
Crimen organizado: más allá del simplismo
El crimen organizado no es una suma de delitos desordenados, sino un sistema que busca perpetuarse en el tiempo, donde cada uno de esos delitos, algunos pequeños y otros más grandes, son engranajes parte de una gran empresa criminal.
En el debate público sobre el crimen organizado suele reaparecer la idea tentadora que si los delincuentes cometen errores, si caen en operativos o si un secuestro fracasa por una torpeza evidente, entonces no estamos frente a un verdadero “crimen organizado”. Esta mirada, aunque reconfortante para la institucionalidad, es peligrosa, porque simplifica un fenómeno cuya esencia no está en la perfección operativa de cada delito, sino en la capacidad de permanecer, adaptarse y reproducirse en el tiempo.
El crimen organizado no busca la épica de un golpe perfecto, sino la sostenibilidad de un modelo económico ilícito. Su racionalidad se mide en la explotación constante de mercados ilegales —drogas, armas, trata, contrabando, extorsión— y en el control estratégico de rutas, territorios e incluso instalaciones críticas. Para lograrlo necesita construir un andamiaje paralelo que combina violencia con corrupción, coerción con cooptación, y que, en sus expresiones más sofisticadas, intenta influir o modificar las políticas públicas en beneficio de sus intereses.
Allí surgen las llamadas “zonas grises”, donde lo jurídico y lo político se vuelven terrenos ambiguos, donde el Estado comienza a perder presencia y lo peor, lo más preocupante, es que en sus estadios más avanzados esa ausencia estatal abre paso a una suplantación de funciones que llega a ser socialmente aceptada, normalizando formas de gobernanza criminal que sustituyen a la institucionalidad democrática.
Reducir la explicación del crimen organizado a los errores de sus integrantes implica desconocer su funcionalidad interna. No todo fracaso operativo revela debilidad estructural; muchas veces encierra una lógica distinta a la que imaginamos. Un secuestrador perteneciente o asociado a una estructura criminal reconocida que es capturado por descuido puede, en realidad, ganar más reconocimiento y seguridad dentro de una cárcel dominada por su propia organización que en las calles, donde enfrentaría enemigos y riesgos mayores. La prisión, lejos de ser un castigo desarticulador, puede y suele convertirse en un espacio de prestigio y consolidación de jerarquías.
La primera regla para comprender el crimen organizado es aceptar —al menos como posibilidad— que su racionalidad económica está indisolublemente ligada a su capacidad de adaptación. Estas estructuras pueden cambiar de modalidad, mutar sus redes, reemplazar líderes y ajustar sus operaciones, pero mantienen inalterable su objetivo central: permanecer en el tiempo, ampliando o reproduciendo sus capacidades mediante la especialización o la diversificación de sus actividades ilícitas. Esa flexibilidad les ha permitido, en algunos casos, consolidarse bajo marcas reconocidas, generar resiliencia y sobrevivir a golpes policiales, divisiones internas e incluso a guerras declaradas en su contra. Al mismo tiempo, les ha otorgado la capacidad de sostener la continuidad operativa incluso desde los recintos penitenciarios.
El verdadero riesgo no radica en el error puntual de un criminal, sino en la soberbia de las autoridades al subestimar la magnitud del fenómeno. Cuando asumimos que el crimen organizado no es tan organizado, o lo reducimos a simples anécdotas de torpeza delictiva —o incluso a fallas de los propios operadores estatales—, lo que realmente construimos es una peligrosa ilusión de superioridad institucional que termina debilitando al Estado democrático.
Más grave aún, esa mirada condena a las comunidades más vulnerables a seguir sometidas a la presión de grupos que combinan miedo con dependencia, imponiendo reglas de convivencia, cobrando “impuestos” y ofreciendo servicios donde el Estado no llega. Comunidades que, con el paso del tiempo —y lamentablemente cada vez menos tiempo—, terminan normalizando esa forma de gobernanza al no encontrar alternativas ni incentivos legales.
La experiencia latinoamericana demuestra que quien controla un territorio de manera extralegal define los mercados, determina las reglas de lo que se compra o se vende, a quién se le compra, establece sistemas de préstamos irregulares, sustituye servicios públicos, reparte empleos, asigna cupos para el ingreso a escuelas, administra clubes deportivos e, incluso, esas estructuras dominantes del territorio llegan a decidir por quién debe votar la comunidad.
El desafío entonces será romper con ese simplismo y reconocer la complejidad del fenómeno. El crimen organizado no es una suma de delitos desordenados, sino un sistema que busca perpetuarse en el tiempo, donde cada uno de esos delitos, algunos pequeños y otros más grandes, son engranajes parte de una gran empresa criminal. Entenderlo en su verdadera dimensión es el primer paso para enfrentarlo con eficacia, proteger a nuestras comunidades y evitar que las zonas grises se transformen en territorios perdidos.
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