
Dos plazas: el éxtasis y la agonía
Y así como la coyuntura geopolítica global es incierta, la disputa valórica en la Iglesia tampoco es menor, después de un pontificado reformista como el de Francisco. En su interior existen tendencias contrarreformistas respecto al aperturismo y acogida a las “periferias sociales” planteadas por el
Tres mil 19 kilómetros separan la Plaza de San Pedro en Roma y la Plaza Roja en Moscú. La distancia se cubre casi en cinco horas de vuelo, 32 en automóvil, y técnicamente 26 días a pie. Una longitud considerable, que sin embargo casi convergerá cronológicamente en dos simbólicos ritos pletóricos de boato, apenas diferidos por algunas horas.
Este miércoles 7 de mayo, en las colinas vaticanas de la ciudad eterna se realizará el cónclave para elegir el papa número 267, en un hermético procedimiento que ronda los 800 años de antigüedad, remontándose a las disposiciones del Papa Gregorio X en 1274. La aristocracia cardenalicia, establecida como colegio elector en 1059 por Nicolás II, estará en esta ocasión compuesta por 133 purpurados encargados de decidir en secreto el nombre del líder espiritual de aproximadamente mil 400 millones de creyentes católicos del mundo, además de pontífice soberano del diminuto Estado Vaticano -politológicamente, una monarquía electiva de corte sacerdotal- con capacidad de influencia más allá de sus fieles religiosos.
Dos días después, en la Tercera Roma –o Moscú- se festejarán los 80 años de la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi en 1945. Se trata de uno de los días más relevantes del calendario ruso, que conmemora el fin de la llamada Gran Guerra Patriótica –una sangría nacional en la que Rusia puso la sangre y sus aliados financiaron económicamente dicho esfuerzo, tal como hoy lo hacen con sus enemigos-, cuyo evento central es un mega desfile exhibitorio de su arsenal militar: vehículos blindados, sistemas de defensa anti-aérea, misiles intercontinentales y supersónicos, incluso algunos años aviones de última tecnología, toda una muestra del poderío bélica, particularmente importante en tiempos de incertidumbre geopolítica y lucha marcial.
Consciente de que se trata de una fecha que será observada y medida más allá de sus fronteras siempre dinámicas, el Presidente Putin ofreció a Ucrania una tregua de tres días –del 8 al 10 de mayo- para interrumpir las acciones bélicas. Después de todo, aún cuando un precoz nacionalismo ucraniano acogió durante la Segunda Guerra Mundial en algunas de sus ciudades a la invasora Wehrmacht, como liberadora frente al dominio bolchevique, dicha actitud giró tras constatar el maltrato de los ocupantes y la deportación de miles de ucranianos, formándose unidades partisanas contrarias al III Reich, mientras millares se unieron al Ejército Rojo, como lo hizo el abuelo del Presidente Zelensky. Sin duda, es una oportunidad para pactar un alto al fuego al menos por un breve paréntesis.
El Presidente ucraniano contestó que accedía a la oferta si se extendían hasta los 30 días el cese inmediato, completo e incondicional de hostilidades. Sería un respiro que le permitiría reagruparse en el teatro de operaciones y, de paso, aproximarse a la propuesta de Trump de paz duradera. Putin, sin embargo, desestimó la contraoferta: un mes de freno a la maquinaria bélica podría, en su opinión, debilitar la voluntad de lucha en momentos que gana la contienda en casi todos los frentes. Como los generales de la navidad de 1914 en el frente occidental francés, no desea correr los riesgos de celebraciones prolongadas que propicien sentimientos comunes de hastío a la guerra.
Desde la cima de su formidable jerarquía autocrática, Putin no pretende renunciar a la exhibición de músculo, pero tampoco desea hipotecar las demandas de reconocimiento internacionales a sus conquistas territoriales (Crimea, las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, y los óblasts de Jersón y Zaporiyia), y sobre todo reafirmar sus objetivos iniciales de “desmilitarización y des-nazificación” de Ucrania.
Aunque el último componente es claramente propaganda, no debe perderse de vista que la exigencia de obtener garantías para que Kiev no forme parte nunca jamás de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), están en línea con las promesas que hizo Washington al caer la cortina de hierro de no expandir la alianza nor-atlántica hacia el este.
El razonamiento es simple y claro, así como el Presidente Kennedy no admitió en 1962 que se instalaran misiles en su entorno estratégico Caribe, Putin tampoco permitirá a la OTAN plantarse en su vecindario inmediato o extranjero próximo. Para dicha visión, a Kiev sólo le queda conformarse con el ingreso a la Unión Europea, aun cuando no sería menos amargo para Ucrania resignar las pérdidas de espacios que hacen parte de su relato nacional, resultando algunos claves para su salida al Mar Negro.
Por ahora Moscú tiene la iniciativa, ha desalojado al ejército ucraniano del óblast de Kursk, proseguido los ataques aéreos sobre ciudades ucranianas del centro occidente y afianzado sus posiciones en las regiones conquistadas: Poder puro y duro, cualitativamente en las antípodas del poder blando vaticano, que no dispone de las divisiones militares sobre las que Stalin preguntara alguna vez –apenas 135 ciudadanos suizos que componen su Guardia-, aunque también mostró su influencia el sábado 26 de abril, cuando el Presidente de Estados Unidos y su homólogo ucraniano tuvieron un cara a cara en la Basílica de San Pedro, tras el escenificado quiebre del 28 de febrero en el Salón Oval. Sólo después de eso se concretó el acuerdo sobre minerales críticos, firmado entre Washington y Kiev.
La diplomacia vaticana en su esplendor, vestigio de épocas anteriores a la modernidad cuando el Papa arbitraba conflictos entre comunidades políticas, una autoridad religiosa supranacional de control sobre poderes seculares. Por su capacidad de atraer y persuadir a dirigentes y liderazgos sobre la base de valores, cultura y producción de empatía –sin coerción directa- el rito que iniciara en la Capilla Sixtina con el latinazgo extra omnes (“fuera todos”) trasciende más allá de las murallas del Estado Vaticano, en incluso de su enorme feligresía.
Y así como la coyuntura geopolítica global es incierta, la disputa valórica en la Iglesia tampoco es menor, después de un pontificado reformista como el de Francisco. En su interior existen tendencias contrarreformistas respecto al aperturismo y acogida a las “periferias sociales” planteadas por el último papa. Una situación antagónica nada inusual en la longeva vida de una Iglesia descrita por Schmitt como un Complexio Oppositorum: “No parece que haya contradicción alguna en ella que no sea capaz de englobar”, agregando que conviven una alta capacidad de adaptarse con la mayor rigidez, así como la soberbia y la humildad.
Como el primer día del Cónclave hay una sola votación es posible que no sepamos el nombre del nuevo obispo de Roma hasta las siguientes jornadas de la inauguración ritual –quizás en medio de las celebraciones simultáneas en Rusia- sin descartar que, si dicho evento supera los 4 o 5 días, sería una señal de tensiones cardenalicias para alcanzar los dos tercios requeridos (88 votos) en su decisión.
Son dos plazas donde desde mediados de esta semana se concentrarán multitudes junto a los focos mediáticos globales, una para experimentar el trance extático de la fumata blanca que anteceda al estridente anuncio “Habemus Papam”, y otra mostrándole a su Ffederación y al mundo su contundente fuerza militar probada en la agonía de una guerra que parece prolongarse antes de una paz duradera.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.