
Cuando la excepción se vuelve costumbre
No podemos seguir normalizando el engaño, la trampa y la impunidad como parte del paisaje. O reaccionamos ahora –con coraje, sin empates, sin excusas– o nos resignamos a vivir en un país donde hacer lo correcto es la excepción y no la regla.
En las últimas semanas hemos presenciado una nueva oleada de indignación pública a raíz del escándalo de las licencias médicas fraudulentas en el sector público. Más de 25 mil funcionarios viajaron al extranjero mientras se encontraban con licencia médica, generando un perjuicio fiscal que supera los 350 millones de dólares en 2024. Una cifra indignante, sin duda, que se suma a una serie de casos que han venido desgastando la fe pública en los últimos años.
Como era de suponer, las reacciones no se hicieron esperar: duras críticas, llamados a sanciones ejemplares, exigencias de mayor fiscalización. Pero una vez que el polvo baja y la rabia da paso a la reflexión, conviene hacernos una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué esto sigue pasando?
No es solo un problema del sector público. Lo que este escándalo revela –como tantos otros antes– es un patrón cultural más amplio, que tiene que ver con una creciente tolerancia a las prácticas abusivas, una ética diluida que encuentra excusas cotidianas para justificar el aprovechamiento personal del sistema. Y esto se agrava cuando desde las esferas de poder –políticas, empresariales o institucionales– el mensaje que se transmite es que la corrupción no siempre tiene consecuencias reales.
En los últimos años, hemos visto cómo diversos casos de corrupción pública y privada en Chile terminan muchas veces en salidas alternativas y acuerdos extrajudiciales. Esa respuesta institucional tibia ha dejado una enseñanza implícita: la corrupción no es tan grave si se tiene poder, influencia o acceso a redes que aseguran impunidad.
A esto se suma otro fenómeno corrosivo: la tesis del empate. Cada vez que un caso aparece, los sectores involucrados se apuran en denunciar que “los otros también lo hacen”. Se minimizan las faltas propias y se sobredimensionan las ajenas, alimentando un relato en el que nadie asume responsabilidad plena. El problema es que, cuando todo se relativiza, la ciudadanía concluye que, si los poderosos pueden, ¿por qué yo no?
El Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional muestra esta caída de estándares. En la última década, Chile ha descendido sostenidamente en el ranking global, pasando del puesto 21 en 2014 al 32 en 2024. Esta no es solo una señal de alarma reputacional, es una advertencia concreta sobre la pérdida de confianza en nuestras instituciones.
Es evidente que se necesitan sanciones. Pero el combate a la corrupción no se resuelve solo endureciendo penas sin mirar el sistema que permite que estas prácticas florezcan. Se requiere coherencia entre lo que se dice y se hace, reglas claras, liderazgos ejemplares y –por sobre todo– una cultura que no tolere el abuso en ninguna de sus formas.
Los medios y la ciudadanía organizada han sido claves en visibilizar estos abusos, pero necesitamos que esa vigilancia se transforme también en reformas profundas, no solo en escándalos episódicos.
Esto no se trata de izquierdas o derechas, de lo público o lo privado. Se trata de un desafío transversal que exige unidad política, madurez institucional y convicción ciudadana. Mientras sigamos enfrentando la corrupción como un botín en la pelea ideológica, seguiremos fallando en lo esencial: restaurar la integridad como base del pacto social.
Cuando la excepción se vuelve costumbre, ya no estamos hablando solo de casos. Estamos hablando de quiénes somos y en qué país queremos vivir. Porque, cuando la corrupción se vuelve rutina, no solo se desdibujan las reglas: se erosiona el alma misma del país. No podemos seguir normalizando el engaño, la trampa y la impunidad como parte del paisaje. O reaccionamos ahora –con coraje, sin empates, sin excusas– o nos resignamos a vivir en un país donde hacer lo correcto es la excepción y no la regla.
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