La solución es hacer política. Una que refuerce las instituciones democráticas y que tenga como meta mejorar la vida de las personas, una que hable y se haga cargo de sus necesidades, sus sueños y sus miedos, y no una política que solo defienda los privilegios de las élites.
La elección de Donald Trump como próximo presidente de Estados Unidos ya es una realidad. Su mandato anterior fue un periodo que coincidió con una consolidación de la ultraderecha en la política mundial, convirtiéndose en una especie de metástasis en las democracias representativas liberales del mundo, en donde figuras trumpianas –con nombres diferentes– ocupan métodos parecidos de demolición gradual de las instituciones democráticas, en un ambiente plagado de teorías conspirativas y mentiras.
Esta elección no puede ser comprendida como una victoria programática de un sector político por sobre otro. Es más, no es posible señalar con certeza cuáles son las propuestas centrales del programa trumpista, ni cómo planean llevarlas a cabo. No puede ser esta –como se ha afirmado– una victoria sobre una mala candidatura puntual, cuando los demócratas tuvieron una maquinaria electoral compuesta por cientos de miles de voluntarios que tocaron millones de puertas, en teoría a años luz de una campaña desorganizada de los republicanos.
Tampoco es dable señalar que Kamala Harris fue víctima de misoginia, cuando en Nevada, Wisconsin y Michigan los mismos votantes que eligieron a Donald Trump para presidente escogieron a mujeres del Partido Demócrata para representarlos en el Senado.
La victoria de Trump es una derrota del establishment –al que el presidente argentino Javier Milei denomina “la casta”–. Su forma de hacer política es confrontacional y binaria: de un lado, estaría la gente que sufre los embates de la realidad –criminalidad e inmigración desbordada, entre otros serios problemas– y, del otro, se ubicarían las personas acomodadas que viven resguardadas por un Estado de derecho que les sirve para proteger su estilo de vida. Los primeros son los “verdaderos patriotas”, la gente buena que construye el país, y los otros, “el enemigo interno”, aquel que la campaña de Trump prometió perseguir y enjuiciar.
En este escenario, no importa que el candidato repita teorías conspirativas absurdas ni que haya sido condenado por decenas de delitos; lo que importa es que el candidato está de “tu” lado.
Ni Donald Trump ni sus imitadores creen en la política, propiamente tal. No creen en el Estado de derecho o en el rol transformador que pueden jugar las instituciones públicas en la vida de las personas. No creen en la solidaridad ni en el compromiso del servicio público. No creen en el Estado como una herramienta para mejorar la vida de las grandes mayorías (y no solo de las élites). Es esta la dimensión que urgentemente hay que recuperar.
La contrapartida a la ultraderecha no puede ser solo un coro de músicos famosos diciendo que el mundo se va a acabar si gana Trump (o su símil nacional, país en país), porque los votantes –todo así lo indica– están aburridos de que la centroizquierda haga campaña apuntándoles con una pistola en el pecho.
La contrapartida a la ultraderecha tiene que ser un Estado que funciona, que se hace cargo de los problemas de las personas –como son la criminalidad o la inmigración ilegal– y, por sobre todo, un Estado que sirva para mejorar las condiciones materiales de la clase trabajadora y no uno que sirva “solo” para proteger los privilegios de las élites.
La solución para enfrentar y vencer los embates de la ultraderecha existe y es hacer política. Pero no es cualquier tipo de política, sino una que refuerce las instituciones democráticas y que tenga como meta mejorar la vida de las personas, una que hable y se haga cargo de sus necesidades, sus sueños y sus miedos, y no una política que esté construida como una defensa de los privilegios de las élites. Esta forma de hacer política aún puede salvar a la asediada democracia representativa liberal.