
Percepción visual y política en la era del scroll
Lo que este estudio revela no es solo una nueva forma de observar, sino una nueva forma de habitar el espacio público.
Hay una cita que bien podría instalarse hoy: “La política ya no se habla, se mira”. Quizás es una metáfora demasiado aguda, pero sus consecuencias son bien reales. Hoy, entre TikTok, reels e historias encadenadas, votamos con el dedo. Pero también con la mirada. Cuando el ruido –audiovisual, cognitivo, emocional– nos embiste, la imagen se convierte en un faro. En este mar de multitasking, solo lo que brilla retendrá nuestro foco.
En un reciente estudio, compuesto por 72 personas –35 hombres, 37 mujeres, entre 18 y 60 años–, no representaban una excepción: navegan Instagram y Meta desde el móvil en promedio cinco horas diarias y preferentemente entre las 21:00 y las 00:00 horas. No lo hacen solos: en el 60% de los casos la televisión está encendida, en un 30% miran a su vez alguna serie en segundo plano, y solo un 5% añade la radio al caos audiovisual. Un verdadero “audio-visual multitasking”.
Investigaciones en multitarea confirman que, cuando dividimos la atención entre pantallas y sonidos, nuestra capacidad cognitiva se fragmenta: disminuye la memoria de trabajo, sube la distractibilidad y baja la concentración profunda (Wang & Tchernev, 2012). En términos simples: los scrolls nocturnos no nos dejan pensar, pero sí sentir. Esa emoción rápida, que nace de una imagen potente, es la que nos moviliza hoy. Como si estuviéramos en un lugar ruidoso, solo lo brillante, lo limpio y lo humano capta nuestro “sí”.
Aplicamos tecnologías de seguimiento ocular (eye tracking) a seis imágenes de candidatos y candidatas disponibles en sus perfiles sociales –en formato circular, tal como las vemos en Instagram o Facebook– y registramos hacia dónde se dirige la atención visual: ojos, boca, encuadre, fondo y textura. Cruzamos ese análisis con un cuestionario RTA que indaga sobre emociones, memoria de programa y proyección simbólica.
El corazón del hallazgo: el rostro es la primera palabra. Ojos, sonrisa, expresión, se eligen estas imágenes pues su función no es informativa, sino emocional: activar una puerta veloz de conexión. Como muestran los mapas de calor, la intensidad de fijación –los focos rojos– se concentra siempre en la cara. El resto solo acompaña.
Entre los más jóvenes (18 a 30 años), Jeannette Jara lidera las preferencias visuales con un contundente 60%. Su imagen, iluminada, con cabeza levemente ladeada y expresión empática, desliza cercanía. En la estética, sin embargo, piden un impulso: más verde, más fucsia, más amarillo, más vida. Un matiz que transmita cambio, no solo estabilidad. Este hallazgo se ancla en teorías de neuroimagen que muestran la activación preatentiva hacia rostros emotivos, especialmente cuando estos transmiten familiaridad emocional (Vuilleumier, 2005).
Franco Parisi despierta mezcla de curiosidad y reserva. Su retrato frontal, fondo oscuro, blazer azul y semblante neutro, alcanza un 25% de preferencia en jóvenes, aunque sin la emotividad de Jara. “Parece de un noticiero antiguo”, dijo una participante; otros piden una “expresión más natural, menos rígida”. En redes, gris y sombras equívocas al ojo rápido. La recomendación ya no es de fondo discursivo, sino de luz y vitalidad.
Para el grupo 30 a 50 años, Kast y Matthei dominan la preferencia –40% y 35%, respectivamente– gracias a imágenes “ordenadas”: colores celestes, blanco neutro, sonrisa controlada, encuadre sin ruidos. Los tonos emitidos remiten a calma y profesionalismo, alineados con estudios sobre asociación cromática y confianza (Hemphill, 1996). Para ese grupo, lo visual sigue resonando. No hay chispa, pero hay claridad. Y en ese rango, claridad es suficiente.
El caso de Johannes Kaiser es emblemático: su perfil en Instagram es su punto débil. Imagen de baja resolución, saturada de estímulos distractores, color opaco, fondo desordenado. Resultado: dispersión visual, mapas de calor desorganizados, baja recordación. El análisis cualitativo lo describió como “poco claro”, “confuso” y “desordenado”. Le faltó foco y le sobró ruido. En un entorno de múltiples pantallas y estímulos, su imagen perdió la batalla visual.
Y aquí un dato alarmante: el 90% de los entrevistados entre 18 y 50 años nunca ha leído un programa de gobierno. Lo que conocen, lo que evocan, lo que proyectan, depende de las imágenes que ven. Y no necesariamente de sus contenidos. Es un escenario inevitable en la era del scroll. Cuando nuestra atención está dividida por sonido, movimiento y notificaciones, el contenido visual preatentivo puede tomar el control. Un rostro limpio, enfocado, directo, sustituye al contenido mismo. Es marketing emocional que convencía antes de convencer.
El ojo fija, la mente vota: sin análisis racional previo, la imagen decide. En doble pantalla, gana lo sencillo: en un entorno saturado (TV + teléfono celular), la anatomía visual importa más que la retórica. La claridad sale más cara que la polémica: no se necesita ser radical, sino legible. El color habla antes que las palabras: los jóvenes buscan vida; los adultos, coherencia.
Este análisis no se reduce a estética. Exponer rostros bien compuestos en canales saturados equivale a reparar un puente entre individuo y sistema político. En un océano digital de ruido, la claridad visual activa un vínculo inmediato que el programa no logra articular. Como muestra un estudio reciente (Frontiers in Political Science, 2024), la exposición prolongada a una imagen política emocional aumenta la voluntad de participación. Y eso, cuando el 90% no ha leído un programa, es argumento suficiente para que la imagen se convierta en programa.
Vivimos la hora de la imagen: más rápida que el argumento, más decidida que la razón. Porque hoy no ganan los que hablan mejor, sino los que se ven mejor. El votante, saturado, fragmentado y fatigado, apaga el ruido mental al tacto de una imagen que le hable sin palabras. El futuro de la comunicación política exige reconocer el poder de esa imagen limpísima: rostro iluminado, gesto humano, mirada clara. Todo lo demás será ruido. Y en un mundo de scrolls, solo lo que brilla fija nuestra atención. Lo que fija nuestra atención, puede definir nuestra voluntad.
Esta transformación visual no solo afecta la política electoral, sino la forma en que la ciudadanía construye su memoria política. Las imágenes se convierten en archivo emocional, en una especie de álbum afectivo desde donde se edifica el imaginario colectivo. No recordamos el discurso completo de una campaña, pero sí el rostro que sonrió al otro lado de la pantalla. No archivamos propuestas detalladas, pero sí una fotografía poderosa que resumió una promesa no dicha, un vínculo tácito.
Es aquí donde se despliega la verdadera tensión entre representación y presencia. Lo que antes representaba –el afiche, el panfleto, el acto masivo– hoy debe estar presente, visible, vivible. Las redes sociales no son ya solo canales, sino escenarios. Escenarios que exigen a los políticos y las políticas no solo parecer, sino volverse imagen. En palabras de Byung-Chul Han: “La exposición es la nueva forma de existencia”. Y si la política quiere ser relevante, deberá aprender a habitar esa exposición con dignidad visual, con narrativa sensible, con humanidad estética.
En definitiva, lo que este estudio revela no es solo una nueva forma de observar, sino una nueva forma de habitar el espacio público. Un lugar donde el rostro, antes interfaz secundaria, se ha convertido en primera puerta, en mensaje cifrado que la ciudadanía aprende a leer sin necesidad de subtítulos. En un país donde la confianza institucional está herida, el rostro puede ser el primer puente hacia la reparación. Pero también, si es usado con descuido, la primera grieta hacia la desafección total. Porque en la era visual, el rostro vota. Y lo hace por nosotros.
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