
La democracia se trata de saber perder
La democracia no puede funcionar como un juego condicionado a que, si gano yo, hay democracia, pero si pierdo, fue trampa. Esa lógica oportunista es veneno.
La primera regla del juego democrático es saber perder. A nadie le gusta, pero sin perdedores que acepten su derrota, el juego deja de ser democracia. Adam Przeworski, en su ya clásico Democracia y mercado, sostiene que la democracia consiste en aceptar la derrota electoral. Quien pierde hoy lo asume con la esperanza de una próxima elección en que podrá volver a competir. Esa confianza en el futuro, en que las instituciones ofrecerán otra oportunidad, es lo que permite que los conflictos se resuelvan con votos y no con violencia.
Pero ¿qué ocurre si esa confianza se quiebra? Si el perdedor cree que nunca podrá ganar, la tentación de romper las reglas crece. Si media sociedad sospecha que las elecciones están amañadas, ¿por qué aceptar el resultado? La democracia se vuelve frágil, porque, sin expectativa de alternancia, nadie querrá resignarse a perder hoy. Su estabilidad depende de que los jugadores vean este partido como uno más, no como el último. Si las instituciones dejan de ofrecer garantías, muchos preferirán patear el tablero antes que resignarse a la impotencia.
Durante mucho tiempo pensamos que ese tipo de dramas eran ajenos, propios de democracias débiles, con caudillos tropicales o líderes postsoviéticos que se negaban a soltar el poder. Allá lejos, decíamos, donde el perdedor grita fraude sin pruebas o el presidente de turno manosea la Constitución para eternizarse. Pero hoy ya no hay inmunes. Las grietas también han llegado a los países del llamado primer mundo.
En Estados Unidos ocurrió lo impensable, cuando un presidente derrotado se negó a reconocer el resultado electoral y arrastró al país a una crisis institucional que incluyó el asalto al Capitolio. Escenas que parecían exclusivas de otras latitudes —con autoridades amenazadas, parlamentos tomados e intentos de torcer la voluntad popular— se manifestaron en pleno Washington D.C. Europa, por su parte, también enfrenta embates autoritarios, y ya en varios países emergen líderes electos que, una vez en el poder, desprecian las reglas, hostigan a la oposición y concentran poder. Hoy tenemos prácticas autoritarias visibles en el centro mismo del mundo democrático.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advirtieron en Cómo mueren las democracias que su fin rara vez llega con tanques y golpes militares. Lo más común es una erosión lenta, casi imperceptible, que empieza con el desprecio por las reglas, la hostilidad hacia los jueces, el acoso a la prensa independiente y la siembra de dudas sobre cada elección. Poco a poco, se vacía de contenido el juego democrático hasta que solo queda la fachada. Ya no se compite en igualdad de condiciones, sino que se sobrevive en una cancha inclinada donde el poder siempre gana. Por eso la tolerancia mutua es clave: ver al otro como un adversario legítimo, no como un enemigo a destruir. Cuando se pierde esa aceptación básica del rival, la política degenera en guerra tribal. El que gana busca aplastar, y el que pierde, en vez de conceder, se victimiza o denuncia. Cada elección se vuelve una batalla existencial donde perder parece significar desaparecer.
Esa lógica ha contaminado incluso el modo en que se hacen campañas. Hoy, los comicios se parecen más a trincheras ideológicas que a debates públicos. Desde la derecha, se llama a cerrar filas contra el supuesto avance de la “ultraizquierda”, aunque quienes se alinean ni siquiera compartan un puñado de ideas. Desde la izquierda, se apela a “detener el avance de la ultraderecha” o, más dramáticamente, a “parar el fascismo”, relegando diferencias programáticas por la urgencia de bloquear al otro. El resultado es que ya no se vota a favor de algo, sino en contra del espantajo ajeno. El debate se reduce al miedo, no a propuestas. Se busca que la ciudadanía vote más por rechazo que por convicción. Así, la política se empobrece.
La democracia no puede funcionar como un juego condicionado a que, si gano yo, hay democracia, pero si pierdo, fue trampa. Esa lógica oportunista es veneno. La alternancia, la posibilidad real de que hoy mandes tú y mañana yo, es lo que distingue a la democracia de una competencia amañada. No hay democracia si no hay posibilidad real de perder y volver a intentarlo.
La salida a este empantanamiento no pasa por reinventar la democracia a la medida de cada cual, sino por volver a lo básico. Daron Acemoglu y James Robinson explicaron con claridad en Por qué fracasan los países que el desarrollo requiere instituciones inclusivas y límites al poder, donde lo fundamental sigue siendo lo mismo de siempre: separación de poderes para que ningún gobierno se convierta en dueño del Estado; libertad de expresión para que todas las voces, incluso las incómodas, se escuchen sin miedo; y un Estado de derecho en el que las leyes valgan tanto para el presidente como para el último ciudadano.
La democracia sobrevive porque, aunque duela, aceptamos un pacto tan simple como exigente. Hoy pierdes tú, mañana quizá pierda yo, pero ambos seguimos jugando bajo las mismas reglas. Hay que recordarlo, justo ahora que tantos parecen haberlo olvidado. Porque la lección democrática no es ganar siempre, sino saber perder sin renunciar a volver a intentarlo. Mientras eso se mantenga, habrá futuro.
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