
La tarjeta Bip! y la evasión serán tu rostro
Postular el reconocimiento facial como inevitabilidad técnica equivale a resignar nuestra agencia. Así, el algoritmo se convierte en el nuevo propietario tácito de nuestros rostros y su posición en el planeta, reconfigurándolos según objetivos comerciales y/o políticos.
El rostro humano se ha convertido en un dato más, un número binario que fluye entre servidores y cámaras, capaz de abrir puertas o manipular tu destino. El reconocimiento facial se nos muestra como la nueva panacea tecnocrática, combatiendo la inseguridad, racionalizando recursos y dotando de agilidad al transito urbano.
Pero, como advirtió Foucault al describir el panóptico, cada “ojo digital” genera un poder no solo de la posibilidad de vigilancia, sino de un tipo de colonización sobre la “libertad” de quienes son observados(as), involucrando importantes aspectos de problemas filosóficos como la identidad, la cual es un concepto en debate y no, obviamente, una foto o un carné reductivo física o digitalmente.
En China, el sistema Golden Shield Project (Proyecto Escudo Dorado), “Skynet” para algunos medios, vigila a millones de personas, donde decenas de miles de policías son parte de la ejecución del proyecto. Miles de cámaras analizan expresiones mínimas, como un parpadeo nervioso o un gesto nimio, los cuales pueden ser interpretados como índices de sospecha para un “crédito social” que mide la obediencia cívica.
El discurso de seguridad se convierte en discriminación, donde disidentes son expuestos y poblaciones marginadas, mostrándonos cómo el rostro dejó de ser, hace mucho, un Otro por descubrir para transformarse en captor de reprensiones.
En Estados Unidos, el reconocimiento facial ha condenado a inocentes. Investigaciones de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) demostraron que sistemas de Amazon erraron al asociar, en 2018, más de 20 rostros de congresistas con bases de datos criminales –la mayoría afroamericanos(as)–. Mujeres y jóvenes de piel oscura han sufrido detenciones injustas por falsas coincidencias. Esto nos ha mostrado que la “objetividad” tecnológica de reconocimiento facial reproduce prejuicios históricos.
Europa, en cambio, ha optado por acciones normativas. Bajo el RGPD, la vigilancia masiva con reconocimiento facial está prácticamente prohibida. Activistas y juristas han exigido transparencia y claridad en los protocolos de consentimiento y auditorías independientes con el fin de eliminar los sesgos, debido a que el rostro es un “dato irrepetible” que no admite contraseñas nuevas, o sea, una vez filtrado, ya no hay retorno.
En Latinoamérica existen matices diversos y encontrados. En Buenos Aires –no hace mucho– la Justicia cuestiona la validez de imágenes policiales reutilizadas sin control gracias a demandas hacktivistas. En Río de Janeiro, se usan sistemas biométricos para hacer medidas de los subsidios de transporte social, con el fin de lograr inclusión, pero fragilizando a muchos “beneficiarios” al ser, estos, “sujetos experimentales”.
En Chile, se encuentra operando un plan piloto de reconocimiento facial en cinco buses de la Línea 406 de Santiago, promovido por el Ministerio de Transportes. El Gobierno argumenta que esta incorporación ayudará a disminuir la evasión en el transporte público (cercana al 40%) y los fraudes en subsidios.
Sin embargo, este tipo de preparación técnica se adelanta a lo legislativo o, más bien, no tiene un marco legal aplicado, pues lo más cercano al tema es la Ley 19.628 de 1999, la cual fue ampliada en 2024 con la Ley 21.719, la que no entraría en vigencia sino hasta el 2026, es decir, se está implantando un sistema tecnológico (ya se había implementado en las entradas a los estadios para partidos de fútbol) que no tiene regulación sobre el tratamiento de los datos aún, donde los privados y el Estado que utilicen reconocimiento facial estarán actuando en un vacío legal delicadísimo.
También es necesario recordar que, en este sistema, aunque el Estado intentara manejar esas bases de datos, son privados quienes incorporan estas tecnologías. Al iniciar la marcha blanca, el consentimiento “voluntario” desaparecerá ante la presión de un sistema de transporte que excluirá a quienes no se enrolen. Entonces, la dicotomía entre seguridad y libertad se intensifica en nuestro imaginario.
Es –por decir lo menos– curioso que en Chile, la rapidez con que se aprobó la ley rockanrolera de neuroderechos (pésima además) contrasta con la demora para regular la biometría facial. Esta norma, de 2021, priorizó discursos grandilocuentes sobre la mente, relegando la privacidad corporal. Es urgente abrir una democracia digital auténtica, donde existan mesas de diálogo plurales, una ley de datos coherente que regule obtención, almacenamiento y eliminación de imágenes, plazos estrictos y sanciones.
Postular el reconocimiento facial como inevitabilidad técnica equivale a resignar nuestra agencia. Así, el algoritmo se convierte en el nuevo propietario tácito de nuestros rostros y su posición en el planeta, reconfigurándolos según objetivos comerciales y/o políticos. En un mundo en que la propiedad privada decide sobre los límites de lo permitido, la resistencia es un acto político, porque, al final del día, quienes controlan, hoy, lo digital y postdigital, controlan también nuestra forma de existir.
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