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Lucía en seis actos Los pasajes más cinematográficos del libro que será llevado al cine

Lucía en seis actos

“Doña Lucía”, el libro de investigación de la periodista chilena Alejandra Matus, fue comprado por Rayo Films para realizar 12 capítulos de TV y posteriormente una película sobre el poder, estilo e influencia inédita de la esposa del ex dictador, Augusto Pinochet. En este artículo, una selección con los pasajes más cinematográficos del texto, incluida la relación con el actual Comandante en Jefe del Ejército, Juan Miguel Fuente-Alba.


Inocencia, Ira, Envidia, Lujuria, Gula, Soberbia, Avaricia y Pereza son el nombre de cada uno de los capítulos de Doña Lucía (Ediciones B, 2013), la biografía no autorizada de la esposa de Augusto Pinochet, que pronto será llevada por Rayo Films al cine y la televisión. «¡Tiembla Tarantino!», fue la reacción de Alejandra Matus, en su cuenta personal de Twitter, apenas confirmó el acuerdo con la productora audiovisual. El libro ya va en su segunda edición. A continuación algunos de los mejores pasajes de la investigación periodística:

Mi amigo Manuel

No conforme con dirigir CEMA, extendió su área de influencia a más de una decena de organizaciones civiles. Insegura por las tentaciones que el poder ponía al alcance de su marido, se obsesionó por vigilar y mantener a raya a otras mujeres que pudieran conquistar sus favores o de las que, pensaba, podían opacarla, como Mary de Bonilla. También le preocupaba lo que pensaban y planeaban las mujeres de los demás comandantes en jefe.

Artista de las intrigas, el director de la DINA, Manuel Contreras, alimentó la paranoia de Lucía con riesgos imaginarios o reales de los cuales él la protegía. Le traía también chismes sobre las pequeñas y cotidianas conspiraciones contra su autoridad en los pasillos del Diego Portales.

Por eso, la única vez que Lucía abandonó a Pinochet desde que éste tomara el poder total del país, fue el día en que su marido destituyó a Contreras de su cargo como director de la DINA.

“En la guerra está todo permitido”

“¡Hay que hacerlo sin contemplaciones!”, era una de las expresiones recurrentes de Lucía Hiriart en el poder y solía usarla cuando se veía inmiscuida en las decisiones políticas que debía adoptar su marido, sin importarle dejarlo en entredicho frente a ministros o camaradas de armas.

“Yo nunca me imaginé que esa señora gordita, blanquita y simpática de los primeros días iba a tener ese talante”, recuerda un ex funcionario del régimen militar. Pinochet, presionado por ella, ordenó cambiar el protocolo para ponerla por sobre los miembros de la Junta de Gobierno. En las ceremonias y actos públicos, la primera en ser saludada por el general era “la Coordinadora de Organizaciones Femeninas, señora Lucía Hiriart de Pinochet”.

Era, no cabe duda, el ala de extrema derecha de Pinochet. “Ella decía que esto era una guerra y en la guerra estaba todo permitido. Si no son ellos, hubiéramos sido nosotros”. A esa convicción se aferró para no titubear ante la acumulación de víctimas de la represión, en particular, aquellas de su entorno familiar o de sus antiguas amistades.

Tormenta en Ecuador

A mediados de 1957, Lucía sufrió la terrible revelación que Augusto amaba a otra y había perdido el puedo y el deseo de ocultárselo. Decidida a dar la guerra, recurrió a la ancestral táctica de atarlo con un nuevo hijo. A fines de ese año descubrió que estaba embarazada, pero la noticia no surtió el efecto esperado en su marido, quien no detuvo su relación con Piedad Noé.

[cita]“¡Hay que hacerlo sin contemplaciones!”, era una de las expresiones recurrentes de Lucía Hiriart en el poder y solía usarla cuando se veía inmiscuida en las decisiones políticas que debía adoptar su marido, sin importarle dejarlo en entredicho frente a ministros o camaradas de armas. “Yo nunca me imaginé que esa señora gordita, blanquita y simpática de los primeros días iba a tener ese talante”, recuerda un ex funcionario del régimen militar. Pinochet, presionado por ella, ordenó cambiar el protocolo para ponerla por sobre los miembros de la Junta de Gobierno.[/cita]

Un ex diplomático, asignado en ese tiempo a Ecuador, reveló “que en realidad Lucía, enferma de celos, abandonó a su marido en Quito, dejándolo en brazos de su nueva conquista” y que durante los casi tres años que Pinochet desarrolló sus funciones militares como si fuera soltero, Lucía lo visitaba sólo de vez en cuando, en las vacaciones, con sus hijos.

Lucía no tenía amigas en las que confiara tanto como para contarles sus dolores. Sus padres, quienes siempre fueron su refugio, probablemente iban a reprocharle, particularmente su madre, que se hubiese casado con un militar. Estas eran las consecuencias de aquella decisión de adolescencia que no tenía cómo revertir. Agobiada por la rabia y la vergüenza de la afrenta, con el orgullo de niña mimada magullado y el cuerpo engordándole como para recordarle que había otra, más bella, elegante y esbelta robándole al marido, Lucía decidió regresar a Chile, sin revelar a nadie las verdaderas razones de su abrupta partida. Todavía tenía un as bajo la manga: si denunciaba a Pinochet a sus superiores, sin duda estropearía para siempre su carrera. Los militares chilenos eran muy estrictos en sus códigos de conducta moral y ni los divorciados ni los solteros empedernidos podían llegar muy lejos. El temor a perder su carrera, calculaba, lo haría recapacitar.

Ira

“¡Milico de mierda!”, comenzó a gritarle Lucía a su marido cada vez que discutían. Y cuando empezaba los insultos manaban de su garganta como en una cascada imparable.

“Destinación de mierda que te tocó, ¡inútil!”.

“Yo no fui criada para esto, ¡poca cosa!”.

“¿Cómo se me fue a ocurrir casarme con un milico?”

“Nunca vamos a salir de este hoyo”.

“¡Qué distinto eres a mi padre!”.

Lucía gritaba y gritaba, pero no lograba apaciguarse.

Él la escuchaba cabizbajo. No decía nada. Imposible saber si quería defenderse o si hacía propias las críticas de su cónyuge, si se sentía culpable. Tampoco él había tenido el coraje de terminar con la relación y pagar el costo de separarse de sus hijos, de aceptar que sus compañeros de armas lo criticaran por abandonar a su indefensa mujer, de frustrar su carrera militar, de inventarse de nuevo, en Ecuador, con Piedad, la mujer separada, liberal y artista.

Avaricia

El cambio de década significó para Lucía la consolidación de su poder. Pocos se atrevían a poner coto en sus caprichos. En una visita a La Serena, con Pinochet, la administración del hotel Francisco de Aguirre le había preparado la habitación con delicados arreglos florales que se repartieron por doquier. El propósito era halagarla. Nada más verlos, Lucía se enfureció y comenzó a gritar: “¡Saquen esta mierda!”, mientras destrozaba las flores con sus propias manos y las arrojaba al piso, ante un equipo de mucamas que miraban la escena sorprendidas y aterradas. En su oficina, en Santiago, se hacía preparar ensaladas con el quesillo recortado en forma de corazón o trébol para el almuerzo. Y pronto comenzaría a construir las mansiones que siempre anheló poseer.

La Soledad

–¡Ruiz! –quiere gritar, pero recuerda a tiempo que su eterno mayordomo ha jubilado y se ha ido. Por la casa ahora transitan una enfermera y personal de servicio más joven y desconocido. Los empleados, cuya presencia constante era demostración de su poderío, son muchos menos que los que tuvo antaño.

–Llámenme a Juan Miguelito –ordena a uno de sus nuevos subalternos.

Juan Miguel Fuente-Alba, el actual Comandante en Jefe del Ejército, es uno de los pocos a quien la viuda del general Augusto Pinochet Ugarte puede llamar en estos días para desahogar sus amarguras. Él la escucha y, al menos ella cree, la entiende. Desde la muerte de Pinochet el 10 de diciembre de 2006 –el mismo día en que ella cumplía 84 años y, por esas ironías de la vida, el Día Internacional de los Derechos Humanos–, el Ejército ha reducido drásticamente el personal que servía a la familia –cocineros, choferes, escoltas– hasta dejar apenas la asignación de tres funcionarios.

Lucía no culpa al actual comandante en Jefe del Ejército. Al menos él responde sus llamados telefónicos. Otros sufren de amnesia. No se acuerdan de aquellos años en que llenaban los salones y estancias de esta casa y de las otras, en Melocotón, Presidente Errázuriz, Bucalemu. No pronuncian más los halagos y galanterías que le prodigaban. El temor con que la reverenciaban. Cuánto malagradecido. Y ahora que están en el gobierno reniegan de cómo prosperaron gracias a Augusto. “Si él estuviera aquí”, murmura Lucía.

Su amargura se acentúa más cuando ve las noticias. El presidente del Partido Comunista, Guillermo Teillier, ha dicho en una entrevista recién que él autorizó el atentado a Augusto Pinochet. El artículo se titula “Los años clandestinos de Teillier” y allí el entonces jefe militar del PC revela que el día del atentado estaba “en un departamento de Las Condes, solo, a dos o tres cuadras de la casa de Pinochet”. Lucía se enfurece.

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