
Crítica a la justicia antigua a raíz de los casos Campos y Felipe Berríos
En mi humilde opinión, el antiguo sistema penal no solo está obsoleto, sino que resulta incompatible con los principios más básicos del debido proceso contemporáneo, que son la imparcialidad, publicidad y contradicción.
Aunque cueste creerlo, hace solo unos días supimos que el exsacerdote Felipe Berríos había estado siendo investigado por delitos de índole sexual en un proceso judicial que pasó completamente desapercibido. Más llamativo aún fue enterarse de que dicho caso, del que nunca supimos cuándo comenzó, ya había terminado mediante una resolución que incluso para muchos abogados resulta difícil de explicar: fue sobreseído, pero con hechos acreditados; sin pena corporal, pero con una sanción social y moral que ha generado profunda confusión en la ciudadanía.
Si bien nuestra legislación aún contempla la aplicación del sistema de justicia penal antiguo para investigar y juzgar hechos ocurridos con anterioridad al año 2005, a la luz del 2025 vale la pena preguntarse: ¿son legítimos dichos procesos? ¿Se ajustan al estándar constitucional del debido proceso? Y la verdad es que, al menos en lo personal, tengo serias dudas.
Uno de los aspectos más controversiales de este sistema es que el mismo juez que investiga es quien termina juzgando. No resultando razonable esperar que quien ha construido activamente una hipótesis de los hechos, tenga luego la imparcialidad necesaria para valorar la prueba de forma tal que, de ser el caso, desestime su propia tesis. Esta problemática se hace aún más evidente si lo analizamos bajo la óptica del sistema penal actual. ¿O acaso alguien cree que Cathy Barriga, por ejemplo, estaría de acuerdo con que la fiscal que la investiga sea también quien la juzgue?
Otro problema que, a mi juicio, deslegitima el sistema antiguo es el perverso incentivo a “condenar” reputacionalmente. Lo anterior se explica porque todos los casos que investiga el sistema antiguo están prescritos debido a la antigüedad de los hechos. Por ende, se sabe de antemano que no habrá una condena penal efectiva, sino más bien un castigo simbólico, sin pena, sin antecedentes, sin cárcel, pero con efectos devastadores para la reputación del acusado.
Pudiendo caer el juez en la tentación estructural de favorecer simbólicamente a las víctimas, condenado sin condenar, dejando a la defensa en una desventaja estructural. Sin juicio oral, sin audiencias públicas, sin confrontación de pruebas, concluyendo en casos mediáticos como los de Felipe Berríos y Cristián Campos, con sentencias que, extrañamente y a pesar del secretismo que caracteriza al sistema antiguo, salen rápidamente a la luz pública.
A contrario sensu, el proceso penal vigente, con todos sus defectos, ha logrado establecer límites claros, quien investiga es el Ministerio Público y quien juzga es un juez imparcial, división esencial para cualquier modelo de justicia moderno.
En mi humilde opinión, el antiguo sistema penal no solo está obsoleto, sino que resulta incompatible con los principios más básicos del debido proceso contemporáneo, que son la imparcialidad, publicidad y contradicción. Por eso, cada vez que resurgen vestigios de ese modelo, como en los casos recientemente conocidos, debemos recordar por qué lo dejamos atrás.
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