
Nueva medición de pobreza, desafíos para la izquierda
Esta realidad representa un desafío enorme para la izquierda y la centroizquierda que se halla en plena carrera por mantenerse en La Moneda dirigiendo los destinos de Chile.
Hasta hace pocos días, Chile se ubicaba como el país con la tasa de pobreza por ingresos más baja de América (6,5%), por debajo de países como Canadá (10,2%) o Estados Unidos (11,1%). Aunque sorprenda, dado que es evidente que el estándar de vida en Canadá o Estados Unidos es superior al de Chile, nuestro país puntuaba mejor porque la pobreza es relativa. Ser o no ser pobre no es una definición fija, sino que depende de acceder o no a niveles de calidad vida acordes al grado de desarrollo de cada país, y estas naciones, con economías más desarrolladas que la nuestra, también cuentan con mediciones de pobreza más exigentes.
La semana pasada la Comisión Asesora Presidencial de Expertos y Expertas para la Medición de la Pobreza, compuesta por académicas y académicos de trayectoria e investigadores de organizaciones de la sociedad civil, desde Fundación Sol hasta Libertad y Desarrollo, entregó su propuesta al Presidente. Una propuesta más exigente, que sube la vara respecto a qué es ser o no pobre en el Chile actual, porque tal como señaló la ministra Toro en el acto de entrega del Informe, cuando un país progresa, también tiene que ir haciéndose más exigente la forma en que mide la pobreza y la desigualdad.
Con esta nueva metodología, más estricta y acorde a nuestro nivel de desarrollo, la tasa de pobreza por ingresos de acuerdo con los resultados de la encuesta CASEN 2022, aumentaría las personas bajo la línea de la pobreza de un 6,5% a un 22,3%, y en el ranking regional bajaríamos del primero a un, bastante más discreto, sexto lugar, bajo países como Uruguay (17,3%), Costa Rica (21,8%) o Panamá (21,8%). Asumir esta nueva medida implicaría reconocer que una de cada cuatro personas no logra alcanzar un estándar de vida mínimo, tiene necesidades que no logra cubrir y se ve apremiada para llegar a fin de mes.
Hace unos años, en el marco del estallido social de 2019, la palabra “dignidad” condensó la demanda por condiciones de vida acordes a la realidad del país. Desde la academia, se habla de los problemas del postdesarrollo o propios de países de ingresos medios. Independientemente de las nomenclaturas o disquisiciones teóricas, las distintas aproximaciones coinciden en un punto: en un país como Chile, con un PIB per cápita ajustado por paridad de poder adquisitivo (PPA) por sobre los U$30.000, la aspiración de las personas y familias no es la sobrevivencia sino que vivir bien y tranquilamente.
En las propuestas de la Comisión, esto se traduce en que ya no debemos medir niveles de “hambre”, sino de buena alimentación, seguridad, acceso a un techo adecuado y a servicios de cuidados.
En su informe “Cumplimiento de compromisos presidenciales. Saldando deudas y sentando bases para el desarrollo y el bienestar”, desde la Fundación Nodo XXI señalamos que en un escenario de múltiples crisis e inestabilidad política, muchas de las prioridades programáticas que se habían planteado en un inicio, se ajustaron de acuerdo a las principales demandas de la ciudadanía.
Así, en un escenario político adverso y habiendo recibido una economía en crisis, el Gobierno logró aprobar políticas como la reforma de pensiones (que aumentará la PGU a 250.000 pesos), el incremento del sueldo mínimo (que llegará a los $539.000 en enero de 2026), la ley de 40 horas, y actualmente avanza en el proyecto de ley que reconoce los cuidados como un derecho, estableciendo pisos mínimos de dignidad para amplias capas de la población.
Cada avance logrado implicó extensos diálogos sociales y acuerdos que significaron concesiones importantes en función del objetivo mayor: mejorar las condiciones de vida de quienes viven de su trabajo.
Este Gobierno ha avanzado, pero todavía falta, y mucho. Pese al aumento en los salarios, un hogar de tres personas con un sueldo mínimo no logra superar la actual línea de la pobreza ($515.047). Para enfrentar los desafíos planteados tanto por la ciudadanía como por las nuevas mediciones de pobreza (por ingresos y multidimensional), se necesita poner sobre la mesa el debate de la redistribución, por ejemplo, mejorando el poder de negociación de los trabajadores frente a los monopsonios empresariales mediante la negociación multinivel o avanzando en justicia tributaria y progresividad del sistema para financiar derechos sociales universales, dejando atrás el paradigma de la focalización, sobre todo si asumimos que el nivel de pobreza de nuestro país, si aplicamos los criterios propuestos por la comisión, alcanza a un cuarto de sus habitantes.
Esta realidad representa un desafío enorme para la izquierda y la centroizquierda que se halla en plena carrera por mantenerse en La Moneda dirigiendo los destinos de Chile. La candidata del sector, más allá de su innegable carisma y capacidad de identificación con el chileno de esfuerzo, tiene en su currículum el haber liderado varias de estas reformas y el practicar un estilo de hacer política que conjuga sin miedos convicción y pragmatismo, un estilo que no cuadra con las caricaturas que se levantan tanto de un PC soviético como de un Frente Amplio identitarista, pero que se nutre de dirigentes y experiencias lideradas por ambos sectores y, a la vez, los sobrepasa.
Muy probablemente, algo de esto explica la mayoría expresada en las primarias y su despegue en las últimas encuestas. Tal vez, este aprendizaje forzado por determinantes externos a la voluntad del mismo Gobierno sea parte de la clave para un nuevo ciclo de reformas que deberán apuntar a construir las condiciones económicas e institucionales capaces de responder a los anhelos de bienestar que el pueblo chileno y las nuevas y más exigentes metodologías de medición social exigen a quienes conducen políticamente al país.
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