
¿Por qué no crecemos? Los muchos pendientes en políticas sociales que revela el Censo 2024
Las mujeres chilenas saben que tener hijos puede ser una responsabilidad compartida con su pareja, pero nada garantiza que en el futuro no terminen enfrentando la mayor parte de la crianza solas, disputando con el padre para que participe de la manutención de los hijos.
La primera información entregada por el Censo 2024 mostró lo que cualquier observador de las tendencias demográficas de los últimos años podía prever: las proyecciones se equivocaron y, en vez de alcanzar los 20 millones, somos solamente 18,5 millones, a pesar de la población migrante, estimada en 2023 en 1.918.583 personas. Es la combinación de tres factores la que nos ha llevado a este resultado: baja fecundidad, alta esperanza de vida y alta migración. Todas expresan los procesos económicos, sociales y culturales del período.
Nuestra tasa de fecundidad actual es de 1,16 hijos por mujer, una de las más bajas del mundo, y estamos bajo la tasa de reemplazo poblacional (2,1). En otras palabras, el número de nacidos no repone el número de fallecidos, por lo cual no solo no crecemos, sino además, como conjunto, envejecemos, ya que la esperanza de vida promedio es de 80 años.
La caída de la tasa de fecundidad respecto de 1992 es de 37,6 (sí, los mismos 30 años). Lo único positivo de esto es la disminución del embarazo adolescente, en tanto el grupo con mayor fecundidad es el de las mujeres entre 30 y 34 años.
¿Por qué las mujeres chilenas postergan su maternidad e incluso eligen no ser madres? Las causas apuntan todas a los efectos del modelo neoliberal. El salario masculino promedio no es suficiente para poder sostener hijos y una esposa sin trabajo remunerado, dedicada a las tareas domésticas y de crianza; eso se refleja en el aumento de la participación laboral de las mujeres, que alcanzó a 52,3% en 2024. Y en el consecuente cambio en la organización de las familias y los roles de las mujeres. Solo el 40% de los hogares corresponde a la familia biparental (quizás cuántos de ellos son, en realidad, familias recompuestas). Los demás son hogares extendidos o compuestos (23%), monoparentales (15%) o unipersonales (21,8%).
Las mujeres chilenas saben que tener hijos puede ser una responsabilidad compartida con su pareja, pero nada garantiza que en el futuro no terminen enfrentando la mayor parte de la crianza solas, disputando con el padre para que participe de la manutención de los hijos. Y, aunque tengan más años de estudios que la generación anterior, y trabajen remuneradamente, probablemente eligieron ocupaciones feminizadas, precarizadas y de bajos ingresos.
Según estudios de las AFP, casi un tercio de las mujeres ocupadas lo hace en la informalidad, sin cotizaciones de salud ni jubilación. A lo que se agregarán las tensiones entre la crianza de los hijos y el desempeño laboral, redundando en carreras menos exitosas que sus compañeros varones. Así las cosas, sostener un hijo puede ser un equilibrio precario, y tener un segundo, la caída.
Una caída libre en la medida que las políticas sociales solo entregan soluciones a medias y de baja calidad. La educación de los hijos en establecimientos gratuitos los expone a carencias tanto en conocimientos como en competencias sociales. Los jardines infantiles gratuitos y en horarios amplios son escasos. Las políticas de conciliación y cuidados son, por ahora, más palabras que apoyos efectivos.
El modelo económico se sostiene en trabajadores precarizados, con largas jornadas de trabajo, y tiempos de traslado eternos en ciudades poco amigables e inseguras. Hay escasez de vivienda y las disponibles son cada vez más pequeñas. Para las personas jóvenes el panorama es poco esperanzador y los obliga a dudar ante el normal deseo de formar familias y consolidar su entorno afectivo, versus la sobrevivencia económica.
La otra parte de la ecuación que modera nuestro decrecimiento es nuestra creciente “esperanza de vida”. Imposible crear un eufemismo más engañoso para las condiciones de vida que esperan a los mayores de 65 años si se atreven a jubilar en el sistema de AFP. La caída de los ingresos (según un estudio de la Dipres, de 2023) sería radical si no fuera por el colchón de la PGU: para los pensionados 2015-2022, la mediana de la tasa de reemplazo de los hombres es 27% con el ahorro autofinanciado y 65% incluyendo la PGU, y para las mujeres es 11% y 62% incluyendo la PGU.
Dadas la enorme desigualdad económica y la existencia de la PGU, las caídas de ingresos son mayores para el quintil 5 y menores para el quintil 1, el más pobre. Mientras la mediana de la tasa de reemplazo del “ahorro autofinanciado” (el dinero de la cuenta de la AFP, esa que es “mi plata”) sube de 15% en el primer quintil a 24% en el quinto quintil.
En cambio, si se le suma la PGU, que es plata del Estado, o sea, de todos, esa misma medida para el quintil 1 significa un aumento de sus ingresos: al jubilar, recibirán casi el doble (172%). Pero en el quintil más rico la mediana de la tasa de reemplazo con PGU cae a 34%. Este último grupo, que tenía una última remuneración promedio de $ 1.839.380, pasa a recibir una pensión de $588.919.
Así, las personas de los quintiles 1 a 4 se mantienen o caen definitivamente en pobreza (pensiones promedio de $300.000 o menos), pero ya tenían algún conocimiento de esa experiencia, o se inician en ella teniendo que sobrevivir con menos de $600.000 al mes.
La situación es peor entre las mujeres: a la informalidad mencionada, por la que las mujeres cotizan en promedio 16 años, en tanto los hombres lo hacen 25 años, se agrega la brecha salarial: el monto promedio imponible en 2024 de las mujeres fue $1,1 millones, mientras el de los hombres alcanzó $1,3 millones.
En esas condiciones, buena parte de las personas mayores, jubiladas o no, continúa en el mercado laboral. Los datos del INE indican que, aunque la tasa de ocupación de los mayores de 60 años bajó durante la pandemia, en el 2023 llegaba a 30%. Y con altas tasas de informalidad laboral, alcanzando a 53% entre los mayores de 65 y a 63% para los mayores de 70 años. Nuevamente, el panorama es peor entre las mujeres: el 48% de las mujeres sobre 60 años que trabaja lo hace de manera informal, superior al 38,5% de los hombres en la misma situación.
Datos que deberían llamar la atención indican que la tasa de suicidios más alta en Chile es la de los mayores de 80 años, con 13,6 suicidios por cada 100.000 personas. Estas tasas afectan más a los hombres: entre los mayores de 75 años la tasa de suicidio masculina es de 55 por cada 100.000 habitantes, mientras que en mujeres es de 18,8 por cada 100.000.
En suma, la prometida política de cuidados tiene mucho que reparar si se quiere motivar a las personas jóvenes a tener hijos, y es de desear un mejor desempeño que la escuálida reforma previsional.
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