La cultura está empotrada en la naturaleza, pero es diferente de la mera naturaleza.
Se supone que la cultura humanista contribuye a lubricar las relaciones interpersonales y también a facilitar la manera en que nos relacionamos con nosotros mismos. Ella supone también momentos de contemplación. Tal cultura sería expresión –en última instancia– del modo en que ella concibe al ser humano. Con todo, vale la pena preguntarse sí aún existe esa cultura. Y si existe, ¿tiene todavía el vigor suficiente para incardinar al quehacer humano?
A mí me parece que no. Día a día presenciamos el angostamiento de dicha cultura, debido a la expansión del utilitarismo y del economicismo. Estos, inadvertidamente, propenden a cosificar al ser humano.
Claramente, la lógica de la racionalidad instrumental ha arrinconado y disecado al humanismo. La cultura humanista que heredamos está muerta o, por lo menos, muy deteriorada o desvitalizada. La civilización tecnocrática –o sea, la razón instrumental– la desarraigó de la vida o, si se prefiere, de la naturaleza. Si falleció, murió de anemia aguda a raíz de las estocadas sucesivas que le propinó la civilización industrial.
La cultura está empotrada en la naturaleza, pero es diferente de la mera naturaleza. Aquella prospera por sobre esta con la doble finalidad de potenciarla y controlarla. Por decirlo de alguna manera: la cultura domestica a la naturaleza; en consecuencia, no exalta lo elemental, tampoco aspira a aniquilarlo.
Bien podríamos decir que la cultura es un derivado de la naturaleza, de una naturaleza heñida, amansada, domesticada y potenciada. Es, en definitiva, una prótesis que está engastada en la naturaleza. Así, la cultura comienza a declinar cuando se desarraiga de su soporte vital.
Si ello ocurre, la cultura fracasa, deja de ser tal, y se transmuta en un artificio inerte. Peor aún, en una maquinaria que convierte en operario a su creador. De hecho, a poco andar, el ser humano deviene en un engranaje (en cuanto es movido por una rueda dentada que, a su vez, mueve a otras) que carece de reflexividad, de fines propios y de horizonte de sentido. Así, el hombre culto es sustituido por el buen funcionario y este, finalmente, por el engranaje.
Culto no es solo quien ha domado sus propias pasiones, sino también quien tiene internalizados los altos valores de la cultura, entendida esta como un sistema cardinal de ideas, creencias y valoraciones. Ellas cumplen una función trascendental en la vida individual y colectiva: le brindan significado y sentido al quehacer humano. No en vano, en cuanto se marchita la cultura, retoña el nihilismo.
Pese a que suele calificarse a las personas eruditas de cultas, la erudición no es un requisito indispensable para ser culto. Si la cultura va acompañada de erudición, tanto mejor. Para deshacer la ecuación «cultura igual erudición», basta recordar a la figura del pedante y la del especialista sin espíritu. Hoy por hoy, ambos concurren a conformar al hombre bien informado, ese ser humano que es incapaz de distinguir lo nuevo de lo novedoso y de captar el significado y sentido que tiene la novedad.
Ambos rinden pleitesía al dato y suelen carecer de un horizonte hermenéutico complejo que vaya más allá de la información misma. En el fondo, no son personas cultas, simplemente son buenos funcionarios.
Cuando la cultura se evapora, comienza a insinuarse el fantasma del absurdo, el cual no causa mayores estragos, porque suele ocultarse cotidianamente tras un quehacer frenético que impide que aflore la pregunta por el sentido. Tal quehacer, que se expresa en el productivismo galopante, modifica la superficie de la Tierra. El progreso encandila, seduce y cautiva.
Así, la civilización tecnológica –o sea, el imperio de la racionalidad instrumental– sigue extendiendo sus tentáculos por doquier. Incluso coloniza la psiquis humana.
El epílogo ya lo conocemos: las personas comienzan a ser concebidas como entidades mecánicas. Los engranajes humanos tienen prohibido sentir fatiga. Poco importa que el progreso obstruya los poros a través de los cuales respira la vida sin más.
Sin embargo, con el paso del tiempo comienzan a aparecer los primeros síntomas de asfixia que se resuelven técnicamente con la farmacología y así la civilización sigue avanzando. Todo va viento en popa, los números azules siguen al alza y el bienestar material es evidente.
Pero la tectónica de placas, que tiene por escenario propio a la mente profunda, es invulnerable a las seducciones del progreso. Por eso, cuando se manifiesta inesperadamente en la superficie, provoca grandes conmociones sociales que suelen producir terremotos políticos.
Cuando ello sucede, los logros de la civilización se tambalean. Los detritus de la putrefacción mental –generados tanto por el mismo progreso como por la obturación de los poros por los cuales respiraba la vida sin más– arrasan con todo lo que está a su paso como si fueran ríos de lava. De hecho, la mayoría de los estallidos sociales suelen tener algo –un atisbo, una pizca– de estallido fecal, en cuanto son producto, entre otras cosas, de cierta indigestión emocional.
Así vistas las cosas, el declive –y, a veces, deliberado olvido– de las humanidades no solo empobrece nuestra vida interior, de refilón también perjudica nuestra convivencia cotidiana, nuestra vida cívica y, finalmente, la calidad de la política.