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Guerra comercial: ¿guerra relámpago o guerra prolongada? Opinión Archivo

Guerra comercial: ¿guerra relámpago o guerra prolongada?

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¿Podría Estados Unidos ganar si logra una alianza firme con otros países? Tal vez. Pero no en estas condiciones y no con esta estrategia. Amenazar a medio mundo mientras se combate al otro medio no es un plan, es un berrinche.


“Los campesinos chinos nos prestan dinero para comprar cosas que hacen los campesinos chinos”. La frase del vicepresidente estadounidense JD Vance, dicha con un tono altanero y cargado de desprecio, pretendía ser una burla, pero acabó uniendo a toda China detrás de lo que ya no es solo una guerra comercial, sino también una batalla cultural, simbólica y política. No hay insulto más eficaz que el que apunta a la dignidad. Y si hay algo que los chinos saben hacer, es convertir la humillación externa en combustible para el patriotismo económico.

A diferencia de lo que cree el secretario del Tesoro estadounidense, Scott Bessent, esto no es solo un intercambio de aranceles. No es una guerra contable donde uno simplemente calcula quién pierde más. Su argumento es el de siempre: China exporta cinco veces más a Estados Unidos de lo que importa, por tanto, tiene más que perder. Y, sin embargo, eso supone asumir que las reglas son las mismas para ambos y que el dolor económico se procesa igual a ambos lados del Pacífico.

Estados Unidos juega a infligir dolor con la esperanza de que el otro pida clemencia. Pero China ha sido entrenada, por décadas, para resistirlo. Desde la brutal competencia interna entre empresas locales, que sobreviven vendiendo a pérdida y despidiendo a medio equipo, hasta una clase dirigente que, si debe elegir entre crecimiento y estabilidad política, nunca duda. China no teme el sacrificio si con eso fortalece su autonomía. En cambio, Estados Unidos, país de ciclos electorales cortos y mercados sensibles al más mínimo temblor, no tiene el mismo margen para aguantar una guerra larga.

Y esto lo sabe Beijing. Por eso, cuando el Beijing Daily citó a Mao Zedong y su clásico Sobre la guerra prolongada, no lo hizo por nostalgia. Lo hizo como declaración de principios. Para Mao, las guerras que importan no se ganan con rapidez, se ganan desgastando al enemigo, haciendo de la resistencia un acto de unidad. La alusión no es casual. El régimen chino quiere que esta guerra comercial se lea como un nuevo capítulo de la resistencia frente al imperialismo occidental. Y le está funcionando.

Algunos consumidores chinos ya han comenzado a evitar marcas extranjeras. Las plataformas de comercio electrónico, impulsadas por el aparato estatal, redirigen compradores hacia productos nacionales. Y todo este impulso se condensa en un concepto que aparece cada vez más en los medios estatales: el “dividendo de la crisis”. Lo que para Estados Unidos es un desajuste económico, para China es una oportunidad de transformación.

La ironía es que buena parte del daño que Estados Unidos está sufriendo es autoinfligido. Los aranceles altísimos que impuso a productos chinos (algunos de hasta 145%) están afectando a sus propias empresas, muchas de las cuales dependen de componentes fabricados en China.

El consumidor ve crecer el precio de los auriculares y el empresario descubre que la pieza clave de su cadena productiva viene, inevitablemente, de Guangdong. La inflación se cuela por las rendijas, los precios al consumidor suben, y las promesas de rebajas en las tasas de interés se ven más lejanas. Amazon llegó a contemplar mostrar el costo de los aranceles junto al precio de venta. El Gobierno reaccionó acusando a la empresa de hacer política. Señalar al mensajero es barato, contener la inflación no.

Y eso que aún no ha empezado lo peor. China todavía no ha usado todas sus cartas. Puede, por ejemplo, cortar el suministro de tierras raras, esos minerales indispensables para fabricar desde baterías hasta misiles. También puede frenar las importaciones de soya, sorgo o aves de corral estadounidenses, que no casualmente provienen de estados republicanos. Puede limitar el acceso a consultoras, bancos o estudios jurídicos estadounidenses, donde todavía mantiene un superávit comercial. E incluso podría poner bajo la lupa la propiedad intelectual de empresas norteamericanas, argumentando, como ya insinúan algunos blogueros afines al régimen, que constituyen monopolios que extraen rentas injustificadas.

Algunos en Washington creen que esto no es más que un bluff. Que al final, China necesitará volver a la mesa de negociación. Que la desaceleración de su economía, la deflación, la crisis inmobiliaria, todo eso la obligará a ceder. Pero están leyendo mal la historia reciente. Para un país que redujo su PIB per cápita en más de un 20% entre 1938 y 1950, sin que eso le impidiera consolidar un nuevo régimen, una recesión de 2 o 3 puntos no es el fin del mundo. Mucho menos si puede convertir esa narrativa en épica.

Y mientras tanto, Estados Unidos se desgasta también en su frente interno. Lo hace por partida doble: por el impacto económico y por la erosión de su liderazgo global. Trump no solo ha peleado con China. También ha impuesto aranceles temporales a aliados como Japón, Corea o México. Los ha obligado a negociar “acuerdos personalizados” bajo amenaza, como quien vende pólizas de seguro a punta de pistola.

Eso ha tenido un efecto colateral. Sus aliados ya no se fían. Saben que, incluso si firman un acuerdo hoy, puede ser destruido con un tuit mañana. Así, Estados Unidos ha dejado de ser el ancla de la certidumbre comercial global. Y eso, para muchos países, es una línea roja.

El resultado es una región, Asia, que se acomoda como puede. Tailandia quiere exportar más pescados y comida para mascotas. Vietnam se cuida de no parecer un mero intermediario de productos chinos. Corea impone aranceles antidumping al acero chino. Y al mismo tiempo, nadie quiere romper con China, porque sigue siendo el mayor socio comercial de más de 100 países. En esa tensión se juega el futuro del orden económico. Washington quiere aislar a China. Pero hasta sus amigos más cercanos prefieren contenerla antes que excluirla.

En una guerra comercial nadie cruza la meta con medallas. Todos salen magullados, unos con huesos rotos y otros con rasguños, pero nadie intacto. Cuando los dos titanes de la economía mundial se lanzan tarifas como si fueran proyectiles, el daño no se queda entre ellos; la onda expansiva sacude a todas las demás economías que orbitan su mercado, les encarece el crédito, les distorsiona las cadenas de suministro y les entierra la competitividad bajo capas de incertidumbre.

Quién sangra más depende, sobre todo, de cuánto se prolongue el duelo. Porque cuanto más se alargue, más combustible nacionalista acumula Beijing, más tiempo tiene para redirigir flujos comerciales y más margen gana para convertir el sacrificio en disciplina productiva. Y así, mientras Washington mira el reloj electoral, China invita al calendario a jugar a su favor.

Las guerras prolongadas se ganan por aguante, por cohesión interna y por capacidad de adaptación. Y en esas tres variables, China tiene más músculo del que muchos en Occidente quieren admitir.

¿Podría Estados Unidos ganar si logra una alianza firme con otros países? Tal vez. Pero no en estas condiciones y no con esta estrategia. Amenazar a medio mundo mientras se combate al otro medio no es un plan, es un berrinche.

Lo más triste es que todo esto podría evitarse. Bastaría una llamada. Un gesto. Una señal de que se puede hablar sin imponer, y sin humillar. Pero hoy nadie quiere ser el primero en levantar el teléfono. En Washington, eso se leería como debilidad. En Beijing, como claudicación. Mientras tanto, los barcos siguen cruzando el Pacífico. La tormenta sigue en pausa. Pero todos saben que la calma del ojo del huracán no es paz. Es preludio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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