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Chile quiere inventar el futuro, sin invertir en él Opinión

Chile quiere inventar el futuro, sin invertir en él

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Jesus Juyumaya y Cristian Torres-Ochoa
Por : Jesus Juyumaya y Cristian Torres-Ochoa Facultad de Economía y Negocios. Universidad Santo Tomás
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Apostar solo por la tecnociencia es como pretender cosechar sin haber sembrado. La innovación profunda no surge por encargo ministerial ni por comité de productividad; se construye sobre décadas de acumulación de conocimiento, muchas veces sin saber qué uso tendrá.


Hace unas semanas, el ex precandidato presidencial Gonzalo Winter expresó en televisión su aspiración de que los sustitutos del cobre y del litio sean descubiertos en laboratorios chilenos. La idea puede parecer ambiciosa, pero antes de aplaudir el entusiasmo tecnonacionalista, conviene preguntarse: ¿con qué base científica y tecnológica pretende Chile sostener tal desafío?

Hoy, nuestro país invierte apenas cerca de un 0,4 % de su Producto Interno Bruto en investigación y desarrollo (I+D). Es una cifra vergonzosa si se la compara con el promedio de los países OCDE, que ronda el 2,8 %. Pero más preocupante aún que la cifra es el modelo mental que la sostiene: uno que entiende la ciencia como un gasto, no como una inversión; como un lujo, no como una necesidad estratégica.

Y es aquí donde conviene incomodar. Porque no basta con invertir poco: además, invertimos mal. Tanto el sector público como el privado en Chile han optado, de manera casi exclusiva, por financiar ciencia aplicada —aquella que promete soluciones concretas y visibles en el corto plazo— y han marginado sistemáticamente a la ciencia básica, esa que explora preguntas fundamentales sin utilidad inmediata, pero que es la verdadera columna vertebral de todo avance revolucionario.

¿Por qué importa esto? Porque apostar solo por la tecnociencia es como pretender cosechar sin haber sembrado. La innovación profunda no surge por encargo ministerial ni por comité de productividad; se construye sobre décadas de acumulación de conocimiento, muchas veces sin saber qué uso tendrá. Negar eso es ignorar cómo funciona el conocimiento en serio.

Filósofos e historiadores de la ciencia como Popper, Kuhn o Lakatos ya nos advirtieron: el progreso científico no es lineal ni predecible. Las verdaderas revoluciones científicas han surgido más veces por accidente, intuición o persistencia en preguntas aparentemente inútiles, que por planificación eficiente.

Y, sin embargo, en Chile nos hemos convencido de que preguntar sin tener la respuesta asegurada es un desperdicio. Que investigar sin una promesa de patente o startup es una frivolidad académica. Que la ciencia debe justificarse en función del mercado. Este es un error garrafal, y nos puede costar muy caro.

Porque lo cierto es que ningún país que haya construido soberanía científica y tecnológica lo hizo sin una sólida base de ciencia fundamental. Corea del Sur, Israel, Alemania, Canadá: todos esos países entendieron —hace décadas— que sin investigación básica no hay descubrimientos disruptivos, no hay tecnologías propias, no hay industria avanzada.

¿Queremos encontrar el próximo litio? Entonces tal vez debamos empezar por invertir en laboratorios donde aún se puedan hacer preguntas sin miedo al Excel. Laboratorios donde la utilidad no sea el único criterio. Donde se respete el derecho de dudar, de explorar, de equivocarse.

Este no es un llamado romántico ni nostálgico. Es una advertencia: si Chile no empieza a tomarse en serio la ciencia básica, lo único que descubriremos en nuestros laboratorios será el motivo exacto de nuestro estancamiento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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