ser que en momentos que podríamos llamar momentos de “desafíos de sentido”, hacer el bien requiere de un acto de rebeldía respecto del statu quo, desenmarcarse de los supuestos y luego, en conciencia, asumir las consecuencias de ese acto.

Es lo que explicaría que hace cincuenta años un funcionario del Servicio Médico Legal desafiara con valentía los peligros y llamase a Joan Jara para que pudiera retirar el cuerpo de Víctor Jara, o que un conserje, por allá por el 2010, saliera de su edificio, tomara un maletín que yo mismo había dejado olvidado en un paradero y me esperará a que volviera cuatro horas después, para simplemente devolvérmelo.

Son personas que traicionan cualquier impulso egoísta, personal, en función de un algo superior. Es lo mismo que explicaría, en contextos de alta jerarquía, burocratización, estrés y despersonalización de ámbitos labores como la salud, la gastronomía o la construcción, también temas en boga en educación superior por el tema de lamentables muertes y episodios de maltrato, que no pocas jefaturas decidan privilegiar el trato digno y respetuoso, logrando climas de respeto sin perder su legitimidad, traicionando toneladas de prácticas anquilosadas en esos dominios.

El PNUD indica en su informe que “los cambios demandan costos, esperas, confianzas, solidaridad, tiempos largos, renuncias. Se requiere un trabajo específico de pedagogía cívica, cuya voluntad y condiciones básicas deben estar contenidas en el acuerdo político, pues serán materia de controversia. Aquí le cabe un rol tanto a la educación formal como a los medios de comunicación, los actores sociales y las vocerías de las instituciones”. Es necesaria la conversación sobre la formación.

Vale la pena terminar recordando en esta columna a un querido maestro del pregrado, el psicólogo Wilson Vidal, que a la hora de reflexionar sobre los alcances de la intervención solía distinguir tres planos y tres niveles de mecanismos. El plano macro, el de las sociedades y las comunidades, es fundamentalmente influido por mecanismos del tipo leyes y políticas públicas. El nivel intermedio, que es el de las organizaciones, se ve influido por mecanismos del tipo programas y proyectos. Finalmente, en el nivel individual, en el cual están precisamente las personas, influimos en ellas no directamente por políticas o programas, sino mediante técnicas.

El factor clave en la llegada de las políticas y los programas a las personas es la calidad de la técnica con que otras personas los materializan. Pero ya no nos va a servir una técnica altamente racionalizada, requeriremos de una técnica dotada de visión, de sentido, de capacidad ética, y es preciso revisar si nuestras prácticas educativas están en sintonía con el desafío de formar personas con integridad, con valores, con un desarrollo moral que les habilite a que, enfrentados a la hora decisiva, tengan el coraje de cuestionar sus certidumbres.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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