
El imaginario anticomunista: una ideología cívico-religiosa
Es importante entender al anticomunismo como una tecnología de producción de subjetividades. Emociones como el miedo, la humillación nacional, el orgullo religioso o la nostalgia por un orden jerárquico fueron movilizadas en clave política.
El anticomunismo latinoamericano no fue autóctono ni meramente local. A partir de 1947, con la Doctrina Truman y la fundación de la OEA, se institucionalizó una red hemisférica que articuló intereses geopolíticos, empresariales, clericales y militares. Estados Unidos financió programas de formación, intercambios universitarios, centros de investigación y publicaciones que promovieron una lectura binaria del mundo: democracia cristiana versus totalitarismo ateo.
La Escuela de las Américas en Panamá, los seminarios del Consejo Latinoamericano de Escuelas Católicas (CONLAEC) y la difusión de literatura antimarxista fueron mecanismos clave en la reproducción de un anticomunismo que funcionaba como pedagogía social y doctrina estatal.
La Iglesia católica desempeñó un rol fundamental en la legitimación del anticomunismo. A través de cartas pastorales, sermones y medios propios, propuso un relato moral donde el comunismo era una amenaza a la familia, la propiedad y la fe. En países como Argentina, Brasil y Chile, los episcopados colaboraron activamente con regímenes militares bajo la premisa de salvaguardar el “orden cristiano”.
Las Fuerzas Armadas, por su parte, incorporaron el anticomunismo como eje doctrinario en su formación profesional. La Doctrina de Seguridad Nacional transformó a los ejércitos en garantes del “mundo libre”. La identificación del “enemigo interno” permitió justificar la suspensión del Estado de derecho y el uso sistemático del terrorismo de Estado. Los medios de comunicación masiva construyeron un lenguaje cotidiano del anticomunismo: el subversivo, el rojo, el agitador. Las imágenes del comunismo como caos, violencia y decadencia moral circularon ampliamente en prensa, cine, televisión y panfletos.
Es importante entender al anticomunismo como una tecnología de producción de subjetividades. Emociones como el miedo, la humillación nacional, el orgullo religioso o la nostalgia por un orden jerárquico fueron movilizadas en clave política. El discurso anticomunista apeló a sectores medios, clases populares religiosas y elites conservadoras.
La subjetividad anticomunista vive hasta hoy, transfigurada en discursos contemporáneos que denuncian el “comunismo cultural”, la “ideología de género” o los “enemigos internos” como migrantes o pueblos originarios.
Chile ofrece un caso paradigmático. El anticomunismo fue hegemónico en la derecha política y religiosa desde la década de 1950. Tras la victoria de la Unidad Popular en 1970, se activó una ofensiva política, mediática y empresarial que construyó a Salvador Allende como encarnación del mal comunista. El golpe de Estado de 1973 fue justificado como acto de redención nacional.
Durante la dictadura, el anticomunismo legitimó la violencia estatal y estructuró una nueva racionalidad neoliberal. La persecución de militantes, la censura cultural y la pedagogía del miedo se articularon con la refundación económica y moral del país. La Constitución de 1980 consagró esta visión, prohibiendo la existencia de partidos marxistas y consagrando un orden de matriz católico-liberal.
El anticomunismo no fue simplemente una ideología negativa ni un instrumento de política exterior, sino una cultura política con capacidad de generar sentidos, articular afectos y organizar instituciones. En América Latina, su influencia marcó dictaduras, democracias, subjetividades y proyectos nacionales.
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