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Cuando menos informalidad no significa más formalidad Opinión

Cuando menos informalidad no significa más formalidad

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Patricio Ramírez e Ignacio Rodríguez
Por : Patricio Ramírez e Ignacio Rodríguez Patricio Ramírez, Observatorio Económico y Social, Universidad de La Frontera Ignacio Rodríguez, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de La Frontera
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En Chile, más de una cuarta parte de quienes trabajan lo hacen en condiciones de informalidad. No tienen contrato, ni cotizaciones previsionales, ni seguridad social.


A pesar de su cotidianidad, el fenómeno de la informalidad laboral sigue siendo, para muchos, una suerte de “zona gris” del mercado del trabajo. Un espacio que, aunque visible, escapa al radar de muchas políticas públicas. 

El concepto de informalidad nació en los años setenta como parte del esfuerzo de los economistas y antropólogos por comprender la realidad de los mercados laborales urbanos en países en desarrollo. Keith Hart, quien acuñó el término, describió cómo miles de personas en África subsahariana generaban ingresos a través de actividades autónomas, fuera del alcance del Estado y sus regulaciones.

Desde entonces, la informalidad ha sido entendida de múltiples maneras: como un mecanismo de supervivencia, una forma de exclusión, una manifestación del emprendimiento popular o, incluso, como resistencia frente a regulaciones estatales consideradas excesivas o ineficientes.

Hace ya casi dos décadas, el Banco Mundial realizó una distinción entre la informalidad por exclusión y por escape. En el primer caso, las personas no logran acceder al empleo formal debido a barreras estructurales como baja escolaridad, edad, género o residencia en zonas periféricas. En el segundo, optan voluntariamente por la informalidad al no encontrar suficientes incentivos para formalizarse, puesto que los costos en tiempo y dinero superan los beneficios percibidos. Lo cierto es que, en la práctica, ambos mecanismos coexisten. Y sus implicancias son profundas, tanto para las personas como para el desarrollo económico.

En términos individuales, diversos estudios muestran que la informalidad está asociada a mayores niveles de inseguridad económica, menor acceso a redes de protección social y mayor vulnerabilidad frente a shocks, como lo demostró la pandemia de COVID-19. En Chile, un reciente estudio de María José Abud y Gabriel Ugarte, del Centro de Estudios Públicos, reveló que los trabajadores informales presentan consistentemente niveles más bajos de bienestar subjetivo y satisfacción con la vida, incluso cuando se controla por nivel socioeconómico.

Pero las consecuencias van más allá de lo individual. La informalidad también tiene efectos sistémicos, pues reduce la recaudación tributaria, limita la productividad del trabajo, genera competencia desleal para las empresas formales y debilita los sistemas de seguridad social. En países con altos niveles de informalidad, el crecimiento económico suele estar por debajo de su potencial, en parte porque las empresas informales tienen menos acceso al crédito, tecnología y redes comerciales.

Ahora bien, también es necesario reconocer que no todo en la informalidad es precariedad. En ciertos contextos, el trabajo informal ofrece a los trabajadores flexibilidad horaria, independencia y una forma de compatibilizar responsabilidades familiares, especialmente para las mujeres. En contextos donde el empleo formal es escaso o poco atractivo, puede incluso representar una opción racional y preferida.

Sin embargo, el costo de esta “flexibilidad” muchas veces recae exclusivamente en los trabajadores, que se enfrentan a una situación laboral sin seguridad social, protección ante accidentes o enfermedades y jubilación digna.

La informalidad laboral, por tanto, no es un fenómeno marginal ni residual. Tampoco es un simple efecto del subdesarrollo. Es, más bien, una manifestación estructural de nuestras formas de producir, regular y proteger el trabajo. Combatirla no requiere solo fiscalización, sino una mirada más amplia: políticas públicas que aumenten la productividad del trabajo, reduzcan los costos y la burocracia de la formalización, y –muy especialmente– mejoren la calidad y el valor percibido del empleo formal. Porque si ser formal no ofrece ventajas claras en ingreso, protección o reconocimiento, entonces la informalidad seguirá siendo, para muchos, la única alternativa posible.

Sin embargo, para orientar adecuadamente las políticas públicas frente a la informalidad, es clave contar con mediciones precisas y bien interpretadas. Actualmente, en Chile se utiliza la Tasa de Ocupación Informal (TOI), publicada trimestralmente por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), que mide el porcentaje de personas ocupadas que trabajan en condiciones informales según definiciones específicas: en el caso de asalariados, quienes no cotizan en salud ni previsión social; y en el caso de independientes, quienes operan en unidades económicas no registradas o como familiares no remunerados.

La TOI comenzó a reportarse en 2017 y se ha convertido en un indicador de referencia. Sin embargo, su interpretación puede inducir a error si no se considera el contexto general del mercado laboral. Un caso ilustrativo ocurrió durante la pandemia de COVID-19. En el trimestre prepandemia (diciembre 2019–febrero 2020), la TOI se ubicaba en 28,8%. Apenas unos meses después, en mayo-julio 2020, en el peor momento de la crisis sanitaria, la TOI cayó a 22,3%, su menor nivel histórico.

Es decir, de acuerdo con la TOI, la pandemia hizo bajar la informalidad laboral en Chile a sus menores niveles históricos, ¿cómo es esto posible?; ¿se puede interpretar como una buena noticia esa fuerte reducción de la informalidad? Desafortunadamente no, ya que esta aparente “mejora” no reflejaba un aumento del empleo formal, sino una masiva destrucción de puestos de trabajo, especialmente informales, que son más vulnerables en contextos de crisis.

De hecho, entre ambos trimestres, los ocupados informales cayeron en un 40%, mientras que los formales lo hicieron en un 15%. Como el indicador relaciona los ocupados informales con el total de ocupados, su caída reflejaba una contracción mayor de los primeros, y no una transición desde la informalidad hacia el empleo formal. Así, una menor TOI no siempre equivale a una mejor salud del mercado laboral.

Este episodio revela una limitación importante de la TOI: al tratarse de una proporción respecto al total de ocupados, puede disminuir incluso cuando hay pérdida neta de empleos. Más aún, si solo se destruyeran empleos informales y los formales permanecieran constantes, la TOI bajaría, generando la falsa impresión de progreso. 

Entonces debemos tener presente que cada vez que se produzca una disminución de los ocupados informales que en términos relativos sea mayor a la caída total de ocupados, el resultado será una disminución de la TOI, que no debiera ser interpretada como una buena señal de salud del mercado laboral, debido a que, si bien la TOI será menor, se deberá a que la economía está destruyendo empleos totales y en mayor medida empleos informales que típicamente son más frágiles ante shock internos o externos, por lo que el cociente resultante será menor.

Es más, si por alguna razón se produce en la economía una destrucción solo de empleo informal, sin que el empleo formal tenga variación alguna, igual se producirá una caída en la TOI, lo que pudiera interpretarse como algo positivo, cuando en realidad el empleo formal no ha mejorado en nada, y lo único que ha sucedido es que parte de los trabajadores informales perdieron su empleo, sin que la economía muestre una mejor performance en su capacidad de generar puestos de trabajo formales. En suma, el indicador es útil, pero su lectura debe ser contextualizada y acompañada de otros datos.

Frente a esto, resulta razonable discutir formas alternativas o complementarias de medición. Una opción es poner el foco en la formalidad, en lugar de la informalidad, midiendo por ejemplo la tasa de formalidad como la proporción de ocupados formales respecto de la población en edad de trabajar (PET). Este enfoque, utilizado por el Banco Interamericano de Desarrollo en su Índice de Mejores Trabajos, evita las distorsiones que se producen cuando el total de ocupados cae abruptamente, como en una crisis. En ese caso, aunque se destruyan empleos informales, si no aumentan los ocupados formales, la tasa se mantiene estable, ofreciendo una imagen e interpretación más robusta y coherente con las verdaderas dinámicas laborales.

Medir mejor es un paso esencial para actuar mejor. Si el objetivo es avanzar hacia un mercado laboral más formal, digno y protegido, es imprescindible contar con indicadores que reflejen de manera clara y estable la evolución real del fenómeno. La informalidad laboral es un problema estructural, pero también dinámico, y su comprensión exige instrumentos estadísticos que estén a su altura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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