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Cónclave: entre la institucionalización y el carisma Opinión

Cónclave: entre la institucionalización y el carisma

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Ignacio Serrano
Por : Ignacio Serrano académico de la Facultad de Educación y Ciencias Sociales de la Universidad Andrés Bello
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El pontificado de Francisco fue, en muchos sentidos, carismático: por su estilo pastoral, su cercanía con los márgenes y su capacidad de abrir procesos.


Es imposible aventurar quién será el próximo Papa, pero existen indicios que podrían dar pistas. Si empezamos por lo obvio, convendría descartar que el sucesor de Francisco sea un latinoamericano. Aun cuando de los 133 cardenales electores, 7 son de Brasil, parece improbable que la Iglesia vuelva a buscar a un pastor en esta parte del continente después de un pontificado marcado regionalmente.

También se podría descartar a un coterráneo de Benedicto XVI. La Iglesia alemana atraviesa un “camino sinodal”, el cual no ha estado exento de traspiés. Estas asambleas generales de obispos y movimientos laicos han estado demasiado centradas en temas polémicos, como la ordenación de mujeres y la democratización de las diócesis, lo que dificulta proyectar desde allí una figura de consenso.

Más difícil es plantear la pregunta en positivo. Sin embargo, hay elementos que permiten formular una hipótesis razonable: lo más probable es que el próximo Papa esté en la línea general de Francisco. Esto, dado que 108 de los cardenales electores fueron nombrados por él. Pero la verdadera cuestión no es tanto si continuará su legado, sino en qué forma se dará.

En contextos históricos de elección de sucesores, suele imponerse un patrón: la institucionalización del carisma. Así explicó Max Weber el modo en que las organizaciones tienden a estabilizar los liderazgos excepcionales mediante su conversión en un marco institucional con normas, procedimientos, jerarquías y membrecías.

El carisma, como forma extraordinaria de autoridad basada en la devoción personal y la percepción de una misión profética, no puede sostenerse indefinidamente. Este necesita traducirse en estructuras que garanticen su continuidad. A eso Weber lo llamó la “rutinización del carisma”.

El pontificado de Francisco fue, en muchos sentidos, carismático: por su estilo pastoral, su cercanía con los márgenes y su capacidad de abrir procesos. Su autoridad no se limitó al cargo; operó por gestos, lenguaje, presencia. Pero como suele ocurrir tras estas figuras, la fase siguiente tiende a buscar orden, no novedad; cohesión, no tensión; estabilidad, no conflicto.

Esta dinámica se ha repetido en la historia reciente de la Iglesia. Juan XXIII abrió el Concilio Vaticano II con una impronta fuertemente carismática y profética (“fue un toque inesperado, un rayo de luz de lo alto”). Su sucesor, Pablo VI, fue quien institucionalizó ese impulso, dándole forma escrita como documentos conciliares. Algo similar ocurrió con la transición entre Juan Pablo II y Benedicto XVI: el primero actor, poeta y filósofo, convertido en líder político global; el segundo, un teólogo que dio continuidad a lo esencial en la doctrina y la liturgia.

La lógica que domina estas transiciones no es la de la réplica, sino la de la “rutinización del carisma” o el carisma hecho institución.

Desde esta perspectiva, es improbable que los cardenales busquen un “Francisco II”. Lo que suele suceder en estos casos es la elección de figuras capaces de consolidar lo iniciado. El próximo Papa probablemente tendrá un perfil más conciliador que confrontacional, más orientado a movilizar estructuras que a explorar nuevas posibilidades.

El cónclave, en ese sentido, probablemente será extenso, de varios días, pues la Iglesia llega a esta elección crucial atravesada por tensiones doctrinales, divisiones regionales, creciente demanda de participación y pluralidad de voces aún no canalizadas institucionalmente. La elección no definirá solo un rostro, sino un rumbo: qué hacer con la apertura que Francisco encarnó.

¿Significa eso entonces que el próximo pontífice debiese parecerse más a Pietro Parolin, actual secretario de Estado vaticano, que a Luis Antonio Tagle, arzobispo de Manila y prefecto del Dicasterio para la Evangelización de los Pueblos?

Es imposible saberlo. Pero si se sigue el patrón habitual, es probable que se imponga una figura de perfil más petrino –más institucional– que solidifique lentamente lo avanzado. Una apuesta que no está exenta de costos. Pues con ella el mundo podría perder el impulso paulino de la evangelización: el aliento misionero, la palabra inesperada, la apertura a la diversidad, en vista de asegurar lo propio. Y eso no sería solo una pérdida para los católicos, sino también para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

A un nuevo pontífice también se le pedirá un liderazgo moral global: que sea capaz de hablar del cambio climático y el consumismo, de la inmigración, de la baja natalidad y la ideología de género, de los conflictos fratricidas, del imperialismo violento y del dominio cultural. La voz de Francisco fue escuchada más allá de las fronteras del catolicismo porque no se limitó a administrar la Iglesia: la desbordó hacia fuera.

Así, la lógica institucional probablemente incline la balanza hacia una figura que represente más a Pedro (institución) que a Pablo (carisma). Pero ese tipo de elección no resuelve del todo la tensión: solo la desplaza. Los próximos cardenales electores no decidirán solo entre un grupo de hombres, sino entre dos principios. O, más difícil aún, si es posible elegir a alguien que no elimine uno para afirmar el otro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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