
Construir seguridad sin sacrificar derechos
El derecho a la protesta social, lejos de criminalizarse, debe entenderse como el último resguardo ciudadano frente a la opresión.
El proyecto de ley que establece Reglas de Uso de la Fuerza (RUF) para funcionarios de orden público ha avanzado hacia su aprobación en una comisión unida de Constitución y Seguridad Ciudadana de la Cámara, como parte del llamado “fast track legislativo” en materia de seguridad. Esta iniciativa, lejos de ser una reforma con enfoque democrático, se ha transformado en una respuesta insuficiente a dos fenómenos clave: la revuelta social de octubre de 2019 y una crisis de seguridad amplificada comunicacionalmente, usada para justificar retrocesos y amenazas graves en materia de derechos humanos.
No debemos olvidar que el espíritu inicial de este proyecto de ley apuntaba a establecer, entre otras cosas, una mejora sustancial sobre el control civil de las policías, de tal modo que los gobiernos y los organismos encargados de hacer cumplir la ley puedan examinar acuciosamente aquellas cuestiones éticas relacionadas con el uso de la fuerza, el tipo de armamento utilizado, los límites y los posibles excesos en su uso
La necesidad de una legislación que regule el uso de la fuerza es innegable. Como principio de legalidad, otorga certeza a policías, ciudadanía y jueces. Sin embargo, esta certeza debe construirse desde los estándares internacionales que establecen límites claros al uso de la fuerza: legalidad, necesidad, proporcionalidad, precaución, no discriminación y rendición de cuentas.
Hoy, el proyecto que se encuentra en tercer trámite constitucional en la Cámara de Diputadas y Diputados, pone en entredicho dos pilares fundamentales: la proporcionalidad y la rendición de cuentas.
La proporcionalidad no es un principio abstracto; implica que la fuerza empleada en tiempo e intensidad debe corresponder al nivel de resistencia enfrentado. Su exclusión del proyecto de ley abre la puerta a que cualquier nivel de fuerza, una vez considerada “necesaria” o presuntamente justificada por la Ley Naín-Retamal, se torne legítimo, lo cual contradice todo estándar democrático. La experiencia reciente en Chile –con cientos de víctimas de mutilaciones y violencia desmedida– hace evidente la urgencia de establecer límites legales claros y fiscalizables.
Por su parte, la rendición de cuentas es el mecanismo que permite controlar el poder coercitivo del Estado. Sin ella, no hay transparencia ni posibilidad de reparación frente a abusos. La eliminación de este principio durante el debate en el Senado demuestra que la amenaza de retroceso en estándares que Chile había intentado consolidar tras el estallido social se encuentra vigente.
Necesitamos criterios legales objetivos que permitan evaluar el buen o mal uso de la fuerza, registros ex ante y ex post de los operativos, control civil sobre protocolos, transparencia sobre los medios utilizados y sus efectos en la salud, así como un nuevo modelo policial basado en el respeto irrestricto de los derechos humanos.
Un nuevo modelo policial que aspire a elevar el estándar de diligencia esperable para un órgano policial en democracia; a reforzar el cumplimiento eficiente y adecuado de sus deberes institucionales; y a inscribir el más honesto e irrestricto respeto hacia los derechos humanos como principio vector del ejercicio profesional de las policías.
El derecho a la protesta social, lejos de criminalizarse, debe entenderse como el último resguardo ciudadano frente a la opresión. Su protección exige que el uso de la fuerza por parte del Estado esté sujeto a estrictos estándares y rendiciones democráticas. De ahí que este proyecto de ley sea de suma importancia para salvaguardar el Estado de Derecho.
En tiempos donde la democracia se enfrenta a diario al avance de discursos autoritarios y negacionistas, urge recordar que no se puede construir seguridad sacrificando derechos.
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