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A lo Patton: la “estrella” de Trump prevalece sobre un país fracturado Opinión

A lo Patton: la “estrella” de Trump prevalece sobre un país fracturado

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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No ayudó que la candidata adversaria desdeñara el contacto diario con la prensa y, sobre todo, que cayera en la trampa de la polaridad, la tradicional descalificación, cuando recurrió al adjetivo fácil de “fascista”.


En 1916, durante la batalla de El Biutz contra tribus bereberes, el entonces capitán Francisco Franco recibió un impacto de bala en el bajo vientre. Su deceso parecía seguro, pero se recuperó “milagrosamente”, permitiendo que 20 años después protagonizara la sublevación contra la República que inició la Guerra Civil y, concluida esta, dirigiera una dictadura filofascista devenida en autoritarismo burocrático.

La leyenda tejida en el Rif apuntó a un “toque providencial” o “baraka”. Para algunos era “la trascendencia de la protección sobrenatural”, pero para la mayoría simplemente fue “suerte” o “estrella” –aun cuando esta sea una definición imprecisa–, que no solo permitía eludir el óbito, sino que superaba al resto, prevaleciendo sobre sus enemigos.

La superchería se basó en que, mientras gran parte de sus compañeros de armas fallecieron en acción o quedaron heridos y mutilados, Franco sobrevivía como lo haría en el futuro a atentados y accidentes por igual. Incluso en su bando, allí donde otros fracasaban –o morían–, el llamado Caudillo se imponía: era su “baraka”.

Trump también la tiene, y nuevamente supera a las encuestas que lo subestimaron, quedándose con todos los estados clave y, además, el voto popular. Será el segundo Presidente en la historia de Estados Unidos con dos mandatos no consecutivos, después de Grover Cleveland. Pero más increíble: es el primer mandatario electo que carga con el veredicto de un tribunal que lo declaró convicto y cuya pena será dictada hacia fines de este mes.

Es probable que el punto de inflexión de este camino fuera el intento de asesinato del 13 de julio contra Trump, televisado en directo mientras dirigía una alocución en un mitin de sus partidarios en Pensilvania, ocasión en que uno de los disparos rozó su oreja derecha, dejándonos imágenes de su puño en alto para proclamar su resistencia, al tiempo que el servicio secreto lo cubría para sacarlo de la escena. Una segunda tentativa de magnicidio se verificó el 15 de septiembre, cuando se escucharon disparos en las inmediaciones de la mansión de Mar-a-Lago en Palm Beach (Florida), mientras Trump jugaba al golf.

Por si fuera poco, antes, el 30 de mayo, el jurado había dictaminado la culpabilidad de Trump en 34 cargos por encubrir su affaire con Stormy Daniels y así no perjudicar su campaña presidencial de 2016. Tampoco Trump lo hizo bien en el único debate con Kamala Harris en septiembre –a diferencia de aquel contra Biden en que sí se impuso–. Otro candidato habría sucumbido políticamente, pero este no.

Algo más de la mitad de Estados Unidos –no son porciones exactas– no cree o sencillamente no le importan los hechos del 6 de junio de 2021, en que una turba incitada por el presidente asaltó el Capitolio durante la sesión solemne de ratificación de los comicios, técnicamente un fallido golpe posmoderno, mediante el cual un liderazgo utiliza a las muchedumbres para la desestabilización institucional.

Ni hablar del desconocimiento de los resultados de 2020. Trump nunca reconoció su derrota y planteó en la actual campaña la organización de un fraude para robarle elección, una cuestión delicada, en medio de una reñida competencia, aunque a Trump no le hace mella. Ha dejado de ser el tipo de anomalía ucrónica con que Philip Roth fantaseó en la Conjura contra América, con Charles Lindbergh venciendo en las urnas a Franklin D. Roosevelt en la elección de 1940, para después desatar la represión antisemita. Desde luego, el “enemigo interno” –según su expresión– es otro, pero, igual que en dicha ficción, el exmandatario ha sido blindado por adherentes totales.

Ni siquiera su lenguaje hiriente y desbocado apaga su “estrella”, ya sea que amenace con que será “dictador por un día” o que hable vulgarmente de “las bolas” de un golfista, sin precisar si se refiere al juego o a la anatomía del deportista, o reparta insultos como dulces en Halloween. Un líder rudo que recuerda a George S. Patton, general que destacó por su estrategia bélica y su capacidad de incomodar en sus alocuciones. Furibundo anticomunista, el héroe militar es un modelo ideal para quien desea escenificar la lucha “del bien contra el mal” de sus oponentes. Por ello explota la emoción crucial de la red social de Musk: la ira.

Tampoco lo afectó el acto del Madison Square Garden, cuando un humorista “telonero” ofendiera a una de las comunidades latinas más asentadas, junto a la mexicana y cubana, la portorriqueña. El candidato Trump fue incombustible, por lo que “todo valió” contra su blanco predilecto: los migrantes, aun cuando el exmandatario y presidente electo se haya rodeado en su vida de extranjeros de origen, comenzando con su primera exesposa y la actual, Melania.

Da lo mismo, porque Trump tiene “baraka”. Él mismo lo sabe, al afirmar que prefiere el instinto a la doctrina, por lo que sigue sus intuiciones férreamente, aun cuando no le hayan servido con Kim Jong-un durante la cumbre de Hanói en 2019. Para Trump la incertidumbre es la suprema virtud.

Por supuesto no ayudó que la candidata adversaria desdeñara el contacto diario con la prensa y, sobre todo, que cayera en la trampa de la polaridad, la tradicional descalificación, cuando recurrió al adjetivo fácil de “fascista”. Sé muy bien que se han escrito ríos de tinta temáticos, con eminentes académicos convencidos de la adecuada aplicación conceptual, como el especialista Robert O. Paxton. Sin embargo, no hay que olvidar que, además de las credenciales antidemocráticas, violentas y excluyentes del fascismo, este tiene una dimensión expansionista bélica inseparable de su discurso, que no comparece con la dimensión aislacionista de Trump.

Sus presiones al exterior son regularmente comerciales, amenazando con cancelar acuerdos económicos si no se hace su voluntad, como con México, al que espetó que, si no resguardaba de migrantes la frontera sur, gravaría con 25% de arancel extra los productos mexicanos. Desde luego, lo anterior no significa que no habrá riesgos institucionales asociados, pero se trata de una experiencia más bien postfascista que otra cosa; es decir, que aun cuando ocupa el espacio político que otrora tuviera la doctrina abrazada por Mussolini, su contenido “ultra” corresponde a una singularidad histórica específica en tiempos de desglobalización.

La pregunta subsiste en todo caso: ¿podrá la más antigua democracia liberal resistir por medio de sus pesos y contrapesos la fuerza de la vocación omnímoda por el poder? Para Trump se trata de otra prueba. Ya ha fagocitado a la vieja guardia neocon republicana y, contra todo pronóstico, ha logrado mantener un fervor popular creciente, toda vez que, además de quedarse con la mayor parte del Colegio Electoral, también conquistó a una mayoría ciudadana de un país profundamente dividido.

Como el general Patton, desprecia a sus adversarios, particularmente de la vereda izquierda, privilegiando la confrontación antes que la unidad, y aunque no se montó sobre un tanque, al igual que el legendario general derribó los bastiones demócratas del viejo “muro azul” –metáfora de Wisconsin, Pensilvania y Michigan– con que los demócratas pretendían detenerlo.

Probablemente Putin y Netanyahu se soban las manos, aunque Trump tiene otras obsesiones –que también comparte con el general cuatro estrellas– respecto a todo lo que lleve el nombre de comunista, encarnado hoy por Beijing.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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