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El costo de la miopía en la política científica: soberanía y futuro en riesgo Opinión Imagen referencial

El costo de la miopía en la política científica: soberanía y futuro en riesgo

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Lo que se necesita aquí es voluntad política y pensamiento estratégico para transformar las condiciones estructurales que hoy impiden una ciencia sostenible, pública y al servicio del bien común. La ciencia no es un lujo ni un gasto prescindible.


En un escenario global donde la ciencia y la innovación son motores estratégicos del desarrollo sostenible, Chile persiste en una política científica marcada por la precariedad, la discontinuidad y la falta de visión a largo plazo. La reciente decisión de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID) de dejar sin financiamiento a dos centros de excelencia —el Instituto de Sistemas Complejos en Ingeniería (ISCI) y el Instituto Chileno de Astrofísica (MAS)—, vuelve a evidenciar los riesgos de una gestión gerencialista que desconoce las dinámicas específicas de construcción de capacidades científicas. Lamentablemente, esta situación no será aislada: cuando concluya el concurso actualmente en marcha para los nuevos “Centros de Investigación de Interés Nacional”, cerca de 80 propuestas de excelencia quedarán sin financiamiento (algunos de ellas son proyectos nuevos, otros de centros e institutos ya existentes). 

Desde las comunidades académicas y científicas, la medida ha sido ampliamente criticada: no solo amenaza con interrumpir investigaciones de alto impacto, sino que también pone en riesgo infraestructuras y capacidades desarrolladas con recursos públicos, afecta trayectorias de investigadoras e investigadores y socava confianzas construidas durante años entre centros de investigación y actores públicos, privados y sociales. ANID y el Ministerio de Ciencia, por su parte, sostienen que la decisión responde a criterios objetivos y transparentes, aplicados en un contexto de recursos escasos.

Sin embargo, es precisamente esa escasez —y su naturalización— lo que debe ser cuestionado. La baja inversión pública en ciencia responde a una decisión política sostenida en el tiempo, que ha limitado el desarrollo científico nacional, a pesar de las destacadas capacidades de la comunidad científica chilena. Un ejemplo de ello: aunque se trata de una comunidad pequeña, con aproximadamente un/a investigador/a por cada mil trabajadores, su productividad científica supera en promedio a la de países que destinan mayores recursos a I+D+i y cuentan con más investigadores/as, como España, Grecia, Portugal, Canadá o Nueva Zelanda. Sin embargo, con un gasto público en torno al 0,4% del PIB, muy por debajo del promedio de la OCDE (2,75%), Chile sigue atado a un modelo de desarrollo de dependencia tecnológica, incompatible con las aspiraciones de liderar transformaciones estructurales. Pese a reiteradas promesas presidenciales de alcanzar el 1%, los avances han sido mínimos y fragmentados, mientras el financiamiento continúa marcado por lógicas de competencia episódica, sin horizonte ni continuidad y frenando la capacidad de desarrollo científico del país (y esto incluye el mal aclamado Fondo Nacional de Investigación para Universidades —FIU—, que terminó respondiendo a las mismas lógicas).

El costo de este rezago no es menor. En tiempos definidos por los retos de la inteligencia artificial, las biotecnologías, el cambio climático, la transición energética, el envejecimiento poblacional y la crisis de la democracia, entre otros, el desarrollo científico y tecnológico no es solo un componente del crecimiento económico, sino una condición de posibilidad para la soberanía. La capacidad de generar conocimiento propio, de formar equipos interdisciplinarios y transdisciplinarios, y de responder con soluciones pertinentes a nuestras condiciones territoriales y sociales, es vital para proteger el interés público. Sin soberanía científica y tecnológica no hay verdadera autonomía ni capacidad de incidir sobre nuestro propio destino. Solo retórica con alto poder de viralización en redes sociales, pero muy pocos efectos en términos productivos o de política pública.

En este contexto, los Centros de Investigación Asociativa —como los de los programas FONDAP o Milenio de ANID— han sido fundamentales para articular investigación de frontera con vocación pública e impacto colectivo. Estudios recientes del Núcleo de Investigación en Interdisciplina para la Educación Superior (NITES) (ID y TD en centros FONDAP) han documentado la relevancia de estos centros interdisciplinarios para producir conocimiento de excelencia con arraigo territorial y sentido transformador. 

Ignorar y abandonar estas capacidades no solo significa desandar lo avanzado y perder los recursos invertidos, sino renunciar a una oportunidad histórica de consolidar un sistema nacional de ciencia, tecnología, conocimiento e innovación (CTCI) articulado, inclusivo y soberano. A la vez, estas experiencias también demuestran que estos centros logran su mejor desempeño cuando se fundan en relaciones interpersonales y redes de confianza establecidas, incentivos claros, culturas y estructuras organizacionales sólidas y estables, vinculadas con los territorios y las realidades institucionales en las que se insertan.

Aquello demanda mecanismos de financiamiento que, por un lado consideren periódicos ciclos de recambio, permitiendo el ingreso de nuevos grupos de investigación y la búsqueda continua de calidad y creatividad en la investigación, pero a la vez garantice estabilidad y confiabilidad para los equipos establecidos, impulsando la planificación estratégica y de largo plazo, y la inversión en desarrollo organizacional, en infraestructura y personal, necesarios para consolidar y capitalizar los aprendizajes logrados.

En este escenario, el cierre de estos espacios, sin mecanismos de transición ni estrategias de preservación de las capacidades e inversiones acumuladas, constituye un retroceso injustificable. Asimismo, evaluar centros nuevos y antiguos bajo los mismos criterios, sin reconocer trayectorias, impactos ni redes construidas, revela una concepción administrativa extremadamente limitada, ajena al pensamiento integral que demanda el fortalecimiento de un ecosistema científico robusto.

La experiencia internacional, de la que debiésemos aprender, es clara: los países que invierten sostenidamente en ciencia lideran en innovación, bienestar social y resiliencia. Pero no se trata solo de inyectar más recursos, sino de asignarlos estratégicamente: a la ciencia de calidad, a la colaboración interinstitucional, a la formación de nuevas generaciones de investigadoras e investigadores, y al fortalecimiento de vínculos entre conocimiento, políticas públicas, economía y sociedad.

Por todo ello, la política de financiamiento científico requiere de una revisión profunda y urgente. Lo que se necesita aquí es voluntad política y pensamiento estratégico para transformar las condiciones estructurales que hoy impiden una ciencia sostenible, pública y al servicio del bien común. La ciencia no es un lujo ni un gasto prescindible. Es una inversión en futuro, en democracia y en soberanía que la miopía actual de nuestra política científica no permite ver. Aquí, la verdadera pregunta no es si Chile puede financiar más ciencia, porque sí puede, sino cuándo se tomará la decisión y cómo fortaleceremos un ecosistema de instituciones y estrategias que nos permita sostenerla y proyectarla en el tiempo, generando condiciones para su contribución efectiva al bien común.

  • Anahí Urquiza es profesora titular y directora de innovación de la Universidad de Chile. Julio Labraña es profesor y director de Calidad Institucional de la Universidad de Tarapacá. Marco Billi es profesor de la Universidad de Chile y Director del Núcleo de Investigación en Interdisciplina y Transdisciplina para la Educación Superior (NITES). Catalina Amigo es investigadora del Núcleo de Estudios Sistémicos Transdisciplinarios (NEST-r3).
  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.

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