
La pregunta de Undurraga
La tarea, tan improbable como urgente y necesaria, es la de reflexionar críticamente sobre las condiciones de posibilidad para el despliegue de un proyecto de país anclado en valores humanistas y democráticos, y trabajar en dicho sentido.
En una aventura quijotesca, improbable, deliberadamente extemporánea, el Partido Demócrata Cristiano proclamó hace algunas semanas a su presidente, el diputado Alberto Undurraga, como candidato presidencial. No fue una maniobra puramente simbólica o protocolar.
La presentación vino aparejada de una exigencia inmediata: primarias con los partidos de la centroizquierda histórica –léase, el Socialismo Democrático–, excluyendo al Frente Amplio, el Partido Comunista y los grupúsculos de izquierda que orbitan en torno a ellos. Si bien los motivos expuestos públicamente son de carácter estratégico, los destinatarios parecen lógicamente haber leído en la propuesta, mientras se concentran en sus propias zalagardas intestinas, una preocupación meramente táctica.
Invariablemente, las reacciones fluctúan entre el desprecio –qué se han creído estos democratacristianos, rémoras vetustas de un tiempo pretérito que no podemos ni debemos recuperar– y la indiferencia: tarde o temprano se sumarán a la “más amplia unidad”, no tendrán alternativa. Tienen que sobrevivir.
Puesto así, parece fácil e incluso conveniente ignorar la bravata de Undurraga. Sin embargo, la pregunta que abre su posicionamiento es, de hecho, mucho más profunda, y sus implicancias trascienden largamente el mero objetivo de supervivencia del PDC: ¿cómo reconstruir, hoy, una mayoría social y política que permita no solo contrarrestar el mentado “auge de la ultraderecha” sino también ofrecer un mínimo de gobernabilidad a cualquier partido o coalición que pretenda realizar transformaciones estructurales en un sentido progresista? ¿Hay una estrategia para ello?
Corolario: ¿es posible salir a buscar las almas que autorizarían aquello y, a la vez, mantenerse bajo el mismo paraguas de la izquierda radical, de la cual dichas almas huyen despavoridas?
El diagnóstico que subyace a la hipótesis de Undurraga es el siguiente. De acuerdo con la ley de gravedad, al acercarse físicamente dos cuerpos, el más grande y denso atrae al más pequeño y lo coloca en su órbita, o bien lo absorbe y destruye. Para el PDC, entrar en una alianza hegemonizada por la izquierda radical significa subsumirse ideológica y estratégicamente a las líneas de un pacto sin incidencia posible.
Siguiendo a Undurraga, la consecuencia más grave de aquello es que los democratacristianos –y en general cualquier fuerza política indexada a la hegemonía izquierdista– quedarán impedidos de apelar a un amplio segmento de la población para el cual el FA y el PC resultan tóxicos por obvias razones. ¿Qué implica esto? En términos simples, encajonar a la izquierda dentro de su público cautivo. Las encuestas de opinión, unánimes, muestran hoy a los candidatos de derecha y ultraderecha sumando más del triple de intención espontánea de voto que todo el oficialismo.
La respuesta fácil es sobrestimar la volatilidad del electorado y creer que es un fenómeno pasajero. Otros, en cambio, tememos que se trate de algo mucho más profundo: una centroizquierda autoamordazada que coloca barricadas en los caminos que la llevarían a reconstruir una mayoría, maquillando tragedias para celebrarlas.
La destrucción del PDC fue el sueño dorado de izquierdistas varios que, como al empedrado, lo responsabilizaban por el golpe militar y todas las desventuras posteriores. Desde luego pensaban, con la mentalidad optimista propia del que supone no tener nada valioso que perder, que su desaparición del mapa implicaba la apertura de más posibilidades para la izquierda.
Hoy, el espacio sociológico que ocupaba el PDC se encuentra huérfano, invertebrado, atraído por la centroderecha, la antipolítica o el estruendoso paleolibertarianismo de Kaiser o Parisi. Ese público, que no corresponde a la derecha histórica, es crucial no solamente para ganar cualquier elección a escala nacional –que ya es bastante–, sino para constituir un bloque social cuya movilización es indispensable para sostener cualquier cambio que vaya más allá de los arreglos tecnocráticos.
El tiempo no corre a favor de Undurraga y su impertinente candidatura. Mucho menos para un resurgimiento del PDC. Pero su grito, su planteamiento quizás subconsciente, no debe pasar inadvertido en medio del caos, las montoneras y los voladores de luces que lanzan a diario nuestros dirigentes para sostenerse en un simulacro de poder y representación.
Reconstruir un bloque por los cambios implica también promover la recomposición de un espacio político y cultural con identidad propia que sirva de pivote para una mayoría progresista.
Nada más peligroso que un consenso sin profundidad ni perspectiva como el que se ha producido en torno a la “más amplia unidad”, sin ponderar los costos de una estrategia eminentemente defensiva y coactiva, que se traduce en una táctica de campo arrasado que permite al adversario consolidar sus avances mientras nos contentamos en nuestro propio encapsulamiento.
La tarea, tan improbable como urgente y necesaria, es la de reflexionar críticamente sobre las condiciones de posibilidad para el despliegue de un proyecto de país anclado en valores humanistas y democráticos, y trabajar en dicho sentido. Ello requiere generosidad, disposición y levantar la mirada más allá de las próximas elecciones. Un imperativo cuyos destinatarios somos todos.
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